2 de noviembre de 2006

OSTUFER

A). Pienso en mis órganos como en parientes viejos, tíos fané, primas cachuzas. Guardo para ellos la misma aversión, la misma temerosa ternura, el mismo culposo rechazo que guardo para los llamados seres queridos.
Pienso en mis órganos y me da pena.
Suelo interpretar mis dolores como un pathos ajeno a la carne. No digo que la carne sea inocente sino más bien inocua, casi ornamental. La manija está en otra parte.
A veces me inclino por los huesos. En el fondo, los huesos, con su candor proverbial, su vocación de columna en medio de las ruinas, su reputación de viga maestra, son culpables de todo.
Los huesos son la luz mala.

B). Observo que, desde hace ya mucho tiempo, el dolor se ha vuelto un personaje. Una entidad autárquica. Su presencia insomne modifica la percepción, tiñe la mirada de una tristeza metafísica.
Un dolor tácito general, intranquilo, en órbita, que hoy golpea acá, mañana allá.
Puede localizarse en la ingle durante semanas. En ese caso voy percibiendo, prediciendo, con una desesperante y pasiva certeza, el desarrollo de un tumor.
Un buen día desaparecerá. El alivio me dará un par de días de liviandad y gracia hasta que reaparezca, por ejemplo, en una puntada en el riñón, o en el vaso.
Un nuevo dolor que después de clavarse se instala, con una intensidad menor a la del temible primer pinchazo, pero tenaz como todo emigrante, por otras dos o tres semanas.

C). Los días son interminables despedidas que van tironeando, que te van arrastrando de la resignación a la rebeldía, de la autocompasión a la bronca, de acá para allá, de una cosa a la otra, a mil. Sólo que ahora el asunto es más grave. Por primera vez desde que estamos juntos –ya van más de diez años– la Vasca ha conseguido llevarme a un médico.
El dolor golpeó el pecho y se quedó.

CH). Entro a un buscador. Escribo la palabra corazón. Aprieto Enter.
La lista es interminable. Lleva unas horas pasar revista.
Resumen: alrededor del setenta por ciento de las páginas pertenecen al campo de la cultura popular –coplas, canciones, baladas– el resto se refiere al músculo que no duerme.

D). ¿Qué carajo es el corazón además de un órgano complejísimo, una máquina de válvulas, reloj a sangre, inflador de carne? ¿Por qué se le adjudica, como a una suerte de Dios-Héroe advenedizo, la soberanía sobre el reino de las emociones? ¿Está el corazón más capacitado que el intestino para producir, detectar, recibir, administrar sentimientos? ¿Son los pulmones el depósito de las existencias de amor y odio con que el corazón opera? ¿Es un símbolo solar? ¿Es el astro satélite que alienta a los gusanos a roer entre los huesos? ¿Es un bobo binario?
Si el corazón representa al Cielo ¿es el intestino quien hace de Infierno?
En una máquina cuyo setenta por ciento es agua el corazón tiene fama de fuente, de manantial, de dador de esencias. Cuando el Médico me dice, le dice a Amparo –y la Vasca traduce– que tengo serios problemas en el corazón, yo le pregunto al Medico, a través de la Vasca: ¿En qué sentido me lo dice?
La Vasca está un poco asustada, no interviene, solo traduce. El médico tampoco se lo toma a broma. Was meinen Sie? El médico tampoco entiende.

E). Van a pasar días y meses y no sabré explicarle a Amparo porqué me siento un setenta por ciento muerto. Bajando las escaleras de la Charité me sorprende la agilidad de mis movimientos.
Son los huesos, me digo, los huesos insisten, golpean el tambor de cuero del pecho con la ciega, estúpida arrogancia de la juventud.

F). En estas últimas radiografías que me hicieron está casi todo lo que se puede saber de un músculo dormido.
Sobretodo está clarito el mapa, las líneas de los cauces de los ríos y más abajo el estuario que se confunde con el mar. Sobre llovido mojado: ese otro río que va a dar a su vez a un charco más grande que el azul del cielo.
Trazos claros sobre la tierra a oscuras. Venitas, arterias, alvéolos y arroyos: todo es afluente de otra cosa.
Pero hay dos puntos evidentes. Uno al borde del primer gran río, ¿me seguís?, el de la izquierda. El otro está más hacia el sur y a la derecha o al oriente del gran estuario. Y como no se trata de una foto satelital sino exactamente de todo lo contrario, Buenos Aires, mal que te pese, no sale, no figura en el mapa del zurdo, del bobo, del cuore.
No es nada personal. Se ve que durante años Buenos Aires no fue para mí más que un puerto de pasada, un muelle de adoquines sobre un río extraño, un río que para un rosarino es pura exageración, canchereada. Apenas el color, o casi, casi el mismo color que el otro, que el nuestro (y a veces hasta el olor es parecido), casi un Paraná pero sin la otra orilla.
Se ve que durante todos esos años que echan sombra en el pecho Buenos Aires no fue para mí más que una estación de trenes y un puerto donde tomar el vapor a Montevideo.

