16 de octubre de 2006

KINDHEIT

La manera del lago de sostener el cielo, quietud traslúcida inexplicablemente espesa; la pesadez del aire que pareciera burlarse de la gravedad; la presencia mañera del cielo sobre el Titicaca sopesado desde este inquieto punto de observación -el lomo de este anfibio de paja de totora- es la primera huella que hace pie en mi memoria. No tengo nada más. Eso y unos cuantos rostros: islas también, islas entrañables: el rostro de Benicia y de René; el rostro de cada uno de los niños. El de René, sobretodo, debería haber empezado por trazar el mapa silencioso del rostro de René. Pero acá la que cuenta es Benicia. Benicia, me cuenta, predice el pasado. Antes de que alguna objeción de mi parte la contradiga aclara que el pasado, ni más ni menos que el futuro, nunca acaba de suceder del todo. Y repite que predice el pasado, que de eso vive toda la familia, sobretodo desde que la pesca se ha vuelto tan mezquina. No nada ni un suche. La gente acude a ella para aliviar sus cargas. Hay muchas maneras de decirle el pasado a alguien, explica. A veces un pasado no puede corregirse pero se pueden hilvanar otros puntos de los hechos logrando una sutura que cambie la lectura del mundo. Otras consiste en advertir algún sendero paralelo que nadie haya visto o desatar nuevas interpretaciones a partir de los mismos viejos hitos, etcétera. Debe y Haber. En cualquier dirección del tiempo las cosas suceden en el más populoso caos; en una simultaneidad tal que el suplicante (así llama ella a sus pacientes) ordena como puede, casi siempre haciéndose daño. Le pregunto si se podría decir que ayuda a sus suplicantes leyéndoles otro guion posible de la historieta a partir de los mismos cuadritos. No me contesta. Comienza a explicarme todo de nuevo. Cuando le pregunto si les dice a sus suplicantes la verdad, protesta que por supuesto que sí pero que hay más de una verdad posible, que la verdad es una relación de fuerzas que conectadas por alguna causa revelan un instante y lo imprimen en la conciencia.
Es una tarde cálida de abril. Estamos sentados al borde de la islita, con los pies en el agua helada. Los niños juegan alrededor. Benicia me explica otra vez, esforzándose un poco más, como si le hablara a un tonto, al final me pregunta si tengo una idea de porqué me cuenta todo eso. Le digo que no sé, pero que supongo que ha de ser como para que nos vayamos conociendo. No, nada de eso. Tas meando fuera del tarro, murmura cansada. No es necesario, ni siquiera posible, conocerse, deletrea. Con un tono ya demasiado didáctico me aclara que me cuenta lo que me cuenta para ofrecerme sus servicios. Le digo que me lo deje pensar. Que me siento bastante bien así, sin pasado. 

Entre pitos y flautas pasó la primavera. Un día Benicia me vio mirando el papel de diario con el que envolvemos los peces a entregar y se dio cuenta de que sé leer. Sacó entonces un cuadernito de tapas negras y un lapicito de carpintero del cajón de la mesa de la cocina, me los dio diciendo que si sabía leer también tenía que saber escribir. No entendí del todo qué quería que escribiese. Me dijo que simplemente me sentara a escribir. Lo que la mano quisier, me dijo. Así ella tendría material de donde agarrarse a la hora de leer mi pasado. Es un cuaderno de contabilidad a dos columnas. A los pocos días Benicia vuelve a arrojar -al tun tun, sin acomodo ni demasiado revuelta- el contenido de media bolsita de hojas de coca: lee y me cuenta quién soy, de dónde vengo. Desmenuza de a poco, de tarde en tarde, morosamente y no sin cierta displicencia, una a una las migajas de mi pasado aclarándome siempre al terminar cada sesión que es la pura verdad pero que hay otras. Cuando me acostumbro a su manera de narrar -su voz distrae un poco, es demasiado carnal, demasiado voluptuosa- para mí es como mirar una película.

Quiero que vea usté el lado bueno de la situación. Cuando alguien te diga lo que todos dicen: que todo tiempo pasado fue mejor, usté podrá decir que no lo sabe, que aún no había nacido. Parece un chiste como los de tu hermano. Tu hermano se llama Max, se llamaba más bien, porque acá ya veo cómo ha ido, se llamaba entonces Max y era, entre otras cosas, un humorista ingente. Un contador de chistes breves. Microrelatos. Los chistes de Max son lo único que debería conservar de su infancia. ¿Hace mucho que espera? No, yo nunca fui pera. La relación entre los chistes y la historia de su vida es como la relación de su propia ausencia de recuerdos con la ausencia de Max –sobretodo con la ausencia de su voz– desaparecido en la bruma negra de un sótano antes de llegar a los siete años. Llore si quiere un poco. Si se acuerda. Eso me indica que estoy en lo cierto. Tu hermano contaba chistes con cierta negligencia, con una voz ronca, seseosa, monocorde. Religiosamente su tata le da un golpe. Un chiste, un golpe. Max parecía esperarlo –fijate cómo nunca se ataja, nunca se cubre– como si el golpe fuera una suerte de aprobación. Eran golpes secos, en la nuca, con la mano abierta. Ande a saber hasta que punto le afectaba o le convenía recibir tanto papirotazo. Los golpes más o menos accidentales son norma en cualquier infancia, son como las directrices del manual de uso de la existencia. En la suya, Gato, veo los dos grandes golpes fundacionales: el primero es frontal, contra la trompa de un Rastrojero y le desparrama inconsciente sobre las piedras romas de la calle, frente a la puerta de tu casa. El segundo es tangencial: el golpe militar, el golpe que lo deja expósito. El mismo día que los tanques aterrizan sobre la plaza sus padres huyen hacia Oriente. La imagen que me muestra esta hojita es más que elocuente: veo hombres de bronce subidos a caballos de bronce que no van a ninguna parte; veo cariátides que sostienen palacios de embajadas correr al socaire de las balas, dándose empellones unas a otras como sirenas desesperadas y flotantes, como arrancadas de cuajo por el zonda. Veo a mamá y veo a papá.
Si no hubiera sido por la caída del régimen tarde o temprano te habrían convertido a su fe. Pero se fueron. De un día para el otro. Ya está, ya se han ido. Dejaron casi todo, intacto, se fueron con lo puesto. El barrio entero quedó igualito. Quedó el clamor chismoso de los porteros, el torto virola del quiosco de la esquina traficando caramelos que duran media hora en la boca; el búmeran sonoro del afilador y sobretodos los mosca: moscas comemierda, moscas espiando cada rincón de cada intimidad, moscas asesinos, moscas invisibles en grupos de tarea. Para entonces Max ya sabía contar en detalle hasta tres: papá y mamá subiendo al Kaiser Carabela. Usté no pasaba del uno mismo. Ni siquiera vio cuando se fueron.
Pero mire cómo se dan los números de lindo. Acá la numeración es geometría. El Kaiser tiene un 33 pintado al techo. A Max se le hace que si consiguen un helicóptero prestado podrán salir a rastrear Kaisers como en una ruleta y quién te dice. Al sobrevolar la ciudad se quedan tiesos. Un piélago infinito de edificios. Pero es un mar enardecido, a punto de furia, que se traga todo. Usté le dice a Max que le parece una manifestación, una concentración popular, un reclamo. Max te recuerda la masacre, te explica que los edificios han quedado así desde que el General sobrevolara la ciudad sin decidirse a aterrizar. Es lo que veo acá. Sea como fuera, el inolvidable vuelo rasante no dio resultados. Usté está atravesado por su hermana, acá se ve clarito: poco antes del espiante a los futuros prófugos les nació una niña: Dolores: Lola. Lola tiene los ojos ambarinos. O más bien verdeúva: puertos ojivales en un océano de cuento; ojos marinos nadando en el estuche de un renacuajo rosado y llorón. La cara de la wawa te deja bizco. Algo te nubla la vista. El mundo se diluye de golpe en manchas imprecisas (sólo cerrando los ojos tu imaginación consigue componerlo todo). Dijeron que debía verte un especialista. Creíste que era un ataque directo a tus superpoderes. Acá está: la sala aséptica. Huele a sudor artificial, a emanaciones de piel sintética. Te echan un líquido inmundo en los ojos. Es tu primera vez. Acá está. Es la primera vez que el Gato llora. ¡Son lágrimas ajenas! ¡Lágrimas donadas por la ciencia! Luego te tapan el ojo izquierdo con un parche blanco. Son unos cuántos días, Gatito tuerto. Al tiempo el parche pasa al derecho. Cuando todo termina te queda la sensación de que han cambiado un ojo por el otro... no, no es eso, te queda la sensación de que te han cambiado los ojos por caramelos, por un par de cristales blindados del tamaño y del color de los queridos Mediahora.

