Después del viaje a Cracovia –el único viaje que hicieron los tres juntos– el Gato ya se estaba mudando de nuevo.
El viaje fue una fiesta de reconciliaciones. Una escapada de tres días en el auto de Astrid. Festejo, brindis, besos, promesas a dos bandas.
Algo de la brujería casera, del vudú blanco de hada buena de Bea había detrás de todo aquello. De golpe eran un matrimonio feliz, los tres, aspirando ser una familia feliz, los cuatro.
Al volver a Berlín la ilusión se sostuvo un tiempo.
Mal que le pesara al Gato, la Rusa estaba radiante. También en la cama la cosa mejoraba notablemente.
A veces, cuando lograba no pensar, no mirar atrás o adelante, sólo surfear la ola del presente, disfrutaba de aquella extraña, deforme armonía: el pequeño cuerpo feliz de Bea sumergido en el deleite; la ríspida sensualidad de Astrid.
En los intervalos le dolía. Bea gozaba mil veces más que cuando estaba con él, a solas, al menos así le parecía. Se abandonaba entonces a esos ronroneos de autocompasión que le conozco tanto.
El orden de aquellos días se nos confunde. Pero fue nomás volver de Cracovia y mudarse a lo de Astrid.
En los ratos de soledad que todavía le reservaban las mañanas –cuando Bea dormía, Astrid se iba a atender sus boutiques y Miko estaba en la escuela– ansiaba una soledad mayor, completa, echaba de menos la antes repudiada soltería.
Puede que sea un poco estúpido pero es un clásico: comprobaba una vez más, como un astrónomo chapado a la antigua, que la soledad, como la luna, jamás será habitada.
Una rosa roja en una botella amarilla es la postal que tenemos de esos primeros días. Una rosa en una rara botella de ajenjo adornando su nueva mesa de luz, regalo de Astrid: una mesa increíble, de madera de cerezo, austera y bella como un altar japonés. De un tamaño exagerado para mesa de luz, armonizaba perfectamente con el resto del cuarto, con el resto del bulo: todo allí era enorme, caro y minimalista.
Cuando me vino con la noticia yo le dije textualmente: sos un pelotudo, cómo te vas a mudar a lo de la Valquiria. Le dije incluso si no se le había ocurrido pensar... Cagate de risa. Pensar, justo el Gato.
Tampoco tengo muchas opciones, me dijo. Sostener el alquiler del altillo se le estaba poniendo cuesta arriba. Además era al pedo, si igual ahí no paraba nunca.
La casa de Astrid era luminosa y confortable. Tenía la ventaja de estar a pocas cuadras de lo de Bea y a metros de la estación Rosa Luxemburgo. Una especie de box-window a todo lo ancho del depto convertía el living en una suerte de loft-jardín-de-invierno. El escenario perfecto para esa rara junta, ese triunvirato, un teatro que fluía en acciones desmesuradas, a contramano de la quietud que iba ensombreciendo a la ciudad, la quietud que proponía aquel invierno del orto, precoz en su crudeza, que venía anunciándose desde mediados de octubre e iba a extender su tiranía hasta bien entrada la primavera.
Un guionista gagá, un demiurgo enfermo o escabiado, pero de una ternura inefable, garabateaba las escenas y ellos ensayaban sus disparatadas ocurrencias como les iba saliendo.
La onda impecable que nació en Cracovia rigió las primeras semanas. El Gato no conseguía explicarse cómo se había producido el cambio. Incluso con Miko, con quien la cosa parecía hasta entonces no tener vuelta –apenas si se habían ido acostumbrando a soportarse por el común amor a Bea–, empezaba a fluir una corriente fraterna que en pocos días se convirtió en sólido cariño.
Por aquellos días oí varias veces al Gato celebrar la sorpresa de ser una especie de padrastro gamba del pibe, de ver asomar y de dejar crecer una nueva forma de amor para él desconocida hasta entonces.
»Bea, la bruja que hay en Bea, estuvo trabajando, trabajándonos, sin que nos diéramos cuenta«, me decía el iluso y yo me le cagaba de risa. Ma´que bruja ni bruja, a la Rusa lo que le pasa es que le chifla el orto, Gato...
Si alguien se tomara el trabajo de revisar la hojarasca de esos días no encontraría precisamente muñequitos o fotos pinchadas. Daría sí con rastros más inasibles.
Bea estaba muy loca pero tenía una polenta que echaba chispas, una fuerza pura emitida desde un punto pasivo de observación, desde una completa calma; una fuerza irrefutable que desmantelaba cualquier mecanismo “felino” de boicot, una fuerza que era como la más alta forma de la fe y cuya fuente parecía estar en su mirada doble.
Cada vez que el Gato dudaba –y fueron muchas– y se preguntaba qué carajo hacía en medio de todo aquello, le bastaba mirase en esos ojos bálticos de lobo y de conejo para responderse que no, que no estaba en medio de nada, que nadie más que ella era el medio, el centro. Ellos eran “los otros”, cada uno de ellos, a solas, no eran más que satélites acompañando la impredecible órbita de Bea.
Una gira con La Diáspora nos llevó a Berna y en la frontera suiza al Gato lo abrocharon.
Estaba ilegal desde hacía casi cuatro años pero tenía la suerte de poseer un pasaporte sin mácula (algún funcionario distraído había olvidado sellárselo y eso lo colocaba en un estado de perfecta coartada).
Cuando los buchones de Basilea se lo sellaron empezó una cuenta regresiva a la que su paranoia le dio más importancia de la debida: los últimos días de sus primeros noventa de legalidad.
