30 de agosto de 2007

MÄDCHENHAFTIGKEIT

Tengo pocos recuerdos de cuando Laura era chiquita. La enorme diferencia de edad, supongo. Me fui de casa con veintitantos, cuando ella tenía siete u ocho. Mis recuerdos del pueblo casi no la incluyen. Para cuando ella llegó yo casi ya no estaba; no atesoraba nada, las cosas pasaban alrededor sin echar sombra. Quiero decir, Laura nació cuando lo único que yo hacía lo hacía para irme (y así todo mirá que me llevó años).
¿Laurita qué tendría? ¿Cinco? Volvíamos de lo de Calunga. El tren pasaba más cerca de su chacra que del pueblo, así que usábamos su galpón como depósito de los materiales que llegaban de Bahía o Buenos Aires. Yo disponía casi siempre de la chata. Esa tarde la traía cargada de vidrios. Vidrios para la iglesia, enormes, que habíamos trabado desde atrás y pasaban por arriba del pescante, por arriba de nuestras cabezas. Laurita vino todo el camino vigilando el cielo a través de los vidrios. Era uno de esos días típicos de octubre, esos días en que el sol va y viene entre nubarrones.
Por´ai va y me dice : –ya se larga.
Recuerdo que miré yo también para arriba. Eran dos o tres gotas nomás. Pero gruesas, como de chubasco de verano. Habían estallado contra el vidrio, encima de su frente, con una certidumbre suicida.
–Esas no son gotas, le dije, por joder, –son cagadas de pájaro.
No dijo nada, se quedó mirando la marca de las gotas en el vidrio con la boquita abierta. Yo me quedé viéndola mirar, mirándole los ojos mirar las gotas. No sé si era el traqueteo de la chata lo que hacía que su boca temblara levemente. Me pareció oírla imaginar un pájaro que pudiera cagar así, tan transparente.

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