27 de abril de 2007

MATROSCHKA

Como casi todas estas últimas tardes de sol me siento a leer en la vereda del Murr.
Un hombre en silla de ruedas –pinta de indigente modelo ost, cara de buen bebedor- me pide una moneda.
Estoy leyendo un articulo del mexicano Sergio Pitol acerca de uno de los sueltos de Borges en El Hogar (1939). Alli el argentino comenta un libro del irlandés Flann O’Brien At Swin-Two Birds.
Borges resume el argumento: »Un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín que escribe una novela sobre los parroquianos de su taberna (entre quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas donde figuran el tabernero y el estudiante«.
El mendigo me saluda y entra en el bar de al lado del Murr para lo cual abandona la silla (el bar se inicia con dos escalones molestos).
La silla, sensible a la leve inclinación del terreno, con una mochila cargada de cosas en el espaldar, se desliza hasta la mitad de la vereda y se queda estacionada en diagonal, esperando.
Al rato el tipo sale del bar y se apoya en su vehículo, justo cuando he terminando de leer el artículo y estoy pensando -¡otra vez!- en la posibilidad de abocarme a la aventura de un Blogroman en donde escribiría como si fuese Dardo Ferrari, el Tano, una novela en la que el Tano escribiría sobre un tal Morán, su tío o su padre, y sobre el Gato Villamil y sus andanzas por estos pagos y a su vez el Gato escribiría sobre el Tano y sobre el Gordo Heiko, es decir, sobre mí.
El mendigo me vuelve a saludar y tengo la breve sensación de que es el mismo primer y único saludo, su eco en la tarde. Pero al corresponderle comprendo que mi respuesta es otra, es nueva. Este pensamiento me impulsa a buscar su mirada y volver a saludarlo con una nueva inclinación de cabeza. Esta vez se me queda mirando, serio.
Con cierta dificultad vuelve a montarse en su silla de ruedas. Extrae un paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa sucia. Me hace un gesto como de convidarme; le devuelvo otro como de no-gracias.
A su espalda, mientras él enciende un rubio, veo venir a dos adolescentes. Al pasar a nuestra altura encaran a mi amigo y le piden cigarrillos. El mendigo vuelve a extraer sonriente su atado y les convida. Los tres se saludan a voces.
Cierro el libro de Pitol y pienso que tanta amabilidad y simpatía nos es usual por aquí. Me digo que sin duda es el sol, tantos días seguidos de sol actúan de esta manera, como una droga de buena honda sobre la gente.
Me quedo pensando en el At Swin-Two Birds y en la posiblilidad de que tanto la novela como el tal Flann O’Brien no sean más que otra fabulación borgiana.
Me viene de golpe el recuerdo de un sucedido vivido o inventado por el Tano, una anécdota de hace ya unos años, de cuando todavía existía La Típica de la Diáspora y todavía estaba el Gato entre nosotros.
Habían ido a la Bretaña a animar un festival o un workshop de fin de año. El Tano se había hecho una ilusión bárbara con que se escapaba del crudo invierno berlinés a las costas de Francia y resultó que, obviamente, en la Bretaña el clima estaba igual o peor.
Los habían alojado en unas barracas individuales, una pegada a la otra, como vagones de tren. El Tano contó que la penúltima mañana, la primera del nuevo año, tuvo la sensación de que los cuartos no estaban enganchados en suceción, sino uno dentro del otro.
Trato de imaginarme ese día. Al Tano encerrado como siempre en un cuarto, en su matroschka de motel, tal vez practicando con su fueye o leyendo o quejándose silenciosamente de todo.
Obedezco el impulso y abro otra vez el libro de Pitol, esta vez para buscar en las últimas páginas un par páginas en blanco. Escribo:

