26 de octubre de 2007

ELISEO (IV)

Una noche intermina-ble lo envolvió en los fiordos boreales. Era una rara oscuridad, visitada por una luz líquida proveniente del suelo helado. Envuelto en corambres de marta, que había recibido a cambio de canciones, recorrió esa costa. En una abrupta península vislumbró una figura al borde del mar y se acercó. Era una muchacha de cristal sentada sobre un blanco acantilado, señalando con su brazo extendido hacia el este, hacia un grupo de rocas que salían del mar, unos quinientos metros más allá.
Se la quedó mirando extasiado. Llegaron a su memoria unos versos que no recordaba haber leído:
No hay hermosura así
sino tallada en brisa
brazos de sauce luminoso
dedos de noche lanceolada
señalando mi alma
Sintió que se le nublaba la vista. Debe ser el viento, se dijo.

–¿Cómo te llamás?
Ella no contestó. No se movió siquiera. Sus ojos color ámbar verdoso eran una luz intermitente apuntando a los acantilados lejanos, desnudando de oscuridad rocas y espuma.
Eliseo se quedó a su lado esperando respuesta. Al rato preparó su vitrola y se puso a cantar. Pero no pudo. Se sentía fuera de sí, no podía entrar, llegar al centro de su canto, lo que escuchaba salir de su propia boca le pareció afectado.
Por primera vez esperaba algo de su voz y se sintió inseguro.
«Esto debe ser la tristeza» convino. «Esa palabra que tanto me atraía ahora me duele»

–No puedo quedarme con vos –le dijo, medio apurado por el desasosiego– tengo mucho que andar.
Ella no contestaba. Su propia voz le sonaba irreal. Meditó largamente, sin dejar de mirarla. «Quien sabe si no es una Esfinge como la de Tebas. Pero la Esfinge de Tebas hablaba. ¿No será una sirena?» Y se quedó pensando sin dejar de mirar las piedras encendidas de sus ojos. «Está desnuda. Seguramente el frío no la deja cantar ni moverse. Quizá haya que esperar la primavera. Si es una sirena quizá me enseñe canto». En ese punto se dio cuenta de que la nieve le llegaba a la cintura.
Hizo un pozo profundo a los pies de la muchacha, a su amparo. Colocó sus discos como paravientos alrededor de la guarida.
Se entretuvo el resto del invierno mirando el cielo y su reflejo en la espalda y el cabello acerados de la sirena-esfinge. Calculó con el sextante las distancias entre las diferentes zonas de su cuerpo, recitó poemas a su quietud, le contó historias a su silencio.
La primera mañana de primavera lo despertó un beso húmedo y fresco como un brote, y una voz:
–Buen Día, Eliseo. Me llamo Walda.

Eliseo no podía creerlo. Una muchacha de cristal de roca, cabellos de cuarzo y enormes ojos de ambar verde le servía un desayuno de luz y palabras tibias como caricias. Podía sentir la brisa fresca de su aliento. Su voz le recordó el sonido de las ramas de abedul agitadas por el viento.
–¡Hey… Hola! ¿Te sientes bien? Tal vez tomaste demasiado frío…
–Si, no, capaz –reaccionó por fin –estoy jo, me… sí, bien. Mi…
–¿Mi?
–Mi no… Mi nombre es Eliii…
–…seo, lo sé. ¿De dónde vienes?
–Vevengo de lejos. De las orillas del Marrón.
–¡Eso queda muy lejos! Más allá de las selvas y los pantanos del Sur; más allá del Tupí!
–¿Y vos cómo sabés?
–¡Mi padre me ha contado tanto sobre el sur! Se sabe de memoria el mundo entero…
–¿Quién es tu padre?
–Se llama Boreas, Señor del Viento Norte. También me habló de ti…
–¿De mí?
–Mi padre sopla en mis oídos todo lo que sucede.
–¿Hace mucho que estás… que vivís aquí?
–No sé ya cuánto tiempo. Siempre he vivido aquí. Mi padre, cada tanto, talla a sus hijas en el hielo de los fiordos. En la larga noche del invierno alumbramos los arrecifes para orientar a los marinos o anunciar el peligro.
–¡Las Ninfas! Tata Catriel me habló una vez de las Ninfas de Boreas… Y yo que pensaba que no era más que otra de sus historias…
–¿Qué haces tan lejos de casa?
–Soy un Busca… un… algo así como un…
–¿Un…?
–Nada, solo viajo. Quería apenas recorrer, conocer. No lo sé muy bien.
–El Tigre Blanco es la excusa perfecta. Vive tan lejos que casi está fuera del mundo. Siempre más y más hacia el este. Mi padre dice que vive más allá de la estepa y la tundra. ¿De qué te ríes?

No lo sabía. A esta altura a Eliseo el asombro le daba risa.
Disfrazadas de estrellas fugaces fueron pasando las horas. Como la noche ahora no llegaba nunca, acaso pasaron días y días de luz inmarcesible. Charlas condimentadas de sustanciosos silencios demorados en los ojos: elocuentes miradas alimentadas de monosílabos rumorosos.
En algún momento de aquella eternidad transparente Walda le contó a Eliseo una historia de tempestades y naufragios mientras él repasaba los petalos de la vitrola y acomodaba sus discos. Entonces, concluida la historia, la miró a los ojos y le dijo:
–¿No te gustaría venir conmigo? – y viendo un sí rotundo dibujado en la sonrisa diamantina– ¿Te parece que tu padre nos dejaría?
Walda miró de una punta a la otra la costa que, exultante de brillos bajo el sol, parecía un diamante facetado inmensurable.
–La dirección ha cambiado. Mi padre está camino al sur, de vacaciones… no volverá hasta muy entrado el otoño. Me gustaría mucho irme contigo, mostrarte mi norte, intercambiar nuestras historias, nuestros nombres.
–¿Nuestros nombres?
–Sobretodo me gustaría demorar contigo la llegada de mayo.
Se quedaron así, un largo rato, las miradas y las manos entrelazadas. Eliseo sintió que los ojos de Walda eran también los suyos. Eso fue lo que sintió. No hubiera podido explicarlo.


(Ilustración: Walda, detalle, Sergio Gobi 2002)

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