4 de mayo de 2007

DENKANSTOß

Es una pena que Morán no haya seguido el consejo de Doña Eva de ir a ver a su tía antes de dejar el pueblo para siempre, antes de embarcarse para Hamburgo.
Se me dirá: ¡pero cómo Morán, que es un ácrata, un militante anarcosindicalista, un ateo hasta el tuétano, va a ir a visitar a la Flor, una sibila, una vidente!
No va por ahí. En el fondo la señorita Flor, su longevidad matusalénica; su figura delgada y mugrienta de cornisa cagada por las palomas; la casa pequeña y oscura donde habita como en un estuche de adobe; el gallinero silencioso lleno de gatos ponedores… le provocan a Morán, desde la ya lejana infancia, un rechazo irracional que visto desde acá parece más bien cagazo.
Para comprender esto y, junto con esto, de una vez, todo el paisaje, habría que mirar los alrededores. Tratar de entender el horizonte. Auscultar los yuyales, las cortaderas. Subirse al mangrullo, campanear el mentado desierto.
No sé si las cosas habrán cambiado mucho pero a la pampa, en aquellos años, todavía la llamaban desierto.
Macanas, dirán hoy, ma´qué desierto (»más desierto serás vos« según el conocido retruécano de Gobi).
Claro es que no brilla por sus bosques. Recién en los últimos dos siglos, al paso que iban talando tolderías, le fueron bordando, aquí y allá, algún monte de eucaliptos, sauces y álamos en las zonas húmedas, jacarandaes, olmos, tilos, cedros y robles.
Pero la pampa tiene el ombú, dice un floreado verso truqueador. Y pucha si es cierto.
Pero ¿podría decirse que el ombú es el árbol autóctono por excelencia de los pampeanos?
Me temo que no.
El ombú –y agarrate– también es inmigrante. Viene del norte, de las zonas calientes, del chaco boreal.
Se sabe que comenzó a ser plantado hacia mediados del siglo xviii, con el objeto de pintar una sombra, un mojón, un hito, una isla en medio del océano de pasto.
Hay quienes afirman –envidiosos biólogos cipayos– que el ombú ni siquiera es un árbol.
Nos consta que no ha sido nunca conchabado para viga maestra ni para andamio ni para mueble, sarcófago, bastón o cajón de manzana, qué digo, ni para escarbadientes.
Aún así, incansablemente, bajo la inagotable brasa de los astros, ha dado, y seguirá dándonos, como su nombre lo indica, su dulce sombra.
Porque el ombú tiene la hoja. Hojas simples, es cierto, alternas, pecioladas, anchamente elípticas, de margen entero y agudo ápice.
Dato que no hay que despreciar ya que una buena reunión de hojas es el congreso indispensable, la multitud necesaria para obtener una buena sombra.
Y porque alguna que otra hoja de su frondosa copa ha sido el ingrediente protagónico de brebajes, gualichos, conjuros, tizanas purgantes y astringentes, jarabes febrífugos, licores eméticos y pastiches vulnerarios de uso externo.
Y ahijuna que el tronco también tiene lo suyo. Mi vieja decía que las cenizas de su madera quemada mezcladas con agua sirven contra excemas y otros problemas de piel.
Sin ir más lejos el jabón que usaban en la época de la colonia estaba hecho de cebo y ombú.
Del guaraní humbí: sombra.
Fitolacácea suculenta.
Las fitolacáceas tienen bajo contenido de lignina, una corteza gruesa y blanda, madera fofa y, lo dicho, copa muy densa. En fin, mejor lo dijo Hudson…
Volviendo a nuestro personaje, Morán, oriundo de un pueblo perdido, encontrado y vuelto a extraviar en algún lugar al sur del Salado –transplantado luego a la capital del virreinato por razones que aún desconocemos– a lo largo y a lo ancho de toda su vida no ha dejado de sentirse como un ombú.
Un lector resentido, o algún crítico de medio pelo, maliciará que a Morán, como personaje de su propio sainete, le falta madera.
Lo cual es, además de gratuito, prematuro.
Pucha, si al menos hubiera ido a ver a su tía la pitonisa.
No queda lejos de su casa natal.
La señorita Flor –La Florcita, como le dicen sus vecinas– vive en la banda, en los caseríos del otro lado del arroyo Yimanca.
Es casi analfabeta, su ciencia no es producto de escuelas, no le fue revelada en enseñanza alguna. Flor es una inspirada.
Ella misma no sabe cómo funciona, pero en el momento de la consulta sabe exactamente qué decir: lo ve. No es que lo lea: lo ve.
Y ver, según ella, es saber.
Le pide al consultante que escriba su nombre en un papel y de solo mirar esas palabras se le proyecta en la frente un deja-vú, una epifanía.
Entonces es solo describir.
Los resultados son siempre asombrosos. No pifia nunca en sus visiones del pasado y del presente. Te hace una instantánea de cómo sos, qué hacés, que si tus viejos, que si tu novia esto, que si el laburo, que si la jubilación aquello.
En las predicciones puede dar en el clavo, acertarla bastante o errarle muy fiero.
Ella es la primera en reconocerlo.
Dice que las cosas saben ser así y luego obrar asá.
Con lo que quiere señalar que existen tendencias, aficiones, empatías más o menos generales de las moléculas que tienden a agruparse en este o en aquel grupo de suertes o desgracias.
Ojo, lo de La Flor no es un chisme del tipo dime con quien andas sino más bien un vas a andar en X si seguís insistiendo en que sos Z.
La señorita Flor se mueve como yegua madrina en ese campo inculto de la potencia y su tintineo suele seducir a jugadores de quiniela, enamorados sin suerte y otras almas desesperadas en su lucha tenaz con lo imposible.
El límite entre potencia y acto es el borde de una taba cósmica: es ese filo el que chaira La Florcita.
(A propósito de lo posible y lo probable: no es indispensable pero sería interesante señalar la profunda analogía entre el arte de Flor y el arte de narrar.
La diferencia entre decir y predecir no se conoce sino a la postre, está en función de su eficacia. La eficacia, en este caso, radica en su capacidad ontológicamente encarnadora. Ya sea por la vía más fácil: adivinar, o por la otra, la más difícil, la que requiere, cómo decirlo, una mezcla de inspiración genitiva y de ovarios: hacer que las palabras, en una misteriosa militancia golémica, armen la realidad, seduzcan el capricho de las moléculas y éstas decidan representar –decidan ser– ese y no otro sainete).

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