12 de septiembre de 2007

NACHTANGRIFF

Después del mercado, sin cambiarse la pilcha ahumada de fritanga, Morán se perdió en la fiesta. El pueblo todo era la fiesta. El epicentro: la cancha del Club Empleados Comercio. Terminada la doma, la gente se apilaba junto al tinglado que hacía de escenario o al quincho que expendía bebidas y choripanes.
La Típica Gancedo de Bahía Blanca, con cantor y todo, alternaba con Los Hermanos Díaz, un trío autóctono –acordeón y guitarras– que hacía rancheras, chamarritas y pasodobles.
Morán bailó y bebió todo la noche. Reencontró una novia en los brazos de quien otrora se perfilara como su mejor amigo, el Tate, que en realidad era, en su recuerdo, el silencioso compañero de banco, desde primero inferior hasta mitad de sexto, cuando Morán dejó la escuela.
Hubo patéticas escenas, inspiradas por las musas mistongas de los vinos berretas: reproches, juramentos de amistad y amor eternos, celos fingidos, envidias solapadas, miradas lascivas de coté.
El grupo se fue agrandando hasta formar un corro molesto, un coro ebrio de ojos extraviados, comisuras espumosas, respiraciones cortas y silbantes, escotes y axilas sudorosas.
Morán los abandonó sorpresivamente –con el viejo truco: ya vengo voy al baño– más o menos a la hora que comprendió que el haber vuelto de la capital después de tanto tiempo, sumado al hecho de irse del país en dos días, le otorgaba una suerte de poder sobre los otros que lo llenaba de desagrado, vergüenza, tristeza.
Caminó sin dirección por el pueblo vacío. En alguna de esas vueltas llegó al arroyo. Sintió una incómoda tensión en el puño izquierdo. Descubrió que sujetaba una botella de vino. Supo que tenía miedo de volver a casa de su madre.
Hacía demasiado calor.
Bebió. El vino estaba tibio.
Hubiera querido componer sus ideas, su torpeza alcohólica, ahuyentar demonios, enfrentar ese miedo estúpido por el que estaba a punto de agenciarse un lugar fresco a la intemperie donde pasar la noche.
Hubiera querido no pensar, o pensar en otra cosa, en cualquier cosa menos en su hermana.
Cerró los ojos.
Pasaron algunos segundos vacíos, tal vez no fueran muchos sino los mismos varias veces, dos o tres instantes escupidos por un vórtice invisible que los absorbía voluptuosamente para luego volverlos a escupir.
Abrió los ojos. Algo volvió a cerrarlos.
Ahora el mundo daba violentos giros. Se preguntó si en esa oscuridad prenatal también su madre debía haberse licuado ¡cuántas veces! en ese mismo paroxismo.
Miró el agua: la corriente parecía aquietarlo todo. Ese icono perfecto del transcurso, de la sucesión, del movimiento perpetuo, transmitía una sensación de quietud tranquilizadora.
De esa contemplación lo distrajo una voz que repetía una frase: “a varios metros bajo el nivel del mar, estamos a varios metros bajo el nivel del mar, a más de quince metros bajo el nivel del mar”. La voz parecía llegar desde la otra orilla.
De golpe la reconoció. Era la suya.
Le dio miedo. Tenía frente a sí esa corriente clara y sin embargo el mundo se le antojaba muerto.
Lo único que tengo frente a mí es la corriente clara, este caudal insomne, da igual llamarlo Océano Atlántico o Arroyo Vayimanca. Estoy como veinte metros más abajo... ¿Cómo voy a hacer para cruzar el charco?
El aire quemaba. Se balanceó. Corrigió su desequilibrio con la ayuda de un árbol. Le pareció que desde muy lejos le llegaba una sensación desagradable. Era un mensaje. Un mensaje táctil que provenía de su mano. La corteza. La corteza del árbol era de tergopor.
De pronto todo le resultó de una torpeza, de una falsedad demasiado evidente. Quiso agacharse, tocar el agua, denunciar la escenografía berreta de todo; comprobar, demostrar en la evidencia del cauce trucho la falsedad del mundo.