G). El Estrella del Norte llegaba a Retiro a la nochecita y de ahí un taxi nos arrimaba hasta el muelle. Había que esperar un par de horas interminables. Comíamos algo en la sala de embarque, algo que mi vieja traía envuelto en papel manteca y pulcros repasadores. Generalmente me quedaba dormido apoyado en los bolsos. Siempre igual, el inicio de cada verano.
Montevideo, más precisamente Shangrilá –unos pocos kilómetros más al este– fue una segunda patria o un primer exilio, según se vea. Pasaba unos tres meses por año (mamá iba y venía).
Tío Tilo, el único hermano de mi vieja, se había casado con una uruguaya y se había ido a vivir a Montevideo dos o tres años antes de que yo naciera, a principios del ´40, y como nunca tuvieron hijos, medio que me había adoptado.

H). Atilio “Tilo” Quiñones tenía cara de Paturuzú con bigotes, pero con pelo corto y engominado, peinado sin raya, para atrás.
Un tipo completamente diferente a todos los tipos que yo había conocido hasta entonces. No sé en qué radicaba la diferencia. Tal vez en que era el primer hombre que podía ver de cerca, mi Adam Kadmon… En cualquier caso fue la única figura masculina que tuve como referencia (a mi viejo apenas si lo conocí; mi viejo era una sombra).
Me pregunto si esa diferencia, una diferencia que se extendía a todo el decorado, la luz dibujando de manera apenas distinta los objetos, no era más bien ese otro lado del estuario, Montevideo, Shangrilá: la extraña sensación de estar en el extranjero y a la vez en casa.

I). Yo no sé si las cosas más importantes, las que marcan hitos, pasan todas juntas o es que uno las recuerda después así, en fila, amontonadas, sólo porque las otras, las menos trascendentes ya se han desvanecido.
Tilo murió a finales de marzo, cuando acabábamos de volver a Rosario porque empezaban las clases. No quise volver a Uruguay después de aquello. Pasaron muchos años y cuando lo hice Montevideo era otra, Shangrilá no existía, yo mismo era un fraude. El último verano que pasé allí, creo que fue el del 62, es todo lo que recuerdo de mi adolescencia.

J). A las chicas Ferreira yo ya las conocía. Mal, como conoce a todo el mundo un pibe que pasa por ahí sólo de vacaciones. Además las Ferreira eran para mí no solo mucho más grandes sino completamente misteriosas, pertenecían a una elite vedada a la gilada, así lo veía entonces antes de conocerlas y lo confirmé de alguna manera al intimar con ellas, salvo que lo que me había parecido una diferencia de orden socioeconómico era de muy otra naturaleza, de un orden que, de no encontrar una palabra mejor, llamaría «espiritual».
De chico había visitado un par de veces la casona. El Yiyo Ferreira, el menor de los hijos y único varón, tenía mi edad y a los cinco o seis años habíamos hecho buenas migas en una especie de guardería estival.
Un par de años después el Yiyo se mató con el padre en un accidente automovilístico del cual apenas si tuve noticias (sucedió un invierno).

K). Las dimensiones de la tragedia que se llevó juntos al padre y al hijo, a los hombres de la familia Ferreira, es difícilmente imaginable. Pero para cuando yo cumplía los dieciséis el asunto estaba –o parecía– más o menos archivado, no se hablaba de eso.

L). Las tres hermanas eran de una belleza perturbadora, algo que se advertía a la legua porque simplemente brillaban de lo lindas que eran… Pero de eso tampoco se hablaba. No en mi círculo de amigos. Mara, la menor, me llevaba cuatro años, lo cual a esa edad y en esos tiempos, era toda una generación.
Fijate que no recuerdo siquiera haber deseado a ninguna de ellas. Las veía ocasionalmente en algún bar o tienda o pasar en bicicleta.

