10 de octubre de 2006

BEATE

Acá al verano le cuesta decidirse. Un prólogo de meses, amagues de dudosa primavera hasta que al fin consigue, por acumulación de tibiezas, izar su estandarte de estío y durante una o dos semanas arañar los treinta grados.
Me acuerdo que fue para esos días casi calientes de finales de julio que me cambió la suerte. La malaria piantó de golpe con el mal tiempo cuando los de «La Diáspora del Tango» me incorporaron como cantor fijo. Las giras no eran lo que se dice un world-tour ni tampoco te pagaban mucho por tocar pero era como cobrar por divertirse. De regreso a Berlín pasaba unos cuantos días en lo del ruso Mitra para luego volver a la ruta, en la combi roja de La Diáspora.
En uno de esos breves volver a casa, Matilde, la pereirana, ya no estaba. Me esperaba una carta de una inocencia incestuosa. Me hizo gracia, primero. Parecía la carta de una nena a los Reyes. Sonaba igualita a su voz. Después me dejó medio temblando. Querido Gato: ¡hay que pena contigo! Se había ido a Zürich detrás de un holandés. Promesas irreprochables de amor y fortuna. Dejó una herencia muy útil, reciclable. Un soberbio futón (una especie de colchón japonés) de dos plazas y su querido disco de Joe Arroyo: «El mundo da vueltas... y no parará…».
Su partida entristeció tanto la casa que decidí buscar techo propio, ahora que había un billete más o menos seguro. Mitra, acosado por sus eternos problemas legales y financieros, no insistió para que me quedara.
Contaba con dos semanas libres y las dediqué a buscar cuarto. Mirando los anuncios y sopesando finanzas, me dije: Basta de vivir en un WG (suerte de conventillo burgués), y terminé dejándome tentar por la primera oferta que pintó. Un altillo en la Linien, casi Ackerstraße, de un amigo de Mitra. Buen precio y sin mucho papelerío.
Me cayó bien de entrada el desaliño, la traza medio fuera de escuadra. La nueva casa parecía el resto de un proyecto malogrado… Un ambiente grande, irregular, con forma de trapecio. Dos ventanas chicas y cuadradas hacia un patio tan irregular como el ambiente, más una puerta ventana que daba a un balconcito de metal (agregado recientemente) con vista al mentado patio y a la torre de la Alexanderplatz.
La mudanza la hicimos con Mitra, a pie y a mano. Puse el futón en el rincón obtuso del trapecio, sobre el piso de enormes tablas de haya.
Desde la primera noche la casa se me entregó mansita. Mitra trató de montar una de sus fiestas. Pero había decidido pasarla solo para celebrar la promesa, la página en blanco, echar las primeras meadas de apropiación del espacio. Me tomé una botellita de tinto y me guardé temprano.
Ni bien me levanté salí al balcón con el termo y el mate. Después de varias semanas grises se presentaba un día radiante. Me acuerdo que era el día en que el emperador visitaba Berlín y que cada cinco minutos sobrevolaba un helicóptero. Enfrente, en el bloque trasero del edificio, del lado de la sombra, una sábana de factura casera, escrita con grandes letras negras, rezaba: BOMBING FOR PEACE IS LIKE FUCKING FOR VIRGINITY.
Entre helicóptero y helicóptero oí voces a mi derecha. Tuve otra vez esa sensación de pereza irascible, de misantropía, agravada por una repentina luz de alarma que parecía anunciar una posible sobredosis de personajes y sucesos. Tal vez exagero otra vez, me dije, sólo se trata de una de las mil formas de mi malhumor. Aunque si bien es cierto que siempre me despierto así en este caso me pareció que sucedían ya infinidad de cosas, en todo caso suficientes y que los balcones en ese edificio o en este país estaban demasiado cerca. Igual me puse a espiar, pero con pesimismo, con mala onda. De reojo: era un pibe muy rubio, como de diez años. No quise mirar de frente porque los dos balcones no solo estaban demasiado cerca sino que, debido al extraño ángulo que formaban las paredes, casi enfrentados. Traté de observar sin ser advertido. Pensé en pájaros transparentes, en mosquitos de titanio de la Nasa, en la posibilidad de participar como observador neutral e invisible sin interrumpir un microcosmos. De reojo: la baranda del balcón vecino estaba repleta de plantas de manera que sólo podía ver la cabeza del pibe, hasta el borde de los hombros. Remerita a rayas rojas y blancas, o tal vez azules y blancas, no me acuerdo bien, o al contrario, tal vez me acuerdo mal: pensándolo bien no estoy seguro, no estoy seguro que el chico vistiera una remera así, la típica remerita que yo mismo vestí durante toda mi infancia.
