8 de octubre de 2006

AB


Se me ocurre que podría juntar algunas notas de este cuaderno y escribirte aunque mas no sea un monstruo, una carta de miembros de desguace, un Frankestein disperso y rengo pero, al fin, epistolar.
La de veces que me senté, que ya ni siquiera me siento, a no escribirte porque no sale nada. No, no te atajes, si no es con vos. Lo mismo me pasa con todo, con el Todo. Se me queda atorado. ¿Cometí quizás el error de releerlo? ¡Señor, ya he sido perdonado, fue hace tantos años! ¿Me subí al colectivo equivocado? ¿La línea Coelho-Bacay para emigrantes no emergentes? No lo sé. Y así como vengo corro el riesgo de no saberlo nunca.
Ando como maleta e´loco, sin saber cómo voy de una canción a su letra, de la parrilla de una ópera anotada en una servilleta a una partitura de museo, del temblor de una mano al temblor de la otra.
La ciudad se lo traga todo. La familia, los cactus, el bonsái, las hormigas. ¿Ha llegado la hora de admitir: Tachame la Doble? ¿Esa otra ciudad, en la orilla barrosa del estuario, no existe? La página eléctrica de Clarín que visito cada día es la más ambiciosa obra de ficción, ¡un blog impulsado por un grupo genial de unibombers a sueldo de los muertos queridos!
¿Se puede seguir así? Puedo seguir así hasta el borde del jonca. También puedo sentarme con las piernas abiertas –una en las menos díez la otra y cuarto– la pava en el medio –en punto– y contar cualquier cosa, pero desde el principio. Generalmente no se pasa del Génesis. Los detalles son demasiados. Uno se pierde en ellos. No sólo porque son inevitables (difícil discernir cual sí cual no), es que no hay ni queda otra que contar detalles.
Oigo la voz de Clara desde la Alex, desde una tarima improvisada sobre un remolque. Durante todo este tiempo, ponele estos últimos siglos (ella diría milenios), nos hemos preparado, mal que mal, para cargar con el peso del mundo. A eso voy: creo que ha llegado el momento de hacerlo coordinadamente, todos a la vez, todo el peso del mundo a la vez –incluidas las baldosas de esta plaza, incluidas las lápidas, incluidas las ruinas del cielo– hasta conseguir liberar las almas. Hasta permitirle a las almas remontar vuelo.
Estábamos cambiándonos para salir a tocar. El bardo de siempre, los violines afinando, Floh criticando el programa, Karsten limpiándose los timbos, el Pelado repasando alguna variación en el fueye. Yo estaba ahí pero tenía mis dudas. Me acuerdo que pasaba los dedos por la botonera de la jaula infinitamente mientras el Gato se acicalaba. Ojo, no como siempre, sino como si hiciera un pésimo remedo de sí mismo. Terminó de calzarse el saco, me miró como si yo fuera el espejo, como acomodándole los rulos a la estatua, haciendo pinta, ni que estuviera solo, comentando como para sí, qué talco la pintusa, convirtiendo ese temblor que le da siempre antes de salir a ladrar en algo completamente exagerado, verborrágico, mezclando ejercicios vocales y erutos continuados en Om, con frases más o menos acordes a las boludeces que se dicen antes encarar el escenario, qué te digo, bastante más alterado que ese personaje moderadamente insoportable al que nos tiene acostumbrados. Para mí que se la veía venir. Los Gatos son así. En fin, estábamos en esa, como te digo, y no va el Chino Morán y entra por la puerta.
Yo ya venía con ese problemita de corazón que me tenía a mal traer. Un asunto sin importancia, según el tordo, pero viste como es, te vas acercando a los sesenta y cualquier garúa es diluvio. La cosa es que el bobo se me paró ahí nomás, en seco, como si nadie le hubiera dado más cuerda, no se si me explico, se me frenó en el pecho, de golpe y sin dolor, como si nunca más le fueran a dar la puta cuerda.
Afuera se armó un quilombo padre, fue amontonándose el escándalo, eso sí, a la alemana, lentamente. La mitad de los muchachos gritaba y el resto callaba –las cabezas clavadas sobre el pecho, la mirada a media asta– como si gritaran para adentro. Me dio no se qué, oírlos más que verlos, me dolía sobretodo cuando me hablaban a dos centímetros, a los gritos, ese aliento medio agrio que da el miedo, y yo como muerto, sin poder mover, qué te digo, ni un átomo.
Estuvieron a punto de suspender. El Chino observaba muy serio desde un rincón. Parecía asustado o con culpa. Una hora más tarde salieron sin mí. Esa noche, mientras los muchachos trataban de salvar la milonga, mientras charlábamos con el Chino de bueyes perdidos, me di cuenta de que algo no cerraba, que algo no podía ser. El Chino Morán está muerto desde hace, no sé, como mínimo, cincuenta años.
