10 de mayo de 2007

MURREN

Hace dos semanas que estoy en Beirut. Tunez no daba para más. Después que se fue Odilie, la Punicque, o lo que quedó del grupo, me largó en banda. Las excavaciones se cortaron enseguida y el resto del laburo, me hicieron ver, no era para mí.
Los contactos eran todos de ella, arqueólogos y antropólogos franceses amigos de ella y eso se hizo notar ni bien se la llevaron.
La guita entró a escasear mal, me endeudé con gente irascible, en fin, ahora estoy acá, libando en el Líbano, en casa de unos colegas, acompañando a una amiga que trabaja para una ONG.
Los últimos meses fueron un infierno. Odilie fue piroscafiando aceleradamente.
Ya sé que nunca fue muy normal. Parecía siempre a punto de romperse.
Y se rompió. Por ahí no soportó la presión. No sé ni lo voy a saber nunca.
Cada día las cosas dependían más de ella. No tenía treinta años y ya era toda una autoridad mondiel en necrópolis fenicio cartaginesas.
Empezó con alucinaciones auditivas (como diría el Tano: oía visiones). Entro a patinar mal con que oía voces, monólogos, conversaciones. Coros a veces. Murmullos siempre. Las escuchaba por todos lados, al principio no era tan grave pero de a poco fue más y más seguido e intenso.
Estábamos en un hotel bastante céntrico, ruidoso, en la Habib Bourguiba, cerca de la Place de Droits de l´Homme. Odilie alucinaba que oía determinadas voces detrás del tremendo batifondo del barrio, voces que después había que salir a rastrear –como si siguiéramos cavando pero en el aire– hasta que, tras largo olfatear sonidos imaginarios, le encontraba origen por ejemplo en una mezquita, o en el murmullo de una feria callejera a mil cuadras, o en un determinado viento –aseguraba que era la voz de Bóreas–soplando entre palmeras a diez kilómetros.
Y el tipo, un servidor, llevado de la oreja por su oreja flipada, de acá para allá, siguiendo a la francesa en busca de un sonido que le taponara por un rato el chifle.
El rato, es decir, la pausa, fue siendo cada vez menor porque Odilie iba minándose hasta el sueño. Hasta que un día pidió pista, no ella que nunca pidió nada, sino la situación.
Avisé a su familia.
Cuestión que después de haberme internado durante casi un año en su museo imaginario de audio a la intemperie, la internaron a ella (apareció el hermano de Lyón y se la llevó a casa).
Los últimos días que pasé en Tunez fueron míseros. Tratando desesperadamente de encontrar un mango una noche me di una vuelta por el cabaret La Nuit Rouge de la Mohamed V y vi a un tal Giscard et Totô (un ventrílocuo medio trolo con un muñeco trolísimo) y por una lógica asociación de ideas me acordé de Heiko.
Me acordé de la última vez que nos vimos, hace ya años, de casualidad, en Bizerte. Él estaba de vacaciones y nosotros bajo tierra, como siempre, cavando. Le presenté a Odilie.
Nos vimos un par de veces. Una noche cenamos los tres en el puerto, y en un momento que Odilie se había ido al viorsi le pedí al Gordo que a su regreso le hiciera uno de sus números, le mostrara -sin aviso previo- su talento como ventrílocuo.
Aunque te parezca mentira no funcionó, Odilie ni se tocó, no escuchó ninguna de las voces que el Gordo Heiko sembraba a su alrededor, como si ese murmullo »real« no tuviera para ella sustancia.
Cada cual con sus locuras, ya se sabe. Lo que llama a veces la atención no es la incompatibilidad sino la comprobación de que el puente entre cada uno de nuestros rayes es de indiferencia.
Según lo veo ahora Heiko tenía una locura opuesta y complementaria a la de Odilie. Era una usina de »visiones«, de alucinaciones sonoras.
La técnica de Heiko era impecable. Apenas se le notaba –y sólo quien lo observara con mucha atención– un leve movimiento de labios.
Pero lo verdaderamente impresionante es que el sonido no salía de él, quiero decir, salía del cuerpo del muñeco, no era un truco, andá a saber cómo lo hacía.
No tenía mucho repertorio, es decir, no era un buen imitador. En realidad, a pesar de que creía tener varios personajes, lo que se oía era siempre la misma voz.
