26 de marzo de 2008

ZANK

Llegado este momento, mitad del cuarto acto, el espectador atento ya sabe que Morán y Jenny son los puntos MJ que forman el lado opuesto al ángulo C (Clara). El lado MJ es una cuerda que alcanza ahora el punto óptimo de tensión. Si el Ángel de la Historia la pulsara escucharíamos un perfecto LA natural.
Ya se sabe que M, si bien podría ser el padre de J, es su amante. De la misma manera que C, quien da perfectamente el fisic du rol de madre de J es, desde hace mucho más tiempo, su novia. Asimismo, en el transcurso del tercer acto, ha quedado bien claro cómo C y M podrían ser perfectamente el papá y la mamá, es decir, una pareja como tantas, pero son más que eso, son hermanos de espíritu.
Digamos resumiendo que Clara, Jenny y Morán constituyen una familia. Una familia libertaria amable, amorosa y amante; una familia de la autogestión y la revolución permanente. Una familia donde cada uno tiene un rol distintivo, primordial e irreductible tal que el producto de la interacción de esos roles es, para cada uno de los miembros del triángulo, proveedor -casi total- de sus necesidades cósmicas.
Como ya se vio en el tercer acto, la cosa se fue dando... Y funciona de puta madre, por lo menos, hasta que Morán muere. Porque, digámoslo de una vez: Morán se nos muere pronto.
A propósito compuse una especie de milongón-chôrinho que habría de llamarse “Al Final se Muere” (lo cual es una verdad de la puta que lo parió) pero, justamente, al final no lo voy a usar.
Es que, las historias... viste cómo es, siempre siguen.
Sólo gracias al abuso de solidaridad con sus personajes las historias terminan casi con –o cerca de– su final. El héroe muere y a lo sumo se dejan ver un par de hilachas que se atan entre sí para que el caso, más o menos, cierre.
A mí me gustaría que el Sainete siguiera después de la muerte de Morán. No por quitarle protagonismo al Héroe sino por quitárselo a la Muerte.
Vamos a ver. Habría que replantear todo.
Por ejemplo, que todo el cuarto acto sucediera entre el primero y el segundo. O mejor, que muriera de entrada y la continuidad de la historia no dependiera ni siquiera del regusto de su paso por la tierra.
El problema es que Morán no es un héroe cualquiera. El Chino Morán es mi viejo... y no sé si me importa mucho lo que pasa después de que él palme.

Volviendo a la escena, Morán y Jenny se van quedando solos en la enorme plaza helada. La nieve afloja. Jenny, como siempre, ríe. Morán está preocupado. Mira hacia arriba. Hacia los costados. Mira hacia atrás. Comprueba que arrastra, como siempre, una estela melanca.
Dice o piensa: Mierda, se nos viene la noche...
Se escuchan los primeros acordes del “Vals de la Gravedad” que Jenny va a cantar y Morán secundará (haciendo una segunda en los estribillos).

cae la nieve
dos por tres llueve
sapos soretes qué más da
caen las acciones
hojas aviones
del suelo nadie va a pasar

caen los velos
chapas y pelos
aquel que se harta de volar
lo más seguro
imperios muros
sólo la gracia ha de flotar

no es tan grave
no es tan grave
a todo cabe esta verdad
no es tan grave
no es tan grave
no es tan grave la gravedad


Para que el cuadro resulte más forexport podrían bailar el instrumental entre las partes. Claro que conseguir cantantes que además de actuar bailen, te la regalo.

cae la noche
la mar en coche
cae quien quiere descansar
bestias, planetas
mandatos, tetas
lo que es mejor, lo que da igual

trampas y sueños
metas y empeños
un superhombre con disfraz
y hasta ese fruto
que embocó a newton
solo la gracia ha de flotar

no es tan grave
no es tan grave
cualquiera sabe la verdad
no es tan grave
no es tan grave
no es tan grave la gravedad


El vals termina y quedan abrazados.
Ahí, cuando las últimas notas hacen mutis por el foso, la parejita inicia un apoteótico franeleo. A lo bestia. Se escuchan besuqueos, refregones, jadeos. Morán la tiene arrinconada contra una columna y le da masa. La piba se le enrosca como una boa. Sus blancas piernas resaltan contra el sobretodo oscuro del galán como tentáculos de mármol.
Podría pensarse que el erotismo desplegado en esta escena viene medio traído de los pelos, que no es más que otro lamentable recurso para vender entradas.
Pero no es así. Es de posta: la gente se quiere.
Además es una pausa, el contraste necesario para preparar lo que se viene después, el siguiente cuadro, que es la interrupción-irrupción violentísima de un patota de la HJ con sus típicos uniformes pardos, sus lustrosas botas negras, sus gamados brazaletes de sangre: diez o doce muchachos entre los que se destacan el hermano y el ex novio de Jenny. Estos deportivos y rubios jóvenes lo cazan a Morán de la negra melena y le arrebatan a la piba.
Mientras tres o cuatro se la llevan –entre gritos, llantos y pataleos– los otros siete se van pasando a nuestro morocho bonaerense a trompadas, rodillazos, patadas.

Coreografía: los golpes se suceden al compás de los acordes de un cuarteto de bandoneones y contrabajo.
La obra es atonal, percusiva y agreta. Doce compases que se repiten en loop hasta el tope, el golpe, la caída final.

Cuando notan que el cuerpo ya ni siquiera puede tenerse en pie, lo sepultan a patadas en la nieve.
El silencio es tremendo.
Los siete dorados gorilas se escapan corriendo hacia distintos puntos de la plaza. La nieve recrudece.
Importante: el plano del escenario se rebate quince grados.
El cuerpo de Morán, tapado por la caspa tenaz del invierno del ‘31/’32, es apenas un bulto blanco en medio de un blanco mar en calma.

El cuarteto de bandoneones inicia el »Requiem para un Anarquista« (que no es más que una versión agiornada del »Requiem para un Monto« que escribí en el ’80).


. . . . . FINAL. . . . .

(Ilustra: »Manifestación« -detalle- Antonio Berni, 1934)

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