20 de abril de 2007

ERDICHTERIN

»Estás ahora en el teatro mágico de los héroes y los demonios. Figuras mitológicas y superhumanas; demonios, diosas, guerreros celestiales, gigantes. Ángeles, Bodisadvas, enanos, cruzados. Duendes, demonios, santos, brujos, extraterrestres. Espíritus infernales, duendecillos, caballeros y emperadores. El Dios-Loto de la danza, el gran hombre viejo, la divina criatura, el trampista, el tramoyista, el metamorfo, el adiestramonstruos, la madre de las diosas, la bruja. El dios de la luna, el errante. Toda la fantástica comedia se halla en ti».
Está escrito –en alemán– con fibra roja en un pizarrón de fórmica blanca que cuelga de la puerta del baño de Bea.
Abajo dice: del «Bardo Thodol» (Libro Tibetano de los Muertos).
Estas frases cambian cada tantos días. Supongo que así nos alecciona, nos educa, nos conduce. No lo se. A Bea le encantan estas cosas. Está enferma de oriente y esoterismo. Lee las manos y la borra de café, consulta el I Ching por lo menos una vez por día. Está estudiando los rudimentos del Tarot egipcio.
Cada creencia es sustentada por una serie de argumentaciones entrelazadas donde, asegura: todo tiene que ver con todo. Mi pitonisa loca cree en los ángeles y en la propiedad mediúnica de las piedras.
Viste sólo de negro o de blanco o de rojo o de verde: dice que hay que vestirse de un solo color. Dice que detesta las combinaciones.
Bea Beata Beoda, le digo, si no somos más que un puñado de combinaciones.
Su rostro de quinceañera arrugada emite una música dudosa. Una voz que resiste toda descripción. En general no entiendo lo que dice. Practica un alemán muy cerrado, un cocoliche de berlinés y Plattdeutsch incomprensible. Salteamos nuestros mutuos malentendidos con una mezcla muy elegante de cariño, paciencia y acaso desinterés.
La asimetría en Bea es algo accidental y a la vez innato. Como en nadie que antes haya conocido brilla en ella la unicidad de la creación, la naturaleza irrepetible de todo organismo.
Tiene los ojos completamente diferentes el uno del otro. No es el color –ambos oscilan entre el gris y el azul pálidos– sino la forma: uno es notoriamente rasgado. El otro redondo. Uno de perro siberiano; el otro de conejo.
Sus manos, por ejemplo: la izquierda es sencillamente una gloria del miniaturismo francés del siglo xvii, una mano parecida a la mano izquierda de Clara Schumann cuando Clara Schumann tenía, digamos, quince años. La derecha: un muñoncito que suele ocultar en los bolsillos o en las largas mangas de los pulloveres... o bien exhibe con orgullo desafiante (según el día, según la hora).
Tenía diecinueve cuando una máquina de cortar tela le arrebató la mitad. En aquella época, por revelarse contra sus padres, resolvió no seguir estudiando y le tocó iniciarse como fabriquera en las Brigadas Femeninas de Mecklenburgo: una fábrica textil en las afueras de Rostock, su ciudad natal. Un galpón enorme en donde una treintena de proletarias núbiles estampaban las coloridas telas atemporales de la RDA. Su oficio era cortar los grandes rollos de percal crudo.
Al poco tiempo, ni bien cayó el Muro, se vino a Berlín. Desde entonces no ha vuelto a Rostock. Dice que no piensa volver hasta que no muera su madre.

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