Había dos voces en la conversación. Una impostada, como de niño haciendo de hombre. La otra, finita, muy suave y en sordina, como de niño haciendo de duende. La voz de un Elfo hablando desde la oquedad de un tronco.
Suceden demasiadas cosas a la vez, me dije. De reojo: el pibe tenía un títere en la mano izquierda –la única visible por el momento–: entendí que se trataba del personaje de voz gruesa. La sincronización con los movimientos de cabeza y manos era perfecta. La boca apenas se movía. No podía ver el otro personaje pero su timbre susurrante daba ganas de imaginarlo.
Lo que decían esas voces apenas si tenía sentido. Es decir, lo que decían no era más que una trivialidad de superficie que ocultaba otra cosa, una clave secreta, un sobrentendido para iniciados o algo así. Se sospechaba un código, una lógica implícita, y a la vez se comprendía su naturaleza inaccesible, impenetrable por lo frondoso, como la baranda del balcón.
La acción de aquel acto era sencilla: un Ogro afónico retaba a un pequeño héroe inmaterial, a un Gaspar de la Noche capturado en un tronco, con amenazas delirantes pero inapelables y de alcance eterno.
Pensé en mis propios monólogos de la infancia. Acaso verifiqué, una vez más, que ese soliloquio polifónico, ese solitario colectivo, pasados los siglos, sobrevive, jamás se va del todo. En esto me distraje y fui descubierto.
Mirando para otro lado me puse a jugar con el mate como si tratara de revivirlo, operación que consiste en mover la bombilla en una y otra dirección hasta comprobar que ese “joystick” no opera sobre la realidad, sólo mueve la yerba, es decir, me hice el boludo, me hice el boludo hasta la exageración, demostré un interés de ornitólogo por el paso de los helicópteros.
Un par de minutos después volví a espiar, impacientado por tanto silencio. La imagen del balcón vecino sucedía a otro ritmo, como en cámara lenta: el pibe iba soltando el títere del Ogro con voluptuosa lentitud, desde el borde de la baranda, dejándolo deslizar por su muñeca, como si estuviera por arrojarlo a un gran abismo. Por fin lo dejó caer, acompañando el homicidio con un gritito leve (en fade-aut) terminado en un ¡ay! Luego, con voz de chico normal, dijo: “Hay gente en la casa vacía” y se fue para adentro. Otra voz, bastante parecida a la del Elfo, le pidió que se vistiera, que el padre vendría a buscarlo en cualquier momento.
De reojo la vi aparecer entre las plantas e incorporarse desde el abismo de su solarium: una mujer menuda, una adolescente apenas envejecida, atándose en la nuca las tiras de un corpiñito rojo, un Gaspar de senos pequeños en un teatro de Guiñol verde. No era mucho más alta que el niño. Se le parecía: los mismos ojos grises, acaso un poco más rasgados. En el grueso rodete se intuía una lánguida masa de cabello negro, amenazante e interminable, prometiendo las profundidades del mar o la noche. Demasiadas cosas a la vez, dije (se me escapó) en castellano.
¿Wie, Bitte? Reaccioné en alemán. Vino un Perdón y luego el Hola, el Qué tal, lo típico, lindo día, por fin, ya era hora un poco de sol... esas cosas. Bienvenido al Dach! Tal parece que somos vecinos. Mi nombre es Bea.
¿Wie, Bitte? B-E-A, viene de Beate, un nombre horrible.
Ahora esa voz aniñada o aduendeada hablaba muy rápido, en ese Berlinés que suena siempre medio Plat, medio proletario.
Pasó más de una hora entre un balcón y otro. Más tarde desayunamos juntos en el verde frondoso de Bea. El cadáver del Ogro yacía todavía en el piso. En el cielo cantaban infatigables helicópteros.
Mientras tanto, no muy lejos de allí, la policía desmantelaba la combi roja de «La Diáspora del Tango». La habían dejado cerca del Check Point Charlie, enfrente de la casa de la novia de Félix, donde gran parte de la orquesta pasaba la noche en vísperas de la nueva gira. Nunca se supo bien cómo fué la cosa: la yuta de la Krimminalpolizei tampoco pareció entender mucho. Al parecer, un grupo especial, algo así como una Swat-Anti-Atentados, buscaba por la zona, cercana a los lugares que visitaba el emperador, un presunto coche bomba y los bultos de los equipos y el contrabajo despertaron sospechas. No pasó nada. Estúpidas demoras y una paranoia digna del Imperio nos hicieron llegar bastante tarde a la prueba de sonido en Frankfurt.

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