13 de julio de 2007

ONKELBRIEF

APUNTES DESDE EL DESTINO
(carta del Tío del Gato)

Seguramente esto no fue así pero hoy se nos antoja que en las interminables discuciones de las tertulias habituales de la calle Bolivar se barajaban todas las cartas y se ponían boca arriba, develándose, al menos para los pendejos hinchapelotas que eramos entonces, alguna que otra hilacha del misterio.
Aquellos personajes que poblaron las sobremesas de nuestra infancia eran portadores fervorosos de verdades disímiles y enfrentadas, y como rara vez concedían al otro la razon, a casi todos ellos su vehemencia los había provisto de irascibles vozarrones dispuestos a sonar un decibelio más arriba que su equivocado contrincante.
Un paneo más o menos fiel de esas tardes podría iniciarse con la voz aristocrática y cascada de Tío Jorge sosteniendo, con pruebas orales según él irrefutables aportadas por ilustres amigos, que el Tango nació en el barrio de Palermo –su barrio– en los burdeles del arroyo Maldonado –y en otros algo más elegantes, cerca de los Portones–, “allá por la década del 80”, y que “la gente honrada” no lo bailó sino hasta los 20, cuando volvió, triunfal y afrancesado, de París.
Generalmente no lograba terminar su discurso. Su apacible carácter –tan inusual entre nosotros– no le permitía imponerse ante las interrupciones de los presentes.
Don Ezequiel, por caso, hermano de mi abuela, socialista y docente de la escuela Normal, esgrimía, al ritmo amenazador de su dedo índice, todo el calibre de su indignación para afirmar a voz de cuello que “esa falacia (aunque seguramente la palabra por el usada hubiera sido “embeleco”) huele a tilinguería conservadora” y que el Tango, “como cualquier criollo debe saberlo, tiene sus orígenes en los arrabales rurales y proletarios y es hijo legítimo de una guitarra gaucha y un organito alemán pulsado por un italiano”.
A partir de cierto momento las opiniones importaban menos que el filo de las frases y uno podía apreciar el caudal admirable que adquieren las voces mediterráneas cruzadas con el aullido ranquel.
Tarde o temprano se llegaba al caos total. La cosa podía terminar realmente mal. Retruques burlones que disparaban insultos, soterradas facturas que atizaban viejas querellas. Recuerdo algún llanto de mujer y cierto sonoro cachetazo que quedó estampado en bronce en la saga oral de la familia.
Los pocos finales calmos o hasta felices dependían de las salidas desconcertantes de “Tío” Lucio –de cuyo parentesco no estábamos seguros y solo años después vinimos a saber que era el amante de mamá–. Solía mantenerse al margen hasta que la cosa se ponía realmente caliente, para entonces disparar a quemarropa alguna ocurrencia que para casi todos no era más que un disparate pero que surtía el piadoso efecto de despertar sonrisas en el rostro más fiero.
–El Tango, la verdad sea dicha, no nació en Buenos Aires, ni en Montevideo ni en París… el Tango nació cerca de la localidad de Edén, un rato después de la expulsión del Paraíso– le escuchamos decir alguna de esas tardes y se nos quedó a vivir la frase (el fresco de Adán y Eva bailando El Entrerriano en cierto claro del Parque Lezama no me abandona desde entonces).

La imágen “pasión-latina” con que esos shows internacionales insisten en engordar el imaginario europeo, cebado a lo largo del tiempo por una serie de pateticos equívocos, conforman el cliché que la propaganda manda, y manda cruel, en el cartel.
Ese cliché todavía recoge aplausos e interesantes ganancias:
a) Compás exacerbado donde juegan al truco la simetría y la síncopa. b) Después de sugerentes jadeos el fueye acaba, desparramándose a un costado y otro de la silla. c) La demasiado maquillada sensualidad de demasiadas piernas cruza una y otra vez el empedrado. d) Salta como un cosaco al centro de la escena el macho silvestre, herecia del gaucho y del cafishio marsellés (que allí, en los grandes escenarios del mundo, exhala el sudado exotismo de gitano trucho). e) Aparece un tenor veterano y lloroso. f) Declama letras que no son sólo la mismisima e irremediable tristeza sino también la espúria duda de haber sido y el resentido dolor de ya no ser.