Acá un olor muy definido. Las melodías, los silbidos, los gorjeos, los minutos, los años corren en dirección al Riachuelo. No acaban de quedarse huérfanos cuando los tres -Lola, Max y Gato- se mudan a La Boca, al tambo de la calle Suárez. Por entonces soñaba con ser pastor de sapos. Tal vez porque había una plaza, enfrente de la nueva casa, con un lago artificial regado por la guardia narigona de una patota de sifones. En los días feriados llegaban los inmigrantes rusos y polacos e intercambiaban pulgas, ranas, samovares, manifiestos libertarios y hojas secas de abedul que parecían plumas de gallareta. A la vuelta su casa, al lado de una fábrica de cuetes, vivía una parte suya, una parte autónoma, desconocida, una perinola igualita a usted, una suerte de Golem robótico que muchos años más tarde... acá está, otra vez, en una foto de la Enciclopedia Mecánica. Fue también mucho más tarde que vino a saber que el charco inmóvil que copiaba vuestras muecas con astigmático puntillismo era en realidad un río vigoroso que viajaba sin prisa hacia una pacha inmensa mucho más confiable. Veo un mimeógrafo de escuela. Veo una carta azul yéndose al río. Con retazos de frases impresas con ciclostil en vaya a saber qué idioma –recortes de panegíricos libertarios olvidados por los rusos feriantes– con la ayuda de Max fuiste ensamblando una suerte de prosa poética que ponía a Lola, en flagrante camafeo, como centro y blanco de toda justicia y de todo amor posible. Se la entregaste personalmente esa misma tarde. La parvularia torpeza de sus manos abolló tu misiva en un instante. Sostuviste la mirada nada más que como para atestiguar cómo, acto seguido, la arrojaba al río. La carta de amor hecha un bollito se acomodó a los pliegues de la corriente y se fue yendo sin chistar, a la conquista, aguas arriba. Usté sintió en el pecho la amenaza de una gran alegría... Un golpe. Parecía que lo llamara a gritos la esperanza: la promesa que las palabras cargan lanzadas a futuro.

Para las vacaciones los mandaban al sótano. Allí aprendían a moverse en las tinieblas y a esculpir en el aire las cosas indispensables para vuestro sustento. Tía Lidia era adalid y anfitriona. Gracias a esa mujer las tardes de lluvia se convertían en conciertos de palanganas enlozadas repletas de pasta lista para vaciar espejos. Lidia conocía esta ciencia mejor que a sí misma: había nacido muerta y todo lo que sabía del mundo era ese sótano. Fuera de esa inversión positivo negativo nada cambia mucho. Todo embellece, ya se sabe, con la debida lentitud, una cosa a la vez, profundamente. Pero cambiar algo, lo que se dice cambiar, no cambia nada. En el instante mismo de partir un pollo (“¡Karate al pecho!”, grita Lidia, “¡pata o pechuga!”) os seguis preguntando qué nitidez o que veladura va a depararos la próxima siesta. ¿Pero quién distingue el mediodía de la aurora en un verano bajo tierra? ¿Tautología de la semilla secuestrada en el Hades? Da igual. Total no hay caso: sabemos que una cosa no tiene respuesta ni asidero y sin embargo llueve a cántaros las ganas de entender algo. El piso de la casa de la Tía Lidia era abovedado. Cóncavo o convexo según los cuartos. Se sigue viendo todo aunque esté oscuro. Max extrañaba el baldosado rojo de la plaza y su lago de soda. Usté no. Usté aprendió a leer patinando a ciegas en esa especie de viscoso paladar invertido que Lidia se empeñaba en llamar living–room. Gracias a estas lecturas en la fétida penumbra repleta de musculosas partículas, minúsculas e inestables criaturas, vas a poder un día catar la saliva de un recién nacido e inmediatamente predecir cada detalle de su infancia, diría tu tía. A Max le fascinaba el cablerío venenoso de la letrina. Jugaba incansablemente en esos dos o tres centímetros cuadrados de serpentario y regresaba, medio borracho e intoxicado, eyaculando profecías: –¡Soy semiciego, soy casquivano, soy de cualquier manera!– achinando la voz con acento polaco. Antes de que se lo llevaran los moscas, en sus últimos días junto a vosotros, Max inventó la vihuela. Era más bien una lira avihuelada, igualita a él. La construyó con el casco de una escafandra, una tulipa de calefón y, a modo de cuerdas, esos desperdicios invisibles que le colgaban de las orejas como trenzas de hule. Pocas horas antes de su desaparición definitiva, en la zona más luminosa de aquella tiniebla, brindó un brevísimo recital donde volvió a contar sus chistes más celebrados y al final les regaló un estreno: su primera, última, única canción. Acompañado por el instrumento recién inventado cantó con ronca voz rumbera:

    yo soy aquel hombre bala
    chumbao a la luz del día
    si un día me chumbo de noche
    dejá una luz encendía

Repitió varias veces y al final, dejó sonando un trémolo en un fade–out tan lento que demoró semanas en entregarse definitivamente al silencio. Esa lira fue todo lo que os quedó de Max. Pero fue suficiente: cada arpegio sonaba como un malón de batarazas cautivas, con un melancólico y cansino cacareo. No es raro que por asociado a Max, a su recuerdo, a Lola y a usté el solo tacto del instrumento les diera tanto asco. Era como tocar el órgano reproductor de un dios de otro planeta. Tía Lidia, que ya no podía volver a morirse, era la única que se atrevía a cantar acompañada por la lira. Era enloquecedor, sobretodo no verlo. No verlo era lo peor de todo. Lola se masturbaba al compás. A lo lejos se oían los cantitos de la cancha de Boca. Al principio todo fue pura fiesta. Pero pasada la sorpresa, aburridos ya de esas litúrgicas orgías, intentaron abrir otras sucursales más superfluas. En el fondo pugnaban por encarnar la nueva ola con sus piyamitas estampados con motivos lisérgicos y esos mechones a lo Bill Halley. Pero mirá cómo vuelve a salir. Es cosa e'Supaya. El poder acumulado por la lira era tal que, día tras día, sin que se dieran cuenta, aparecía alguien –siempre un completo desconocido– suplantando los objetos cotidianos más queridos. Ahí hubo tímidas reacciones. Lidia pensó que eran otra vez los moscas comeaca, los mismos que os habían arrebatado a Max en la flor de la edad. Usté también se lo creyó. Lola intentó excitarlos a la rebelión. Su influencia sobre usté era absoluta: empezaba a armarse mentalmente para una guerra santa. Pero al final no pasó nada. No hicieron nada. Acá se ve clarito. ¡Estaba todo tan oscuro! A los pocos días no había nadie con quien hablar. Se oían sordos arpegios en el cielo: ya habían copado el tambo también. Tuvieron que entregarse.
A Lidia le tocó Marina. A Lola y a usté los destinaron a Geriátrico. Geriátrico era un microcosmos desparramado en varias hectáreas, mucho más aburrido que triste. No había nadie a quien cuidar o atender. Bien dicen que las momias no necesitan nada. Sin embargo el murmullo del peso de los acontecimientos –lejanos berridos y galopes de elefante– aceleraban el pulso y el ajetreo os exigía movimientos cada vez más frenéticos sustentados por opiniones extremas, radicales, lo que redundaba en posiciones eróticas cada vez más disparatadas. Acá le tengo que decir lo que estoy viendo y es que aquellos días, cada gota de las horas de aquellos días junto a Lola, son las capas de ternura y delicia que, una a una, forman el carozo de su anhelo de Gracia, de su idea de Pacha y Tunupa.
Lola se sumergía en tus bolsillos y juntos cambiabn las chatas de las momias. El olor de la inmundicia los excitaba tanto que terminaban abotonados sobre el terciopelo del ábside, su rincón preferido. Era una sensación rara: ¿Dónde quedaba la guerra? ¿Quién hacía caer las bombas desde dónde? El cielo no exhibía bombarderos pero eran, estaban implícitos en el azul eléctrico, como proyectados desde una tele descompuesta. De ahí que, tal cual lo pronunciara bramando un obeso relator deportivo, no se supiera si eran dioses o aviones. En medio de las explosiones que hacían temblar la pantalla de lo real se prendían y apagaban las velas según complicadas manipulaciones astrológicas. Cada cosa conducía hacia algo, pero con una voluntad suicida: entre las cosas y sus causas y efectos se sospechaba una conspiración angélica y geométrica, perfecta y fluorescente. Resumiendo, aún en medio de la más imbricada transposición de sucesos pasa el tiempo. La ilustración de Lola se doraba en los bordes. Iluminarla no era fácil. Le fascinaba la alta costura. Era coqueta y frívola de la manera chúcara y provocadora de las aves flamencas. Cambiabas sus pañales dele que dele, cuántas veces por día (los hacía usté mismo, primorosamente, con retazos de chala y pétalos de cardo). En fin, parece mentira pero hasta la más monda alegría se aburre de sus dones. Aquel amor eterno que os jurabais dormidos traspasó las fronteras de los juramentos. Un mal día Lola volvió de esa rara ausencia que la mantenía ensartada en usté hasta el caracú –brochet de lirios, platito girando sobre el tallo, flor de naranjo al palo, tálamo mundis–. Ese día, Gato, la perdió sin remedio. Su manera de no estar se le hizo carne. Y era carne ascendente, ya se sabe. Incluso cuando por fin volvió, ya era otra. Un marco. Una marco biselado. Acá lo tengo. Tu querida aguadora había desaparecido llevándose la luna del espejo. El patetismo de sus manitos enarcadas en jarra ya no sostenían tu universo suyo sino aire: una suma de alientos avejentados, rancios. Hay que decirlo. Llore si le sirve. Fueron dos o tres pestañeos que intentó con los labios. Le salieron globitos. Luego la jadeante espuma virginal bajó hasta el pecho para elevarse, al fin -y para siempre-, como copa del mundo.