Una voz muy baja, mucho más baja que la voz verdadera del Gordo, pero que sonaba totalmente normal, neutra por así decirlo, no caricaturizada.
Lo más inquietante era que sonaba cerca, a uno o dos metros, como si el Gordo tuviera parlantitos satélites locutando desde donde a él se le cantase.
A veces practicaba sin muñeco y sin anestesia y te hacía pegar unos cagazos soberanos.
Ponele que estabas a solas con él en su negocio, el Murr –nunca vi a nadie entrar a ese antro- y de repente escuchabas a un tercero, que te hablaba de atrás o desde un costado… te hacía pegar cada salto.
Las jodas del Gordo eran muy boludas, inocentes, pero un tanto pesadas a veces. Un día en el subte una mina sentada enfrente nuestro me pegó un cachetazo que todavía me duele.
O aquella vez en el Olympiastadion, cuando hizo calentar a un par de tipos que casi se matan. El Gordo es fanático del Herta y ese domingo lo acompañé, un partido aburridísimo condenado al cero a cero desde el vamos.
De golpe los tipos que estaban delante nuestro se entraron a provocar. Al rato se iban a las manos, la gente tratando de separarlos, Heiko incluido.
Te juro que no me toqué hasta llegado un momento que lo cacé al Gordo locutando por ellos.
No, el Gordo Heiko hacía sus jodas para él, no las compartía, no te avisaba.
Imaginate. Ves a dos chabones delante que de a poquito se entran a delirar... uno que sin comerla ni beberla escucha un comentario agreta de parte del otro, ¿qué dijiste vos, forro?, ¿pero qué te pasa? no, yo no dije nada, si me tenés que decir algo decímelo en la cara, y así más o menos pero en alemán. Hasta que lógicamente se embocaron… y el Gordo tratando de separar, muchachos bitte sei vernünftig!
Pero la mejor fue aquella noche en el Rixdorf, capaz que ya te la conté.
Estábamos el Tano, Heiko y yo en una mesa del fondo, al borde de la pista.
Era una noche medio rara, medio triste. El Tano mismo, que nunca iba a las milongas, era de por sí una rareza amarga, instalado en su silla, sosteniendo con el codo su cara de velorio.
La cosa es que ahí estábamos, sin ganas de sacarle el cuero a nadie ni viruta al piso.
A veces pintaba un comentario desganado, levemente irónico o malicioso sobre alguno de los bailarines. Por H o por B ninguno de los tres bailaba esa noche.
Heiko y yo, antes de entrar, nos habíamos hecho un faso tamaño baño que nos tenía chinos y atornillados a las sillas. Heiko se levantaba de vez en cuando para traer más vino.
En una de esas idas y venidas de la mesa a la barra, de la barra al viorsi, el Gordo vuelve con un chabón de negro tragedia, muy elegante. Cruzamos saludos.
El tipo, a pesar de su pinta de sudaca, era alemán. Nos lo presentó entusiasmado dando precisiones acerca de sus talentos, excelente bailarín, decía el Gordo, un profesional que bla-bla-bla, ilustró en alemán mientras yo le traducía al Tano de P a PA y el Tano, que apenas si nos daba cinco de pelota, miraba para otra parte.
La cuestión es que invitamos al tipo a sentarse a la mesa. Cruzamos un par de frases. Pero la verdad es que no le dimos mucha bola hasta que al rato una mina lo vino a sacar a bailar.
Ahí fue que lo vimos al tipo pelar groso. Una elegancia, una postura, una lentitud y una velocidad perfectamente bien complementadas e igualmente graves, bien a tierra… Las piernas hachando el aire con guapeza y dulzura… la punta de los pies como zahoríes de maravillas en transito constante. Pura poesía.
Nos quedamos mirándolo admirados hasta que se perdió en un bosque de gambas, gambetas y figuras. Al rato lo vimos reaparecer por retaguardia, sobreviviente de los ataques de los bajos espíritus de la envidia, bordeando el abismo de las mesas, bordando giros imposibles, llevando en el pecho una estampilla que no era otra que la rubia que nos lo había arrebatado de la mesa, ahora con los ojos a media asta y la sonrisa extasiada, si parecía que la tenía atada a la punta de los timbos...
Qué te cuento que no bien empiezan los valses el tipo va y regresa a nuestra mesa y se sienta.
El Gordo le sirve un vaso de nuestra botella. El quía que le agradece con un gesto pero al vino ni lo toca.
Lindo pibe. Ni muy alto ni muy bajo, morocho, meridional o levantino. Llamaba la atención su porte, su sombría belleza, la euritmia de sus miembros. Parecía un pituco disfrazado de guapo. O bien exactamente lo contrario.
Resulta que nos pusimos a charlar. Lo de siempre. Ponele que me dice que ya nos habíamos visto antes en no se qué festival, que le gustaba mi manera de interpretar –yo todavía cantaba en La Diáspora. Entonces en plan de devolver piropos me puse a alabarlo a él, que su calidad como bailarín, que su gracia sutil, que su elegancia que pin que pan. Le doré la píldora vuelta y vuelta. El tipo muy amable, muy correcto.
Fue cuando me puse a hablar sobre la afectación, me acuerdo, le pregunté que cómo hacía para evitar la usual afectación de todo bailarín, sobretodo cuando se ejecutan, como era su caso, complicadas figuras. Le dije que al verlo bailar resultaban sencillos los pasos más sofisticados…
–ES sencillo… –retrucó acomodándose el jopo, sin arrogancia.
–Soy un muñeco.
Lo dijo con una mirífica sonrisa carente de ironía.
Ich bin eine Puppe. Ese es todo el secreto.
Me cayó como si me hubiera volteado el vino encima. Me lo quedé mirando, como quien ve llover mientras está nevando, como esperando una explicación a tamaña enormidad y a la vez esperando una aclaración a la… como llamarla: ¿metáfora? ¿Parábola del baile?
Busqué con la mirada a mis amigos. El Tano, debido a su profundo desconocimiento del idioma, no contaba como testigo. Heiko parecía perdido en la contemplación de una pelirroja de pelito muy cortito colgada del cuello de un percherón rubio.
»La primera ventaja de ser un muñeco –prosiguió el morocho– es casualmente la ausencia de afectación, ya que la afectación aparece cuando el alma se coloca en algún otro punto, en cualquier punto que no sea el centro de gravedad del movimiento.
»En mi caso mis miembros son sólo plomadas, meros péndulos muertos que juegan a obedecer la ley de gravedad. Pura y santa apariencia. Es decir, lo mío es mera ingravidez.
»Apenas si necesito del piso para rozarlo y luego relanzar el ímpetu de los movimientos por medio del obstáculo momentáneo.
»Ésta fricción continua con lo momentáneo me abre paso, digamos, a la pista de la eternidad...«
La sorpresa que había despertado sus primeras palabras ya se convertía en malestar, en vértigo. Me acuerdo que lo seguí mirando como hipnotizado.
»La segunda ventaja es la ausencia de conciencia –agregó mirando la brasa de su cigarrillo de utilería– habrás observado cuántos desordenes y trastornos causa la conciencia en la gracia natural del hombre...«
Mientras hablaba me puse a observar su rostro, el acabado mate de su piel, la mano que sostenía un cigarrillo sin pitar, la ausencia casi total de gesto, la repetición rítmica de un breve, de un mínimo código de expresividad… Todo él como torneado en abeto, pulido y lenificado con cera virgen, el blanco de los ojos como pintado al óleo y ese rubor que ni de albayalde; apenas visibles, las rajas paralelas que sostenían las comisuras de la boca…
Me puse muy nervioso. Miré a mi alrededor. El Tano se había quedado dormido y Heiko leía muy concentrado un pequeño libro que parecía ocultar bajo el mantel, la boca medio torcida en un casi imperceptible movimiento de labios.
Recién ahí caí.
Me quedé unos segundos cavilando y puteándolo por lo bajo.
Luego, ante el largo silencio que flotaba sobre la mesa, me volví hacia el bailarín.
La silla estaba vacía. No había ni tocado el vaso de vino. El cigarrillo, ahora apoyado en el cenicero, seguía humeante y sin consumir.
Actor, Golem o pelele, jamás lo volví a ver.
El Gordo, que jamás muestra su juego, lo negó todo siempre.
Sólo una noche, meses después, también en el Rixdorf, me pareció verlo pasar en medio del inquieto bosque de cuerpos y piernas entrelazados. Pero no estoy seguro.

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