24 de octubre de 2007

VORTRAGSKÜNSTLER

Embutido en su armadura como en un traje de buzo ninja Eliseo salió del estado gaseoso en que se hallaba y calibró el cardumen de sus miembros tragando saliva y espuma.
La feria de Riga se extiende sobre la vera mar casi hasta el faro. Los jóvenes de ambos sexos vienen aquí a ofrecer sus encantos así como los veteranos a vender sus medallas de guerra. Los puestos de comida alternan con los kioscos de armamento, literas con adivinos y pitonisas, kurdos vendedores de alfombras, molinos surtidores de jugo de caña y sandalias herméticas.
No había un contrato escrito pero se suponía que Eliseo debía quedarse quieto como un maniquí, como el estuche de un arma futura, cantando desde adentro del casco una canción de pocos versos que describía la longevidad del producto en oferta: una armadura milenaria de carey, una armadura de esas para cazar monstruos marinos.
Pero avanzada la mañana lo tórrido del día precipitó las cosas.
El arpón lanceolado se empezó a derretir, la viga maestra del conjunto ya era un chorro de soda y el peso del sudor licuado con el arma blanca torció los ejes de rotación del disfraz y evacuó por las botas.
Primero fueron sólo unos pasos cortos como de quien pierde el equilibrio y se acomoda, dos o tres espásticos milímetros a la redonda.
Después comenzó una marcha sostenida, más y más acelerada, casi tan lujosa como elegante.
Eliseo comprendió entonces que toda esa cáscara que hacía días que llevaba puesta encima emitía de pronto su propio vacío lumínico, ya no lo necesitaba.
Todas las partes del ensamblaje, como animadas unas por otras, autogestionadas y apoyadas cada una en el mismo molde secreto, deslizábanse por la quintaesencia del camino, en el mero lecho del viaje.
Aprovechando los vaivenes de la marcha Eliseo logró salir fluyendo por las grietas y la armadura, fantoche puro entonces, cuyas partes llevaban ya milenios juntas, siguió sola en comparsa de miembros, con el auspicio de la brisa marina, hacia las dunas, hacia la zona del desierto, tortugas decapitadas pero doctas en revoluciones, tartamudeo de vibráfono, lluvia inversa vacía y a tempo.
Eliseo quedó desparramado en una zanja y hubiera allí tal vez permanecido si no lo recogía una de esas chicas que cambian sexo por corales, una morena que lo reconoció aún derramado –o que lo confundió con una estampita sumergida–, flotando en la marea de la alcantarilla como un archipiélago.
Una morena de Claromecó que lamentablemente no podremos describir hasta que Eliseo mismo no la vea. Porque fue recién al final que la vio, cuando ella terminó de vertirlo, gota a gota, en un envase de gaseosa.
Una diadema de peces vivos le decoraba la garganta y enmarcaba, por así decirlo, un rostro de una humildad fastuosa.
Como ya recordaba haber visto en otras hijas de la Diosa, Eliseo percibió que el pecho de la virgen no terminaba nunca. De tal modo que los peces, algunos serios y estirados como anguilas, estaban a sus anchas. Combinados con las palpitaciones de sus tetitas almidonadas el escote parecía un acuario de morsas. De hecho ocupaba un espacio mínimo en la tarde en comparación con la profundidad infinita que prometía.
La visión le devolvió sustancia y sombra y lo espabiló por completo.
Y fue así que la suerte ordenó que se mezclaran un instante, que le dieran espacio a ese instante, que lo hicieran durar horas o años, que lo cultivaran todo lo posible, al menos hasta el próximo capítulo.

Ilustración: »Eliseo en Viaje«, Sergio Gobi 2002

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