Se crió en la plaza de Maroma, entre puesteros y clientes. Un Mercado de Pulgas que se había consustanciado con la plaza y que, al igual que todas las plazas, no cerraba nunca. Allí convivían Fenix el librero; Genaro, traficante de pájaros; Grakus el cazador, que comerciaba cueros; Don Tilo, especialista en monedas y sellos; Madame Olga, la Rusa, vendedora de ropa y sombreros...
Su escuela fue esa gente rodeada de sus chucherías y a la vez tan desapegada, acostumbrada al tránsito contaste de las cosas. Así se formó Eliseo, al amparo vigilante de los tenderos y de los objetos sabios e inútiles del cambalache, educado por ellos.
Fue creciendo entre las desatinadas parábolas de Catriel, los enigmáticos relatos de Grakus y los cuidados de Trini, repasando con un dedo los mapas de los atlas, mirando libros de animales, leyendo cuentos e historias de viajes, oyendo uno tras otro cada disco que pasaba por sus manos.
Un domingo, mientras escuchaba la perezosa melodía de un piano en la vitrola, se puso a cantar. Cerró los ojos y cantó y cantó… y mientras cantaba se sintió deslizar sobre un paisaje siempre cambiante de llanuras y sierras, ciudades y ríos, montañas y mares. Tenía una voz muy suave que penetraba como un aroma. Y al igual que un perfume despertaba recuerdos en la memoria dormida.
Al terminarse el disco su voz se fue abandonando lentamente al silencio. Abrió los ojos: se había formado un abanico de gente a su alrededor: mujeres y hombres, jóvenes y viejos que lo miraban emocionados, aunque sin verlo realmente, como si, borrachos de recuerdos, miraran más allá; los rostros iluminados por la sorpresa de haber recuperado algo perdido hace tanto tiempo.
No hubo aplausos. La gente se quedó allí parada unos instantes, quieta, rumiado silencio, hasta que por fin, antes de confundirse entre los demás paseantes de la feria, pasando uno tras otro ante Eliseo e inclinándose sobre la tacita donde acababa de tomar su mate cocido, fueron dejando tintinear unas monedas.
Esa noche no pudo dormir. Al día siguiente no se lo vio entre los puestos. Estuvo todo el día sentado en un rincón, a la sombra del paraíso, repasando mapas, anotando cosas en un cuaderno.
El martes trabajó desde el alba. Con la ayuda de un viejo aparato de bronce para medir estrellas y un par de discos de vinilo, se fabricó un tremendo ciclo-sextante. La nave, a decir verdad, era bastante parecida a una bicicleta.
Esa noche, después de la cena, Eliseo habló con Catriel.
–Me voy, Tata Catriel– dijo muy serio –Quiero recorrer el mundo. Quiero cruzar el Marrón y ver que hay en la otra orilla, y mas allá, en el Delta Grande. Quiero conocer la montaña y el mar, al tigre blanco y al centauro... Ya tengo todo listo,hasta construí una nave para recorrer la tierra: se llama «Argolabio».
–Ñunque –dijo el viejo, apenas en un susurro. La cabeza gacha y un gran cigarro amarillo saliendo de las sombras –Pero antes de andar un hombre ha de saber cómo matar el hambre.
–A la gente le gusta mi voz, Tata. La música me va a dar de comer– contestó Eliseo y se quedó mirando el humo subir y desaparecer. Hubo un largo silencio. Durante ese silencio él único que se movió fue el humo. Así pasaron horas. Catriel en su banquito de lona; Eliseo a su lado, de pie; el humo acortando distancias.
–No se sabe hasta que se averigua –terció al amanecer el indio– Llevate a tu madre (se refería, claro, a la vitrola), te va a hacer falta.
Se dieron un largo abrazo.
Ilustración: Eliseo en casa, fragmento, sergio Gobi, 2002)
31 de octubre de 2006
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