Si la defensa de la ciudadela te lo permite pispeá por la ventana.
Aquella que viene al trote calle arriba es mi alma pedestre, mi alma muda. Y ese que trepa lento por la tarde a lomo de camello es mi cuerpo sin lastre.
En cambio, en las antípodas de lo celeste, la bota de cordero montés que traba la puerta de tu casa para que no se cierre para siempre es el estuche de peluche de mi pie izquierdo.
Dejame entrar Bea; Beata, Beoda, Beatrice.
Al diablo con la canción de moda labrada en simétricas gargantas de amianto.
En los pasillos de los departamentos nunca es temprano o tarde. Así como las incertidumbres nacen ya crecidas y armadas hasta los dientes como Atenea, las certezas son siempre un postre con retraso, flores de mayo, hijos que deberían ser nietos. Llegan casi a la hora de irse.
A la hora de irnos pongo la mía sobre la mesa o, mejor, como taco para trabar la puerta. Esta certeza es casi todo lo que tengo, a saber: de todo lo que existe en este barrio inestable que remeda el universo, ya sea flotando, arrastrándose o sumergido, me declaro ignorante. Me asumo ignorante de todo pero quiero saber –como repite la canción de moda– si es que vas si es que vas si es que vas, si es que voy a volver.
No cierres todavía que mi ignorancia comienza aquí, allí, en ese pie que traba la puerta y se extiende en dos direcciones aparentes: hacia fuera y hacia adentro.
Doblo la esquina de tu casa y ya es otro país (ignoro incluso cuál de todos estos países es más extraño). A lo sumo comprendo el dialecto del semáforo. Distingo a éste de un poste cualquiera y discrimino perfectamente al poste del árbol. Pero no mucho más. No logro discernir mucho más. En una palabra, me asumo ignorante de todo pero no mucho más. Pongamos el pasillo por caso. Qué pena Bea que ocupada como estás en proteger tu fortaleza no puedas ver el pasillo, la perspectiva del pasillo, la puerta del ascensor que se distingue claramente de la puerta de la vecina y de la tuya propia asediada por unas botas monteras preciosas e inclaudicables compradas de segunda mano en la tienda de los evangelistas.
El ascensor sin ir más lejos. Yo sé a priori que el mundo es esto y aquello, recta y plano, punto y banca, ser y nada. Pero mirando este pasillo en el que poco a poco me quedo a vivir, mirando este pasillo en perspectiva comprendo que todo me es extranjero. De hecho el bote está lleno y todo es extranjero. Hasta el cielo. Ni siquiera el cielo es nacional.
Nosotros somos cielo para alguien, se me ocurre. Sospecho que las ratas, las ratas nos endiosan. Eso es casi seguro. Casi seguro somos el olimpo de las ratas. Pero si pongo el pie en la puerta es para mantenerla alerta, para que no pueda decirse que esto ya está cerrado, que el cielo se ha escindido.
A veces pienso que sos una hija, la hija mayor de todas las hijas de puta del olimpo. Pero entonces me acuerdo del Génesis y vuelvo a ver en vos lo que vi cuando te vi por primera vez. Sí, creo que ha llegado la hora de decir qué fue lo que te vi cuando te conocí (que fue cuando me supe solo). En el comienzo fue el verbo. En los estertores previos al comienzo, en la era de la baba, cuando sentí las ganas imperiosas de sembrar los dientes de la serpiente por toda la patria, cuando quise comerme crudos los frutos de tu vientre para no ser destronado luego.
No quiero irme de tema. Ahora que ya fui destronado ha llegado la hora de decir qué fue lo que te vi cuando empecé a estar solo. ¿Qué fue lo que te vi?
Nada especial. Nada fuera de lo común. Lo de siempre. El deseo de seguir encarnando o embarrando el karma.
Me fascinó, eso sí, tu modo bestia de decir las cosas, la forma desastrosa, devastadora de empuñar axiomas comiéndose los puntos, garchándose las comas, tu desesperada voz al pronunciar trompadas a repetición ya sea para criticar una canción como ésta o para descuartizar hasta la más modesta opinión de alguien inexistente, de alguien con el alma y el cuerpo emigrados después de la escisión, después del divorcio, alguien inexistente y leve, alguien hecho de luces pixeladas como un presentador de noticiero.
Con la misma atardecida voluntad de certezas pongo este pie entre el marco y la puerta y lo ofrezco como prenda, como oblación, como rehén, como cordero.
Me ofrezco como los gladiadores: sin miedo ni esperanza.
¡Atentti a este secuestro! Ni hace falta siquiera que pagues el rescate.
Ahora, eso sí, no escuches la canción pegadiza que te silva al oído el Wurm, el gusano, la babosa. A vos lo que te chifla es otra cosa.
Cuando pierdas el contacto con la nave nodriza, cuando tu puta puerta acabe con mis botas de siete leguas y se venza mi visa, veremos.
Toda tribu está condenada a la disgregación, a la diáspora.
Ahora abrime y hablemos. Aunque no haya diálogo posible (si hasta Platón no hizo más que bajar línea). Todo intento de intercambio desata el solipsismo. Y así ha de ser hasta que el monoteísmo sucumba ante mis deidades rata.
Da igual. Hablemos si querés por el resquicio de la puerta, aunque sea en tu idioma, tu dialecto, tu Plattdeutsch predilecto. Prometo no quitar el pie hasta la repatriación de mis restos.
4 de abril de 2007
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario