27 de marzo de 2008

ZWISCHENAKT

Mientras tanto Morán se muere de otra cosa. Se muere, como suele suceder, de un tijeretazo de la Parca, es decir, corte clásico: la solución final a la discontinuidad de lo sucesivo.
Un fin menos heroico, desde el punto de vista cinematográfico, pero más acorde a su condición y a su historia.
Si en el marco de un congreso reunido para hurgar en la existencia de nuestro héroe fuéramos convidados a exponer nuestro punto de vista acerca de su deceso, sin perder el estilo congresal que consiste básicamente en embellecer lo que se ignora y en ocultar un poco lo que los demás creen que sabemos, diríamos que Morán muere a la manera de Holofernes o de Juan El Bautista; que Morán palma peso mosca, ignorado y tristón como cualquier poeta menor de la Osa.
Se me dirá que no hay poetas menores así como no existen grandes hombres o pequeños, que la talla media del macho ronda el metro setenta. La pregunta queda picando: ¿esta medida estadística incluye la cabeza?
«Judith me quiere bien» –hubiera dicho Holofernes si algún amigo le hubiera preguntado acerca del estado de su corazón– «tanto como Salomé quiere al Bautista».
Es claro que Morán no es un ni un guerrero ni un profeta. No sabemos si es un mediocre, un tarambana o bien otro muchacho sin atributos. En cualquier caso no es precisamente un genio.
Se me hace que el genio destinado a Morán estalló entre las manos de Kurt Wilkens o pereció de asfixia entre las magníficas tetas quinceañeras de Laurita. Destinado a cabeza de turco de si mismo, se inmoló en la llanura, bonzo entre cortaderas, y el Morán que llega a Berlín no es más que un muñeco como los que anima el Gordo Heiko, locutado a distancia por el misterio, que deambula entre el desayuno magro de la Sophienstraße y la muerte en la Alexanderplatz con una amarga resignación, como la víctima de un secuestro cuya familia no acepta pagar ni dos guitas por el rescate.
La historia ha desvirtuado la figura del genio. No hay inocencia en ello. No se molesten en mostrarme la carita de viejo piola de don Albert sacando la lengua. Los genios molestan, aterrorizan, violan. Los genios no son locos lindos. Más bien son como Neurus, petizos perversos que quieren dominar el mundo. En una palabra: los genios son genios del mal. Están ligados al concepto de máquina y la máquina es hija del tiempo (el genio tiene una relación con el tiempo que se me escapa pero que en la próxima entrega no voy a tratar de esclarecer).
Por último sería importante señalar, sobretodo en el caso de que a alguna compañía trashumante se le ocurriese llevar el Sainete a escena, que tal cual como sucede en la vida misma, las leyes más elementales que aprendimos en la escuela, sobretodo las concernientes al espacio y al tiempo, no se cumplen o bien se violan constante, simultáneamente. Consideramos de suma importancia cuidar estos detalles.
Lamentamos que esto –al igual que otras particularidades escénicas– por falencias narrativas, no se haya apreciado bien (por ejemplo en el último acto, penúltimo cuadro: la gente baja los brazos pero sostiene sus carteles).
Por el momento concluyamos, que se hace tarde: como decía Weißichwer, la literatura, de alguna manera, es responsable de la revolución industrial. Sin linealidad, sin sucesión, no hay cuento, no hay genio. Por eso perdéis la cabeza en manos de la hembra. Por que la mujer es la enemiga visceral de lo sucesivo. Es la bestia simultánea por excelencia. Es la simultaneidad misma. De ahí, repito, la suerte de Morán-Bautista-Holofernes, el corte final servido en bandeja.

(Ilustra: »El Oso Bautista«, (metamorfosis del logo de la cerveza Berliner Pilsner) Sergio Gobi 2008)

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