Es así muchachos, nos guste o no. Esto lo manyamos nosotros hasta el cansancio. Ya sabemos que hay una mayoría de tangos tristes (pura estadística). Los hay melodramáticos como también irónicos, metafísicos, picarescos, burlones, reos, costumbristas, bucólicos, amorosos, hasta los hay felices…
Claro que seguramente de algún lado nos viene la fama: el mote de tristes y la casi exclusividad de la desdicha.
El Tango, creemos, se ha venido confundiendo con los dolores y las heridas de tanta derrota, frustración, traición, matanza, necrofilia. Y otra vez la cantinela de aquello que pudo haber sido y no fué, de aquello que fué y ya no es.
A este hemisferio melanco, borracho de esplín y Weltschmerz , colaboran con eficiencia ciertas letras del cuarenta y el cincuenta que, por otra parte, es la época donde la comunión de música y letra alcanzan mayor altura.
Pero el tango del que se hablaba en casa era otro. Según las diferentes opiniones vertidas en aquellos claros manteles de sobremesa, el Tango que conocieron las calles porteñas aproximadamente entre 1980 y 1920 era de una alegría dionisíaca, tan contagiosa que se demoraba en los silbidos.
Ese Tango, al menos así decían los viejos, era una afirmación del Ser y una celebración de la vida.

Ahora cómo, dónde, porqué y para qué nació el Tango es algo que seguirán discutiendo, en el limbo de una casa chorizo con patio de parras y jazmines, las intransigentes ánimas de nuestros muertos.
Las opiniones que fuimos recogiendo a lo largo del tiempo son más o menos las de aquellas tardes y convergen en dos grupos: uno sostiene que la cuna del Tango fue el burdel y el otro prefiere por origen los arrabales laburantes.
Los que vindican su origen prostibular afirman que las formas musicales que alimentan el Tango son ajenas a la cultura popular de entonces, en la cual campeaba todavía la zamba, el cielito, la hueya, la vidala, la milonga surera, la copla gauchesca, bajo la monarquía absoluta de la guitarra.
Sostienen que a ese “reptil de lupanar", a ese “oscuro orillero” recién nacido, lo bailaron las pupilas y clientes de los burdeles que se extendían hacia los linderos de la ciudad, lejos del centro (es decir, también, en los arrabales). Algunos títulos lascivos, otros sospechosos, de doble lectura, certifican y confirman el lugar del parto. De paso comentan que esta nueva música, sobretodo su danza, escandalizaba a más de a uno. Allí están, como prueba, esos versos transparentes de Carriego y esos turbios ladridos de Lugones.
Zonas posibles de alumbramiento: cerca del río, del Riachuelo o del arroyo. Los bordes de Palermo, el Bajo, La Boca, el Puerto.

Los detractores de esa idea del burdel como escenario del Big-Bang del Tango prefieren, en cambio, la pureza rugosa del origen proletario diurno: los suburbios cansados, los conventillos de emigrantes marca Caminito, las precarias viviendas cercanas al campo. Eligen este (¿otro?) escenario complejo –pero más fácil de fotografiar y de presentar a una madre– producto de los cambios sociales, macerado en la efervescencia sociopolítica del emigrante, la primera industrialización: transa, contagio y metamorfosis de las costumbres.
Zonas: Mataderos, Pompeya, Boedo-Chiclana-Patricios, Saavedra.

