Habíamos pasado varias horas en Murr, la tienda de Heiko, bebiendo, charlando y fumando entorpecientes. Hablábamos, una vez más, de las sutiles discrepancias entre arte y accidente, de justicia e injusticia poética, de formas no convencionales de impecabilidad creativa, de la ceguera de los especialistas y de la necesidad de reconocer y honrar las altas expresiones culturales secretas nacidas en medio de los basurales, en fin, de la antigua dificultad de separar paja de trigo.
Berlín inaugura un museo por mes, decía él. Y yo me alegro. Pero el gran arte no está en los museos, o si querés, no sólo está en los museos.
De esto hablábamos con Heiko esa tarde, me acuerdo. A veces paso por el Mauer Park -apunté- y miro los graffiti y me digo que es allí donde está la pintura actual, las artes visuales que representan, que encarnan nuestro sprit du temps.
El Gordo Heiko dijo que sí, que él estaba de acuerdo, que a veces se encuentran obras de arte en los lugares menos convencionales, en cualquier pared callejera, en un puente, en un baño, en una tienda de falafel.
Esto último me pareció un poco exagerado. No se lo dije pero de alguna manera se me vieron las cartas. El gordo me miró muy serio: no solo te voy desasnar un poco, Gato, me dice, sino que además te voy a llevar al mejor falafel de Berlín. Y de paso vas a conocer a un viejo amigo mío, creo que te vas a llevar una sorpresa. ¿Tenés ganas de caminar un poco?
Cuando Heiko habla de falafel, amigos y sorpresas no consigue generar, en nadie que lo conozca bien, mayores expectativas.
Y acá me parece que antes de seguir adelante tengo que hacer una aclaración: ¡El falafel!
Casi todos los habitantes de esta ciudad somos más o menos adictos de ese invento maravilloso de medioriente, benemérito padre del vulgar y sumario sanguche (y aún del canelón y del crepe).
Vivimos en la Meca, o mejor, en la Babilonia del falafel. Podría decirse que el falafel y el dönner kebap, su primo carnívoro, son la alimentación principal del habitante de Berlín. Algunos imbiss, sobre todo turcos, ofrecen ambas variantes, y también otras. Pero ojo al piojo: la experiencia me dicta que al arte del buen falafel sólo lo cultivan los especialistas.
Si algún fanático se tomara el trabajo de hacer un relevamiento de la oferta de falafel –solamente en los barrios de Mitte, Prezlauer Berg y Kreuzberg– el resultado echaría más o menos los siguientes guarismos: Turco 83 %; Sirio y libanés 7 %; Estilo Norafricano 6 %; Otros (Kurdo, Iraní, Irakí, Palestino) 4 %.
Era una tarde de verano espléndida, de esas que cuando mirás el reloj no podés creer que sean las diez de la noche. La calle estaba llena de gente.
Subimos hacia Prenzlauer Berg. Veníamos desde el Murr, de Mitte. Íbamos zigzagueando, evitando las avenidas, buscando las zonas más amistosas que son siempre las más concurridas por la monada: Kollwitzplatz, Wasserturm. El Imbiss que buscábamos está más allá, muy cerca de la Helmholzplatz, en la Raumerstraße. Se llama Karthago y pertenece, aún hoy, a la familia Annabi.
Herr Abdeljamid Annabi ya no está. Su nieto y sus bisnietos siguen explotando el bolichito. Pero hasta hace muy poco te lo podías encontrar sentadito en el fondo, sonriente museo de arrugas, casi siempre con un vasito de té en la mano –manos antediluvianas de largas y cuidadas uñas–, observándolo todo con la calma de los que se saben expuestos y girando inmóviles al rescoldo tibio de la eternidad.
En las paredes del bistró cuelgan todavía hoy algunos de sus “caligrafías”. Siete de una serie infinita que suma exactamente trescientos sesenta cuadros.
¿Cuadros? Herr Annabi no me hubiera permitido llamarlos así. Le gustaba hablar de Hojas o de Páginas. Y si uno le decía SUS Páginas, entonces el viejito se quedaba largo rato negando con la cabeza para luego aclarar que no eran suyas: No son mías, muchacho... no son mías... no son mías... Hasta que la voz se le iba apagando.
Pero aquel primer día, la clarísima noche que Heiko me lo presentó, no recuerdo haber mirado las paredes. Se me hace que esa primera vez solo tuve ojos para él. Su imponente presencia invisible. Sus ojos de Gilgamesch cansado.
Casi no cruzamos palabra. Compartimos el té y sus aromas. Escuchamos el interminable monólogo de Heiko.
Recuerdo que en un momento levantó una mano. Inmediatamente se acercó uno de los muchachos a quien le ordenó, con firme suavidad: “Sírveles otro té a mis amigos, pregúntales si quieren algo de comer, limpia la mesa”. Luego se incorporó, musitó un buenas noches y lentamente se fue para el fondo.
Pasaron varios meses de periódicas visitas hasta que me fuera permitido conocer la serie completa. Recién cuando se convenció de que podía confiarse, cuando le expuse mi interés por “su” obra y me comprometí a tratar de hacer algo por divulgarla.
Lo dicho, solíamos llamarlas páginas, caligrafías, hojas. Pero el nombre verdadero, el nombre secreto de la obra lo supe mucho después. Me lo dijo el propio Abdeljamid Annabi antes de irse.
Dimos mil vueltas en el afán de poder darles mejor destino. Por una cosa u otra no pudo ser. El fanatismo religioso suele ser proporcional a la estupidez.
Pero eso es otro tema del cual se hablará, quizá, más tarde. Lo que por ahora importa es ese primer acercamiento a las “páginas” de Annabi.
Pensandolo bien, lo único que tal vez realmente importe es el hecho de que esas mudas epifanías están ahí todavía, en la Raumerstraße 21.
Podés ir, aún hoy, y disfrutar del mejor falafel de Berlín mientras mirás alguna de esas revelaciones inmutables. Podés incluso preguntar por él. Seguro que te dicen que no está, que murió.
Lo cual, en el fondo, es cierto.
10 de abril de 2007
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