M). Acaso porque siempre busqué la fácil, ese verano me aboqué a trabajarme a una piba que ya conocía, una pibita que siempre supe disponible pero que hasta entonces me había parecido demasiado tierna. Fue ella la que me hizo cambiar de playa, la que me llevó a aventurarme hasta Carrasco donde resultó que, paradójicamente, paraba la crema de Shangrilá, es decir, las Ferreira y su barra.
Eran un grupo de diez o quince, todos entre veinte y veinticinco años, se encontraban cada día y montaban un tinglado muy colorido de sombrillas y grandes lonas a rayas y se quedaban, a veces, hasta muy entrada la noche, derivando en interminables tertulias político-literarias acompañadas de mate y provistas de un tocadiscos portátil que tocaba una melange de Nat King Cole, Chalchaleros, Elvis y Gilberto.

N). A los pocos días ya oscilaba, tímidamente, entre mi corro de púberes del Liceo amigas de mi noviecita y la barra de las Ferreira: estudiantes universitarios casi todos; héroes bronceados que habitaban ese olimpo incomprensible al que yo aspiraba, no digo pertenecer, al menos, atestiguar.
Una de esas tardes, cuando mi chica me pidió que la acompañara a casa, como era de costumbre, me despaché con una felonía: sin mirarla siquiera y haciéndome el langa, excusé cualquier pavada para poder quedarme en la playa.
Esa noche se armó una fogata con guitarreada y todo y el botija de Rosario estaba por fin entre sus dioses, compartiendo el círculo sagrado.

Ñ). Aquella primera velada no fue nada especial salvo porque fue la primera y porque tuve enfrente, del otro lado de la fogata, durante las horas que duró la peña, el pálido rostro de Mara Ferreira acariciado por las llamas.

O). Lo dicho, al parecer las cosas suceden todas juntas y rápido. A la semana había dejado a mi noviecita y estaba hasta las manos, sufriendo por una mujer enorme, inalcanzable, escuchándola discurrir y discutir sobre temas de los cuales jamás había oído hablar y de otros de los que apenas si había leído.

P). Mara tenía un novio, un tipo macanudo que a mí me caía especialmente bien, entre otras cosas, porque había sido el de la iniciativa de invitarme, aquella primera vez, a acercarme al grupo. A los pocos días se pelearon, algo que visto desde mi ángulo era imposible que sucediera: eran perfectos, hermosos, inteligentes, buenos y se amaban, no había más que verlos, encastraban como dos piezas de relojería en el reloj áureo de la eternidad. Pero se habían peleado y el tipo desapareció de la playa durante semanas.
Ciertos agrios comentarios de sus hermanas me dieron a entender que era Mara la culpable de la ruptura... Fue casualmente esa grieta fugaz en la inseparable trinidad de las Ferreira la que hizo que Mara buscara mi compañía o mi oreja para iniciar su desahogo, un desahogo al estilo Mara Ferreira, un descargo metafísico-dialéctico: complicados análisis de la relación malograda que incluían reflexiones de Fromm, citas de Sartre, Marx, Gramsci.

Q). Acá está la marca, este otro punto blancuzco a la derecha de la radiografía:
es la noche de la fiesta de Tania, la mayor de las Ferreira, una fiesta increíble en la mansión de la familia, un viejo caserón francés en medio de un bosquecito de pinos y eucaliptos sobre la avenida Calcagno.
Hacia los fondos había una casita de madera –que le decían la casa de las muñecas– y al lado un quincho entrerriano al borde del cual habían montado tremenda parrillada.

R). Por una tontería propia de la época yo me ocultaba para fumar. Me había ido detrás de la cabaña a quemarme un Oxi Bithué y fue desde allí que escuché el diálogo: eran Mara y el Polo, su ex. Por la manera en que hablaban no parecían muy peleados. No sé si eran los celos pero me pareció escuchar que se besaban. Después oí que ella lo retaba, le recriminaba no entender nada acerca de la esencia de la libertad y todo ese discurso de Mara que ya a esa altura yo conocía muy bien, un argumento que abusaba de citas y sentencias, un dogma plagado de silogismos inconexos o cohesionados a fuerza de vehemencia, salido de sus lecturas caóticas, empapado de los libros que vivía rumiando.
Me sentí un pendejo estúpido, más pendejo y mucho más estúpido de lo que realmente era: manotié una botella de vino y me escondí para vaciármela en un rincón de la cabañita y en medio del quilombo que se oía afuera, pegándole unos besos desesperados a mi verde mamadera, me fui quedando dormido.