Me acuerdo que me temblaban las manos. Eso lo sé del escolaso. Antes y después de arrojar la suerte siempre tiemblan las manos. Sólo que al agitar los dados no se nota. El temblor general, la agitación de todo el cuerpo, vale decir, del universo todo, hace imperceptible hasta el parkinson. Igual sabemos que las manos tiemblan por debajo del temblor general de todo. Al menos en ese temblor, el de las manos, no hay misterio ni motivo de alarma: es el rastro de los hectolitros de alcohol y las toneladas de tabaco sostenidos entre los dedos como quien sostiene una molienda infinita de sonidos y silencios. Somos cortos de tiempo y por eso la quemazón, la fragua de cigarros y el consumo incesante de subproductos del Leteo. Como en la frase proverbial del borracho: «bebo para olvidar», podría decirse que se olvida para contar. El olvido es el único que cuenta, el único provisto de la sanata necesaria, de la labia precisa para chusmear los avatares del transcurso entre estar y morirse. Así que si mi Sainete refiere, por caso, detalles de aquella manifestación anarquista de 1931 de la Alexanderplatz donde el Chino Morán vivó las palabras de Clara Schulz, no es una manipulación de las cuerdas de la historia sino un arpegio (desde donde miro no se ve la plaza pero sí la torre-cohete que la mantiene clavada, entre el cielo y la tierra, al lugar que le han asignado); si mi Sainete afirma que estuvo en la plaza el día que mataron a Morán, atenti, no son macanas. Y si son, es gracias al borbotón que impulsa a ese chamuyo que se abre la boca. No importa si estábamos lejos o no habíamos nacido todavía. Sólo tamizado por la ausencia puede comunicarse un hecho con pelos y señales.
Somos el coro de una nave ya destrozada en tempestades. No se sabe si es mar o es roca o continente lo que golpea, pero lo hace al mismo tiempo en la memoria del futuro y en el secreto muerto, en la prehistoria. Por eso tiemblan las manos al terminar una canción –aún cantada a solas- o al empezar un parlamento –aún pronunciado en la penumbra de un sueño.
No puedo ayudarte con tu pedido. El único retrato de Clara que vi estaba en el billete de cien marcos. La relación es incomparable por especular. Incluso el repliegue niña prodigio de su boca y hasta el olor a nardo del vestido le queda bien a la mía, a nuestra Clara. Tendrías que verla como yo la vi, parada en el hall central de la estación Zoo, con las ancas inquietas de quien no ha sido hecha para esperar.
Heiko no tiene nada que ver con la orquesta. Es un amigo. Es el único amigo alemán que tengo. Habla bastante bien español. Una mezcla de porteño con giros castizos contraídos en algún curso de verano de Salamanca. Es un gran tipo. Una suerte de gigante entrado en carnes. Hago girar despacio el cilindro -mejora el encuadre (hay que cambiar la lamparita, ya sé, por ahora lo que cambia es la diapo)- detrás de las manchas y los lamparones, al resto hay que imaginarlo. Fijate, da la impresión de estar compuesto de dos mitades el armatoste. Más o menos a la altura de la busarda está el encastre. Para colmo, como tiene el vicio de usar tiradores, esa impresión se refuerza, los tiradores parecen ser los cables del puente responsables de sostener unidos los dos hemisferios.
Te equivocás. El hecho de que el anticuario se llame Murr no lo hace a Heiko un hijo de Hoffmann. El nombre lo heredó de su antiguo dueño. Acá se lo ve mejor, bajo la sombra inútil de un toldo –cada día es gris por etimología– sorbiendo lentamente su vinito blanco, sentado a la puerta del Murr con un libro en una mano y un lapicito de punta recién afilada en la otra. Podrías apostar a que lee. Si le preguntás seguro que te dice que no, que escribe. Sólo en estado permanente de escritura, suele decir, sucede... Y la verdad es que, al menos de vez en cuando, es cierto, escribe. Traza con velocísima grafía en los márgenes del libro de turno, aplicando el ramillete de dedos gruesos sobre el lapicito de cinco centímetros, un garabato ininteligible y mínimo. Miope como es, nadie le cree que sea cierto, que ese electroencefalograma de ameba no sea más que eso, un tester del ocio. Pero si le pedís, con una voz que parece más bien salir del libro y no de su boca, te lee. Agarre el libro que agarre –gordo traficante de anticuarios–, no te gastés pidiéndole otra cosa, con ese acento de contrabandista, lo que te va a leer es siempre lo mismo. No protestes, te ladra, la voz siempre viniendo de otra parte, en sincro exacta con su propia boca, un eructo al ras de las piedras de la vereda, su voz de bajo te llega ahora desde algún bulto a la izquierda, cerca de las cajas de saldos (el Gordo locuta desde donde se le da la gana, es un ventrílocuo de novela): A cada lector le es dado escribir mientras lee, te lee. Sí. Esto también creo ya habértelo contado. No te quejes. Es igual. Igual me atajo para la próxima: preferiría que no me corrigieras los errores de sintaxis y ortografía. Lo que tratás de enseñarme yo ya no lo aprendí. Por lo demás, no comparto en general tu visión de la cosa. Es cierto lo que decís de los espectros, no somos sino espectros, pero el mío le huye a toda interpretación y sobretodo a las interpretaciones bienintencionadas de los amigos.
No te alarmes. Estoy bien así. El problema es, como siempre, afuera.
Amparo está mucho mejor. Igual no creo que sea una buena idea que vengas para navidad. El único contacto que soporto es la bombilla del mate. Además no sé si vamos a estar. La Vasca intenta por centésima vez llevarme a Bilbao.



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