Desde el cuarto de al lado me llegan las voces y los suspiros del fueye. Florian está estudiando, como cada mañana a esta hora.
Se escucha también el golpe del metrónomo. La melodía de El último organito pespunteada por el paso monótono del tiempo.
Hace un frío del Orco. La comida no está mal pero la calefacción es insuficiente. El agua de la canilla tiene un gusto raro, hace que el mate sepa a viejo, o a ajeno.
Yo también debería “estrenarme” un poco como decía el Ruso (“vos estrenate siempre si querés estar en dedos”, decía). Al menos la variación de Café Domínguez que siempre nos sale para el culo y entonces se me quedan mirando como si sospecharan o más bien verificaran que es mi culpa.
Pero, ¿cómo se puede tocar con este frío? Mate y venga.
En un rato es la prueba de sonido para la última milonga. Para colmo estos franceses que al final entienden menos todavía que los alemanes.
Ahora llueve afuera. A diferencia de lo que me suele mostrar mi ventana en Berlín, ésta reproduce un triste paisaje impresionista titulado Il Pleut sur l´Bretagne.
Hablando de llover anoche fue una lágrima. La pareja más joven de bailarines va para bisabuela. Aplauden con un desánimo patético, como si tuvieran llagas en las palmas de las manos.
A las pocas horas, por contraste de ausencia –síndrome de abstinencia de la belleza-, te quedás mirando una madama de sesenta y pico y pensás, no está tan mal la veterana.
La viejas que andan solas esperan oferentes en las sillas mostrando sus piernas enguantadas en carísimas medias de seda: envoltorios de pendejas disfrazando momias.
¡Lo q´és tener billete! Otro lujo del premiermonde: la inmortalidad en cuotas.
Uno de los maestros argentos, un pibe como de veinticinco pirulos, viene y me dice que al lado de tanto jubilado él se siente un nene de jardín. Me lo quedo mirando y pienso, mirá vos gurí, al lado de tanto jubilado yo me siento un enanito de jardín, más viejo y más tieso que ellos.
Estamos alojados en celdas individuales que la sobrevaluada elegancia francesa se complace en llamar búngalos. Los compañeros ossis de la orquesta coinciden en compararlos con los pabellones de los complejos vacacionales socialistas allá en los tiempos de la RDA.
Estas giras me resultan cada vez más difíciles. Extraño cada vez más Berlín. Tal vez no sea Berlín sino mi casa lo que extraño. Tal vez nos sea en sí la casa sino más bien a Amparo. Tal vez la Vasca sea mi casa, mi ciudad, mi mapa, mi provincia, mi tierra.
En todo caso, extraño a Amparo como si la Vasca fuese el único, el último ser humano que tiene algo para decirme.
Un poco para no seguir pensando siempre en lo mismo, manoteo el faber y una hoja pentagramada. Escribo:

El Gato se despertó con Café Domínguez. El fueye del Tano traspasa las paredes, pensó. Eran unos cuantos compases de la variación que llegado a un punto tropezaban y volvían a empezar.
Había una chica durmiendo a su lado. A pesar de lo estrecho de la cama marinera, verificó al incorporarse mientras la miraba, que había dormido plácida, profundamente. Los cuerpos parecían haberse entendido perfectamente en el encastre, en la repartija del espacio.
Mirándola dormir se fue acordando. La morocha de pelo cortito con la que en algún momento se había puesto a bailar. Casi recordó su nombre… una canción de Brel, pero cuál. ¿Mathilde?
Aquel comment tu t´appelles, donde su propio francés se agotaba -seguido de un ah, sí, como la canción de Jacques Brel, oui oui, c´ça- había sido el único diálogo que lograron sostener.
A un costado y al otro de ellos mismos bailando había fluido la euforia de la noche, las copas de champán del año nuevo.
No pudo acordarse de mucho más. Tal vez no había mucho más, al menos en esa parte de la fiesta.
Apoyó el codo en la almohada y se sostuvo la cabeza, mirándola. Le gustó el olor, le devolvió los pliegues más tibios de la madrugada, los abrazos en la semioscuridad, el lento despestañar de los vestidos, las silenciadas risas.
Se acercó aún más para olerla mejor. La piel despedía un aroma sospechosamente conocido, una fragancia familiar, el olor que él hubiera tenido de haber sido mujer, de haber sido francesa.
Recorrió el cuello sin tocarlo, sobrevolándolo, a medio centímetro de la nariz y de la boca. Llegó al pelo subiendo desde la oreja. Negro y cortito.
¡Natalí!: le cayó el nombre desde el fondo de un pozo.
Olía a lluvia o a bosques acostumbrados a la lluvia.
Esta chica, pensó, debe ser de por acá, de la Bretaña.
En eso estaba, planeando al ras de su cara, olfateándola como si fuera a devorarla, cuando la mujer abrió los ojos.

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