S). Cuando me desperté era de madrugada. Salí al quincho y vi a Tania, Selene y Mara Ferreira sentadas junto al fuego –un fuego vacilante al que de vez en cuando le arribaban un leño–, compartiendo a sorbos resplandecientes una botella de caña quemada.
Me senté junto a ellas y las dejé que se rieran a mi costa.
Al rato me sentía feliz, mimado por una atención, un cariño que de golpe me pareció excesivo, inmerecido.
Más tarde Selene y Tania se fueron a dormir y yo me levanté para despedirme. Mara me pidió que me quedara otro rato.

ß). Nuestra repentina soledad me paralizó. Los minutos pasaban y yo no sabía cómo hacer para despegar los labios. La miraba de reojo mirar el fuego, inclinar la botella dorada contra su boca… frente a esa luz me pareció aún más irreal e inalcanzable, un ser de otra especie, de otro escalafón que el mío. Jamás me iba a atrever a decirle nada. No sólo por timidez o miedo sino también porque a nadie le gusta hacer el ridículo o ser lastimado al pedo.
Comencé a recitarme a mi mismo un poema de Neruda que por entonces admiraba, un poema que solía consolarme con su nihilismo autocomplaciente a la vez que me ponía soberanamente triste: »Farewell«.
Lo fui paladeando como un mantra, muy lentamente y cuando lo terminé lo empecé de nuevo. Supongo que la melancolía que me provocaba me envestía de una dignidad prestada muy conveniente.

T). Pasaron los minutos. En algún momento ella tocó mi brazo y con rostro y voz muy tiernos me preguntó qué me pasaba, que porqué esa cara, le respondí que no sabía, pero que estaba todo bien. Me acuerdo que dijo: “Debe de ser el fuego”.
No se si fue el equívoco, la emoción, la caña o el presentimiento de estar viviendo una oportunidad que no se repetiría en mil años lo que me dio ánimos para abrir la boca y dejar oír el poema que desde hacía rato sonaba dentro mío.

Lo fui desgranando despacio, tratando de que la voz me raspara la garganta y sonara más varonil. Cuando llegué al “yo me voy, estoy triste, pero siempre estoy triste” me interrumpió para decirme:
–Creo que tienes que irte.

U). ¿Estaba llorando? Abrumado por el peso de una felicidad para la que no me sentía preparado y empujado por la excitación de esa misma felicidad, oscilando entre la duda y la certeza de haberla por fin conmovido, seguí adelante: “Desde tu corazón me dice adiós un niño…”
Allí Mara completó el final con un susurro, acercándose, “y yo le digo adiós”… Repetía y repetía, o me pareció que repetía.

V). Me besó, suavemente primero, luego más intensa, más húmeda, más profundamente. De golpe se incorporó. Su cara me resultó desconocida. Estaba sacada. El gesto, la mirada y la boca trasfigurados en una mueca, o más bien en el reflejo de una mueca, invertida.
Me tomó de la mano con violencia y me llevó al chalecito. Nos tiramos al piso y me abrazó. Nadando en la excesiva oscuridad sus cabellos sentí que se calmaba.

W). Pero tampoco era lo que yo quería (se estaba calmando demasiado, ya se daba la vuelta y se encastraba a mi pecho, como para dormirse). Traté de tomar la delantera y por un momento se entregó a mis brazos, mi torpeza debutante logró hacerla vibrar bajo mi peso, comencé a desprenderle a ciegas el vestido: eran millones de botones, como el portero eléctrico de un rascacielos.

X). Cuando tuve su torso desnudo me abrí la camisa y puse mi pecho a galopar contra el suyo. Sentí que sus piernas se habrían como un estuario mientras empezaba a apoyarla. Fue exactamente cuando acusó el volumen encallado sobre su bombacha que reaccionó.
En un segundo la tenía sobre mí y me pegaba, me llenó de cachetazos, de puñetazos en el pecho. Cuando me quise acordar me estaba violando.

Y). Todo fue muy rápido (sin embargo, después de más de cuarenta años, ya lo ves, sigue sucediendo). Sólo cuando acabó dejó de golpearme. Me miró con una mirada que no se me olvida, una mirada indefinible donde había una disculpa ahogándose en un torrente de desprecio.
Se levantó y salió corriendo. Se detuvo de golpe, jadeante, en el vano de la puerta, y me gritó:
“Yiyo, oíme, oíme bien lo que te digo Yiyo, pero oíme bien ¿me oís?”
Y se quedó mirándome con ojos desorbitados hasta que murmuré un sí o asentí con la cabeza, o las dos cosas.
“Andate de una vez, Yiyo, andate de una puta vez. No quiero volver a verte…”

Z). A pesar de que las seguí visitando y tratando a las tres todo el resto del verano a Mara Ferreira no volví a verla nunca.

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