Si Morán oyera otra cosa que voces apagadas.
Si Morán oyera otra cosa que el susurro crepitante de los pasos de los viandantes apurados –de los suyos lentos, entumecidos– sobre la nieve nueva, yendo y viniendo por la plaza que antecede a la Universidad Humboldt y la presenta morosamente sobre la avenida Unter den Linden.
Si Morán oyera el chirrido del tramway; el grito de grajas y cornejas; el monólogo o el diálogo monocorde de los monumentos.
Si Morán, si cualquier personaje de sainete, digamos, soñado o preexistente, oyera otra cosa que lo que casi todas las orejas ateridas o cubiertas de lana o pieles reconocen oir a estas horas de la tarde cuando la mayoría ya lleva tras de sí un largo día de yugo, cuando la poca luz declina hacia la noche y las lámparas gaseosas de la avenida desnudan aún más los negros esqueletos de los tilos.
Si Morán oyera.
O será que Morán, que lleva atada una bufanda sobre la cabeza precisamente con la intención de protegerse las orejas del frío, no escucha otra cosa que sus propios monólogos interiores que nosotros –dios nos guarde- no vamos a reproducir.
Morán, sordo a casi todo, inclinado ahora contra la base de una de las estatuas erigidas a la memoria de los hermanos Humboldt, hace una pausa en su tarea de repartir panfletos anarcosindicalistas. Levanta una pierna y la deja flexionada a la altura de la rodilla, la suela del zapato pegada al muro.
Arma con pericia un cigarrillo. Lo enciende.
Desde el monumento Alejandro von Humboldt no lo ve. Mira hacia la Unter den Linden. Tiene una vista privilegiada de la avenida que íntimamente agradece y disfruta. No sabría decir porqué le gusta tanto esa calle tan diferente y a la vez tan parecida a la que él transitara en sus años mozos.
En los primeros tiempos del emplazamiento de ambas estatuas, y ante las quejas de su hermano, pensaba que hubiera preferido otro lugar para el homenaje, bajo otros árboles, en un bosque frente a un lago o frente al mar… al menos frente al Spree. En todo caso una eternidad con vista a la madre de todas las cosas.
No tardó en comprender que de alguna manera la calle bajo los tilos es también un río. Cauce de devenir, gárgola de transcurso, narración en perpetuo presente.
Ahora mismo piensa en Psamenito, aquel rey de los egipcios derrotado por Cambises. Y como una cosa trae la otra, Psamenito le trae a Herodoto.
Pero entonces siente sobre su cabeza y sus hombros, como cada día, cagar a las palomas. Y al ver aterrizar muy cerca una corneja trata de acordarse del nombre vulgar de la Limosa lapponica baueri, el pájaro que realiza los vuelos migratorios ininterrumpidos más largos.
Recuerda en voz alta que él mismo descubrió y estudió la subespecie y una vez llegó a observar un ejemplar de las »colipintas« que alcanzó a sumar 11.500 kilómetros volando sin parar entre Alaska y Nueva Zelanda.
Su memoria caprichosa e invicta le muestra una de las tapas del Libro de la Historia. Herodoto fue el primero en hablar de Psamenito, el primero de una serie reducida de queridos e inefables maestros. Según Herodoto Cambises se propuso humillar al egipcio: dio orden de colocar a Psamenito en la calle por donde debía pasar la marcha triunfal de los persas. Además dispuso que el prisionero viera a su hija pasar como criada, con el cántaro, camino de la fuente. Mientras todos los egipcios se dolían y lamentaban ante tal espectáculo, Psamenito se mantuvo aislado, callado e inmóvil, los ojos dirigidos al suelo.
En esto nunca van a ponerse de acuerdo con Guillermo. Uno mantiene la vista al río, al río que es otro y es el mismo. El otro mira las páginas pétreas de una enciclopedia.
De hecho, trescientos años después, Berlín ya es una ciudad encapsulada, un shopping burocrático tan parecido a tantos otros centros de Europa que hay que bucear en sus reliquias, desenterrar sus hitos de postal para reconocerla.
Sin embargo ahí siguen los dos, sentados a pocos metros de distancia, el uno meditando con un libro enorme sobre las piernas, el otro contemplando muy serio peces, aves, paseantes.
Le viene a la memoria un largo pico y se acuerda: ¡Aguja!, pájaro aguja le llamaban en Alaska. A diferencia de otras aves migratorias, que se detienen para comer y descansar durante sus largos viajes, la aguja no deja de volar hasta que llega a su destino.