Entonces se golpeó la cabeza. Lo que tenía delante no era el río sino la puerta de la casa de su madre.
Porfió con el picaporte. Pensó en la llave bajo la maceta pero le pareció que ya no podría volver a agacharse.
Chorreaba. Tuvo que golpear. Le abrieron.
Estaba recostado ya en el catre, vestido.
El catre no acababa de aterrizar. La alfombra voladora.
–Ni bien claree te hago unos mates y te despierto. El tren sale a las siete...
El silencio de la pequeña casa había puesto en funcionamiento su primitivo mecanismo de ruedas dentadas bajo cuya acción trituradora acababan de caer las palabras de Doña Celina.
La voz de la vieja ciega nacía muda. Parecía sonar en la imaginación del cuarto. La gula del silencio lo devastaba todo desde el límite mismo de su señorío, arrancando de cuajo la más leve respiración, el más leve suspiro, con lo cual, el ambiente se volvió irrespirable.
Doña Celina venció todos y cada uno de los obstáculos. Empezó con un surtido de largos suspiros y cortas quejas en contrapunto. De a poco llegaron las primeras palabras, nombres, fechas. Hasta que por fin inició su habitual monologo de recuerdos, cacareos, consejos. Algunos eran recortes de la misma grabación de siempre, otros acababan de salir, producto mutante de diferentes sucedidos mutilados pegados con el moco eficiente del delirio.
–Las cosas siempre estuvieron más o menos así, o pior, no te vas a creer. Ya no me acuerdo bien... Y que conste que a mi me criaron en los ranchos. Pero mi gente era de a desierto. Por eso el finado tu padre que en paz descanse cuando quería hacerse el malo o para jatarse jetoneando con los del clú me llamaba Vatiuca. Decía q´era una cautiva al revés, al verre decía, eso decía... Una vieja Vatiuca, decía.
Morán no escuchaba. Tampoco dormía. Tieso como un paquete de pastillas Renomé. No podía cerrar los ojos sin que el estómago se le trepara a la cabeza y los intestinos se le mezclaran al triperío del cráneo.
–La finada tu abuela esa sí que era bruja, buena era, si vieras como quería enseñarme de chiquita. Pero yo ya de chiquita nomás ya no veía y se me fue el tiempo, se me pasó el tiempo aprendiendo a mirar con las manos. Reconocer los yuyos buenos, curar el empacho, eso sí, el mal de ojo y la verruga... De ahí no pasé. En el fondo le perdí la creencia cuando quedó bien claro que no me iba a poder curar lo de los ojos.
Olvidado completamente del chapuzón en el arroyo, sentía que su excesivo sudor era la despedida definitiva de millones de partículas imprescindibles sin las cuales sería inútil seguir viviendo. Podía sentir y seguir el derrotero de cada uno de los múltiples recorridos de ese desagote final vagando por su cuerpo.
En qué momento ese sudor se convirtió en cosquillas y las cosquillas en caricias no lo supo.
Con virtuosa lentitud de caracol y dedos de libélula del cine mudo –un manoseo torpe, tímido, tembloroso, más tarde firme e implorante–, Laurita lo fue amasando y desnudando como si lo deshojara.
Amarrándose firmemente de su pija, como si asegurara de un lanzazo a tierra el equilibrio cósmico o la llave pringosa de la máquina del silencio, montó la alfombra voladora.
Mientras tanto la voz de la madre siguió poblando el cuarto de fantasmas y olores de extintos pucheros: habló de un hijo perdido al nacer, de un marido perdido al morir, de un overo rosado de largas patas de ñandú...
–Lo único que tuvimos y que al final ni tuvimos... si hasta me parece estar oyéndolo ahora mismo galopar y galopar y galopar desenfrenado alrededor del rancho, tratando de entrar a que le den su grano, haciendo temblar el piso, las tablas, los cacharros...

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