Nosotros sospechamos que el Tango –como cualquier otra cultura clásica– tiene tantos cordones umbilicales que soporta todas las especulaciones. El arrabal, la casa de citas, el bar portuario, el almacén, el tano, el franchute, el Ruso, el Gallego, el Yoni, el Gaucho, el Negro, el Indio.
Creemos, como creía Tío Horacio, que en aquellos primeros compases de la Guardia Vieja, en los tejidos melódicos de Ponzio, Villoldo, Arolas, Greco, se palpan los hilos de la Habanera (el Chotis, la Mazurca, el Vals, la Polca) cruzados por los de la tradición folklórica criolla.
El tío Horacio, músico y eterno aspirante a poeta, decía algo parecido:
Que los primeros Tangos se tocaron en piano, flauta o clarinete, violín y guitarra. El bandoneón, un instrumento concebido en Alemania con intenciones litúrgicas, llega después y copa la parada. Decía también que en su lenta difusión hacia la aceptación masiva no hubo radios ni discos sino Organitos. Esa vieja rockola alemana funcionaba haciendo girar una manijita, un cilindro que venía “grabado” de su lugar de origen con valses y polcas y que fue a Villoldo a quien se le oscurrió: mandar a “copiar” cilindros con sus composiciones... A partir de entonces, pongamos que a principios del 900, los organitos patrullaron la ciudad moliendo Tangos.
La guitarra era, hasta aquel entonces, el instrumento preferido de los arrabales. El instrumento por excelencia. Muchas veces el único. Señoreaba desde siempre en la pampa conquistada y sus fortines, manoseada por los gauchos, cruzada en banderola en las espaldas de los jinetes.
El mismo Don Horacio una vez, guitarra en mano, nos descubrió que en el contrapunto de la milonga está el Tao del Tango. “No se sabe quien es el padre, decía, pero el payador es la madre del Tango”.

Por suerte no somos ningunos caídos del catre. Somos gente viajada. Hemos viajado y seguimos viajando mucho. Es decir, cada día, cientos de kilómetros. El más pibe de nosotros lleva cuarenta años arriba del taxi (así que calculá). Conocemos la ciudad de punta a punta. Cada calle. Cada esquina.
Los muchachos reunidos en esta mesa (y acá me dicen que también Daniel –el mozo de »El Destino«– y los que hoy no están, incluimos a Lucio y a Tío Horacio –que en paz descansen– todos nosotros, decíamos –y no podría asegurar si las copas consumidas durante la charla no pesan peligrosamente en la certeza– negamos rotundamente que el Tango sea “un sentimiento triste que se baila”.
Ojo. Somos razonables. Alguno de nosotros hasta ha sufrido los dudosos beneficios del sicoanálsis. Somos amplios. Nos da igual que otros discutan si es una bailanta franelera de dudosa procedencia o un lucrativo producto de exportación como el Trigo o la Carne. O si es kitsch o si es grasa.
Nosotros preferimos afirmar. Aún en la certeza de que no estamos seguros de nada porque no sabemos una mierda (como diría Marechal »Nosotros hacemos algo así como el turismo de la duda«).
No sabemos si el Tango es un Ser. Pero creemos que es una manera de estar.
No en vano, en una de sus habituales respuestas zen, cuando le dispararon la típica “¿qué es para vos el Tango, Lucio?” Lucio dijo: ¡Miauuu!.
(A propósito: muchos años después me lo encontré a “Tío” Lucio. No exactamente a él sino a su voz. Para esa época yo ya estaba arriba del taxi y el tenía un programa de radio de madrugada. No parecía más viejo. Algo más didáctico, cansado tal vez. Aquella noche dijo con voz escabiada: “el Tango es como el agua: es un mal necesario”).
Por eso es que poniendo un sello con la estampita de San Pugliese en el ángulo superior izquierdo y resumiendo, nosotros afirmamos:
Que el Tango nació cerca del Paraíso y es la guapeza de responder de forma rotunda a aquellas viejas preguntas hinchapelotas e incontestables.
Que el Tango nació cerca del Paraíso y es la manera que encontraron los hijos de la tierra arrasada, la inmigración y el mestizaje de tener una estirpe, de afirmarse en la noche oscura del alma blandiendo una tradición épica, heroica, anarca, quijotesca que, ignorando las gestas colectivas que abonan toda noción de nación, sigue la linea Fierro-Moreyra, la línea polvorienta de la desventura del hombre solo frente al orden y frente al caos.
Esta afirmación es un amasijo de metafísica, ética, estética, música, literatura y danza.

Gervasio Villamil, taxista
(Desde el Bar »El Destino«,
Gallo y Humahuaca, Buenos Aires)

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