Se había convencido de que si no inventaba algo pronto lo iban a deportar. Preñada de suspicacias, su paranoia salpicaba para todos lados. Todos los que lo rodeábamos estábamos, de golpe, excesivamente preocupados por el Gato y su situación.
Un mediodía nublado de domingo en el living: desayunaban lenta, morosamente. Estaban todos, los cuatro, pegados al ventanal, como sorbiendo las mezquinas migajas de luz –el box-window te daba la sensación de estar suspendido sobre la Schönhauser Alle–. Detrás del bunker de la Volksbühne asomaba la grandiosa garompa metálica de la Alexanderplatz.
El Gato estaba de pésimo humor e hizo un comentario de lo más pelotudo:
–Da la sensación de que somos demasiados.
Inmediatamente se supo mal interpretado pero no le dio ganas de explicarse.
La cosa es que, desde hacía unos cuantos días, siete maniquíes emigrados de la elegante boutique de Astrid se habían mudado también a la casa. Jugaban a cambiarlos de ubicación y de aspecto. Había lugar de sobra, no jodían para nada, pero aquel mediodía irascible tuvo la sensación de que eran demasiados y lo dijo.
El comentario, malinterpretado gracias a la acritud de su gesto, quedó flotando, espesando el aire. Recién cuando Miko lo miró como desaprobándolo, dejó escapar una aclaración lacónica en contra de los putos maniquíes.
Al rato discutían si llevarlos al Mercado de Pulgas y venderlos o ponerlos de patitas en la calle.
Puras macanas. En el fondo al Gato “las chicas” le resultaban encantadoras. Miko y él se pasaban horas jugando con ellas. Además ¿cuánto podrían darles? Pero tenía uno de esos días y siguió hablando al pedo. Argumentó que un billete no le vendría mal, que había poco laburo con la orquesta. La charla se le iba de las manos y cada palabra, suya o ajena, no hacía más que aumentar el malentendido y atizar su pésimo humor y la mala honda general.
El gran ventanal terminaba en un pequeño balcón a la calle. Salió a fumarse un caño. Le llegaban, en stereo, el leve chirrido de los autos sobre la nieve de la avenida y la conversación de las mujeres, adentro.
La voz deportiva, casi varonil de Astrid, como la voz de un adolescente de clase alta pero con frenos, requiebres y derrapes absolutamente femeninos:
–No necesitamos dinero.
Y luego la cuerda élfica de Bea:
–Gato sí... Gato sí que lo necesita.
Asomó un poco la cabeza para verla mejor: recién se daba cuenta de que Bea lo llamaba así. Es decir, todo el mundo lo llama así, de toda la vida. Pero por un capricho o por una razón que no viene al caso, sobretodo porque la desconocemos, desde el comienzo de su relación le había pedido a Bea que lo llamara por su nombre de pila. Recién ahora caía en que Bea lo nombraba así, Gato, en su ausencia.
Empezó a preguntarse porqué sumergida razón había preferido que su apodo zoológico de toda la vida pasara a nombrar su ausencia, porqué había dispuesto que la persona que más amaba en este planeta lo nombrara con un nombre absolutamente extraño incluso para él, el nombre que habían escrito sus padres en un papel oficial para el inmediato olvido.
Apoyado en la baranda del balcón, seguramente cagado de frío, seguramente estimulado por el porro, se me hace que siguió rumiando, valuando y devaluando nombre y sobrenombre.
La palabra Gato, sin el artículo –advertía en aquel momento–, sonaba de pronto especialmente extraña en alemán. Con una A demasiado larga y una O demasiado corta y seca, algo así como GAATHo. Y Gato, o GAATHo, es una palabra que no significa nada en tedesco, ni nombre ni sobrenombre. Si dijeran Kater o, Der Kater, hubiera sido, claro, otra cosa. Quizá todo el diálogo hubiera perdido sentido, o ganado uno muy otro.
En medio del repentino silencio de la avenida escuchó:
–Gato tiene que hacer algo con sus papeles.
Luego la juvenil y wagneriana garganta de Astrid:
–Hay dinero suficiente, también para él, si quiere quedarse.
Si quiere quedarse. Ambas voces le llegaban de golpe tan nítidas que miró hacia el balcón y comprendió que acababa de cerrarlo, que estaba, otra vez, adentro. Si quiere quedarse.
Las dos mujeres lo estaban mirando. No sabemos porqué pero sabemos que sintió vergüenza.
Desvió la mirada hacia el fondo del salón. Se detuvo en el retrato-instalación «Las Señoritas de Monbijou» que habían montado con el pibe la noche anterior: un grupo feliz de chicas de poliéster blanco laqueado.
Se detuvo, sobretodo, en una que le simpatizaba especialmente, la que Miko había vestido con una peluquita adamascada de pelo corto y bautizado «Urknall» (Miko vivía entonces un romance obsesivo con el tema Big Bang-Génesis). Urknall estaba vestida con una chaqueta tirolesa de terciopelo negro con ribetes rojos y verdes. Le quedaba preciosa. Sentada sobre un baulito de mimbre, la mínima pollera de seda roja le permitía ver sus piernas demasiado flacas.
El asunto es que Urknall también lo estaba miraba fijo. En la franja de sombra que proyectaba su chaqueta abierta entrevió sus pechos artificiosamente puntiagudos. El Gato no pudo sostenerle la mirada. Estaba al palo.
7 de abril de 2007
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