12 de octubre de 2006

BELIN

Mientras boludeábamos entre cardos y cortaderas nos perdimos su llegada oficial a Hamburgo y su posterior viajecito en tren. Qué va´cer. No se puede estar en todo.
La postal que al principio esgrimimos cancheros como de La Gare d'Orsay se despeja por fin entre nuestras manos, ahora menos ansiosas, menos ebrias de génesis. Acaso más sabias. Es Berlín Zoologischer Garten Hauptbahnhof.
Sería interesante saber en que año estamos. Un reloj enorme en cada uno de los andenes señala las cuatro menos diez, pero no el año. Podríamos pispear en la parte superior del diario que lee aquel pelado de lentes sentado junto a la vieja de tapado marrón… Pero ¿para qué? Una buena historia no pide esfuerzos inútiles, una buena historia es generosa, gratuita como la luz o el aire.
Por otra parte, quién no se da cuenta que estamos más o menos en entreguerras (que por otra parte era lo que queríamos) si es sólo mirarle las pilchas a esta gente.
El que no aparece aún es nuestro héroe. La impaciencia en este caso justifica una cierta intranquilidad, sobretodo después del amague que nos comimos en París.
Una vez más, una sensación de artificialidad nos hace esbozar un gesto socarrón, un tris de sonrisa desconfiada. Es que no estamos habituados a los paneos tan poco sucesivos de la época.
Es raro. Pareciera que la narración a cargo de las imágenes se valiera de diapositivas, como si trataran de contarnos algo por efecto de la acumulación simultánea.
Tendremos que acostumbrarnos también a esa luz que pareciera inyectar en el tiempo una sustancia más densa y resinosa, como de ámbar líquido.
Ni hablar de la trampa que nos juegan los hábitos. La falta de costumbre de ver tanto sombrero, por ejemplo.
Es notable cómo el sombrero escamotea el rostro e iguala, a la vez que protege del peligroso contacto del cielo. Los hombres parecen extras de una opereta retro. En cambio en las mujeres el sombrero pareciera enmarcar y exaltar.
Eso. Mientras esperamos la llegada de Morán junemos minas.
Hay algo inmaterial en casi todas. Serán los peinados de esta orilla del tiempo, o los rostros pálidos de índole nórdica los que dan esta impresión de salud física y desarreglo espiritual.
Por ejemplo ese par de muchachas que parecen hermanas, debajo del cartel de salidas y llegadas, rubias echt de ojos grises, como desteñidos: la una de delicado sombrerito verde y velo negro levantado sobre la frente, la otra con un gracioso chambonier marrón oscuro rematado con una pequeña pluma, como de gayareta.
O aquella morocha que por influjo de esos ojos negros de basalto resulta casi transparente. Su gran gorra azulada la sostiene, como dándole la gravedad necesaria para que siga en contacto con el magma y no nos deje. Su cara no se puede enunciar en palabras. Ojo, no es pereza. Es que… es una de las pocas cosas de este universo apócrifo que encarnó de posta y que, ya florecida –clara carne de rasgos semitas– empalidece como un narciso y espera no se sabe qué.
Es curioso: en su mano sostiene un cartelito de cartón de torpe hechura donde está escrito algo que, desde esta distancia (y sin anteojos), mal puede leerse.
Oscurece. El sentimiento de pérdida –pérdida de iluisiones y de tiempo– que despierta la espera y la ausencia de luz da todavía más frío. Lo peor es que empezamos a aburrirnos.
Embroquemos en dirección contraria: ese hombre a punto de ahorcarse en una bufanda como de alpahaca, con cara de quien-estoy-donde-soy y sin sombrero: lleva una gorra vieja de ferroviario que da pena.
No, ese tarambana petizón que se acerca a paso de tungo maltrecho no puede ser él… Hay ciertos cambios definitivos en su aspecto que contradicen y despistan: es más petiso, más delgado y, acaso por contraste entre los carapálidas, más oscuro que cuando despidió a sus amigos en Buenos Aires.
Sin embargo –lo sabemos como se saben las cosas en los sueños– es él.
Y para colmo camina, arrastrando su desteñida sonrisa pampa, hacia la piba del cartelito... Claro, visto desde sus buenos ojos criollos es más fácil de leer, el cartón manda: MORAN.
Por fin. Todo se va aclarando.

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