29 de octubre de 2007

ELISEO (III)

Montado en Argolabio, su bici de bronce y vinilo, Eliseo atravesó la blanda tierra bermeja del litoral y los pantanos grises del Matojondo. Bordeó durante meses la selva espesa del Tupí, cruzando inmensos ríos blancos de furia o zainos de calma. Más allá, el desierto de sal y las marismas. Después las mesetas de cobre y la cerrazón ciega de los abismos de piedra pomez.
Perdió la cuenta de los ríos y los días. Se detenía en los pueblos a cantar. Ponía a funcionar la vitrola y su voz despertadora de añoranzas le dispensaba siempre algo que llevarse a la boca.
Más tarde bordeó las aguas vírgenes del trópico. Durante meses atravesó un desierto de tunas florecidas. Llegó a tierras del norte. Creyó estar en el sur, hasta que conoció la nieve.
Cuando la helada endureció el océano, lo cruzó, asombrado todavía de encontrar, aquí o allá, una belleza indecible y siempre nueva pero poco o nada de las historias que había escuchado en boca de Catriel o de Grakus o leído en los libros. Pensó entonces que el mundo es una serie infinita de paisajes mudando sin pausa y que todo lo que uno ve es irrepetible.

Cuando alguien le preguntaba adónde iba, no sabía muy bien qué decir. Percibió la desconfianza que esto producía en la gente. Un día oyó a un campesino del llano del Turquí decir que «las plantas sin dirección se vuelven maleza y que en la maleza ¿quién distingue fruto de cizaña?».
Entonces se inventó una certeza, un destino que, seguramente, pensó con acierto, tranquilizaría a todo el mundo.
«Soy un Buscador de Tigres Blancos», les decía, en plural y con mayúscula. Así a todos les resultaba más fácil tratarlo, e incluso guiarlo hacia alguna parte.

(Ilustración: Walda y Eliseo, Sergio Gobi 2002)

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