A un par de metros más allá Guillermo von Humboldt, algo díscolo, acaso sin resignarse del todo a la piedra, guarda en cambio hacia la gran avenida una especie de acritud rencorosa, de desprecio. En todo caso una actitud más crítica. Suele pensar que fue la nociva influencia de los Hugonotes sumada a la guapeza advenediza de Napoleón lo que la trazó tan voluble, tan tilinga, en fin, tan afrancesada (aunque en el fondo sospeche que no es cierto, que es apenas el eco de un mal recuerdo, de una esquina demasiado cercana y su malsana sombra lo que le agria el panorama). Sin tratar de disimular su mal genio en este mismo momento le recuerda a su hermano que Psamenito tampoco se inmutó al ver pasar a su hijo con el desfile que lo llevaba a su ejecución. Recién cuando reconoció entre los prisioneros a uno de sus criados, un hombre viejo y empobrecido que apenas conocía, sólo entonces comenzó a golpearse la cabeza con los puños y a mostrar todos los signos de la más profunda pena.
Pero Alejandro lo interrumpe: nos llevó años (entonces no teníamos satélites sino tan sólo nuestros lápices afilados y un par de buenos cristales ópticos). Juntos hicimos ese arduo trabajo de medir el vuelo migratotorio de la Limosa lapponica. Vos la dibujaste me acuerdo en tu cuaderno. Yo registré su primer récord de camino al norte, cuando voló sin escalas 10.200 kilómetros hasta Yalu Jiang, en China. Después se desplazó otros 5.000 kilómetros hasta Alaska, que es el lugar que estas aves eligen para ir a reproducirse.
La historia, las historias, éstas o cualesquiera, permiten recapitular sobre la condición de la verdadera narración. La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse.
En cambio la narración no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo.
Mirá que bonita se la ve iluminada!
La verdad es que Guille von Humboldt no soporta esta callecita ampulosa y decadente. Alex la ama. No se aburre de junar el paisaje. El hormigueante homenaje de sus hijos y nietos. Su mirada (siempre tuvo muy buena vista) barre como una lenta bola de gozo voyerista desde la Opera, enfrente, pasando por incontables edificios hasta hacer streik en las recias columnas de la Puerta de Brandemburgo.
Hermano: esta es la calle de Psamenito, la vía de César y la ruta de la seda. El río completamente otro es siempre el mismo. El pájaro voló durante siete días sin interrupciones hasta recorrer los 11.500 kilómetros que separan las dos regiones, situadas en diferentes hemisferios.
Aunque a pesar de los esfuerzos realizados –la valiosa colaboración de las autoridades civiles y militares- hacia finales del siglo XXIII sin ir más lejos, no fue posible encontrar un solo descendiente de los personajes, centrales o secundarios, de nuestro Sainete.
Sólo los monumentos están en pie.
Y es así que Montaigne, que nunca camino por estas calles, volvió a la historia del rey egipcio, preguntándose: ¿Por qué sólo comienza a lamentarse al divisar al criado? Y el mismo Montaigne responde: «Porque estando tan saturado de pena, sólo requería el más mínimo agregado, para derribar las presas que la contenía.»
Eso según Montaigne. Pero asimismo podría decirse: «No es el destino de los personajes de la realeza lo que conmueve al rey, por ser el suyo propio».
0 bien: «Mucho de lo que nos conmueve en el escenario no nos conmueve en la vida; para el rey este criado no es más que un actor.»
0 aún: «El gran dolor se acumula y sólo irrumpe al relajarnos. La visión de ese criado significó la relajación.»
Herodoto no explica nada, piensa Alex y se le dibuja una leve sonrisa cuando llega la primavera y los tilos retoñan otra vez.
Se dice a sí mismo “todo permanece explotando en su caótico fluir” y un grato cosquilleo le sube hasta la nuca calcárea.
Hasta los cambios de las modas, cada una de las novedades que aportan los transeúntes o esos carruajes que prescinden de la tracción a sangre: apenas impulsados por el prometeico hálito del talento humano, ¡esas berlinas de coloridos y pulidos lomos con sus maravillosas tosesitas humeantes.
Guille, en cambio, echa de menos el trote herrado de los caballos, observarlos pasar con los ojos cerrados.
Alejandro insiste (Guillermo, olfateando el humo del cigarro de Morán, ya no lo oye): ya de por sí nos sorprendió muchísimo cuando voló 10.200 kilómetros hasta China pero el hecho de que pudiera volar 11.500 kilómetros sin parar fue algo que 200 años atrás hubiera sido impensable. Entonces creíamos que un vuelo de 6.000 kilómetros era extremadamente largo.
En ese mismo momento, a sus pies, Morán, tan sordo como siempre, silbando “El Ciruja”, reparte volantes libertarios a la muchachada que entra, sale, pasa o simplemente espera por allí, por los jardines blancos de la Humboldt Universität.
De golpe el tiempo pasa.
Se va haciendo tarde.
Son pocos los estudiantes que se demoran todavía.
Como si esperara algo o a alguien Morán sigue ahí, casi confundido con la nieve. Dejemoslo por ahora.
Es tardísimo.
En fin, ojalá estemos aún en condiciones de provocar sorpresa y reflexión.
Ojalá este Sainete se asemeje a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días.
(Nuestro agradecimiento, entre otros, a Walter Benjamin y a ELPAIS.com edición del 12/09/2007)
12 de septiembre de 2007
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