De ahí en más el desencuentro de fondo y figura no haría más que acrecentarse. Con el tiempo esta relación exacerbada e injusta llegará a configurarse como canon; como canon y nexo entre las vigilias y lo otro; número de oro y aglutinante del consciente. En sueños, una invisible pero notoria geometría iba cimentando y decontruyendo la estructura indispensable para que usté no perdiera al menos el sentido de la proporción y en fin, su herencia, su ración de paraíso. Le debe a esta suerte, Gato –o mejor ¡A la divinidad que rige el mundo onírico! ¡A la patrona de la hipnosis!– su endeble entereza de hoy, de estos días. Aún en los momentos de mayor ebriedad despótica, de escisión moral, estas ciudades levantadas a la vera de la conciencia, le dan a su crispado contorno la plomada mínima necesaria para seguir en foco y hasta una incómoda sensación de patria, si así lo quiere. Ya vamos terminando por hoy. Ya estoy cansada. Fíjese. Mire cómo quedó. Es que no fue precisamente fácil devolver a Lola a su estuche. Fue imposible. Fíjese acá. No solo por lo mucho que había leudado sino porque el estuche mismo había cambiado de aspecto tras los bombardeos. No parecía un estuche sino más bien una mancha de óleo. Había perdido la solidez de antaño: por mera fidelidad siguió los pasos de Lola como una sombra chirle y al iniciarse el éxodo hacia el norte lo usaron como brea para el calafateo de la lancha.
Cuando embarcaron en Baradero una tarde sin viento Lola iba sentada sobre sus hombros, a caballito, restregando la chupila contra su nuca y gritando a los marineros órdenes perentorias, casi desesperadas, por encima de usté, de su autoridad y de su cabeza. Cuando llegaron a San Nicolás de los Arroyos el torso de Lola ocupaba, abarcaba mejor, más de tres cuartas partes del navío mientras las piernas se sumergían varios metros en el Paraná y los brazos aleteaban en la densa sustancia del verano ahuyentando cotorras y arrebatándoles los mejores frutos. En los alrededores de Puerto Gaboto los latidos borrascosos de Lola anunciaron el eminente naufragio. Para entonces varios de los marineros, en su mayoría mensúes devenidos bucaneros fluviales, ya habitaban su cuerpo generoso. Algunos ataban sus hamacas entre los dorados pechos de tu hermana, otros hacían pequeños fuegos para apurar un mate amargo en las ondulaciones de su vientre.







Ilustra: Palabras para el espiante / montaje de foto e ilustración ajena / Sergio Gobi, Berlín, 2004

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