31 de octubre de 2006

ELISEO (I)

Maroma es una ciudad tremendamente calurosa y amarilla, una ciudad de barro levantada al borde de un río tremendo color barro, más ancho que un océano. Aquella soleada mañana también era, como hoy, domingo. Y ojo que no me lo contaron, yo mismo estaba allí, en el Mercado de Pulgas, en el puesto de Don Catriel, decidido a comprarle una vitrola tremenda que el viejo tenía y que yo ya había visto en un viaje anterior. Era, como decirte para que me entiendas bien, era… realmente tremenda. La bocina parecía un lirio verde gigante, con filetes dorados y rojos en los bordes de los pétalos. Le pregunté si funcionaba.
–No se sabe hasta que se averigua– me contestó la voz ronca del indio.
Catriel lucía siempre unos pequeños anteojos negros pegados a los ojos. De hecho, jamás se le veían los ojos, como si en vez de tener ojos, tuviera sólo esos anteojitos negros. Hablaba muy raro, me acuerdo. Estaba siempre inmóvil, sentado en un banquito de lona. Fumaba un chala, que es un cigarrillo hecho de hojas de maíz. Parecía mirar algo invisible en dirección al río. Tan quieto como su vitrola. Cada tanto pitaba el chala apagado.
No sé si era Catriel que no me daba pelota o qué, el asunto es que estaba tan impaciente que me puse a probar yo mismo la máquina. Tomé un disco cualquiera de los que había sobre la mesa, hice girar la manivela y cuando el disco comenzó a dar vueltas, apoyé la púa… y nada. Volví a intentarlo con otro disco. Y otro. Nada.
–Mi viejo Catriel –le dije–, tu hermoso aparato no funciona. Creo que tiene rota la bocina.
–¡Ñunque! –me contestó (siempre decía esa palabra, ñunque, una palabra tremenda, una palabra comodín que podía significar tanto sí como no, mucho gusto, hasta mañana, no tengo cambio, saludos a tu familia y así).
–La Vitrolita es nuevita- me aclaró- Tenga por seguro que son los discos. Me los vendió un Dotor que es coleccionista de silencio –me explicó, aún sin moverse.
Y yo, que en aquel entonces era todavía más tonto de lo que soy ahora, le dije que no, como un tonto, que para qué quería silencio, que en casa tengo ya suficiente silencio… Eso le dije, mirá si seré tonto, y me retiré con una sonrisa socarrona, que era también un vago saludo.

Y fue pasando, lento y caluroso, el día de feria. Recién hacia el atardecer, cuando el sol iba cayendo como una naranja extraterrestre en el rojo horizonte del río, el viejo indio comenzó a moverse lentamente. Claro, el día de mercado llegaba a su fin y había que guardar las cosas. Como era ciego, se puso a ordenar al tanteo y cuando rozó la bocina de la vitrola se acordó… se dijo: No estaría mal escuchar uno de esos discos de silencio. Y apoyó la púa, olvidando girar la manivela… Y claro, no pasó nada.
Qué raro –murmuró– esta mañana sonaba tan bonito. Le dio unos golpes a la bocina y oyó un quejido. Volvió a golpear más fuerte y entonces lo que escuchó fue un llanto.
¡Mirá vos che que disco más macanudo! Igualito al llanto de un bebé –reconoció y se sentó en su banquito a escuchar.
La vitrola lloraba cada vez más fuerte y el viejo no podía oír las quejas de sus vecinos. La voz tremenda de Doña Trinidad, la mujer del puesto de al lado, le llegó recién cuando ésta le gritó en el oído:
–¡¡¡Cálle usted a ese niño Don Catriel!!!
Pero cuando el viejo levantó la púa el llanto no se detuvo, incluso pareció sonar más fuerte.
–¡Ñunque! Esta vitrola lo que tiene es hambre –sentenció, y metiendo la mano en la bocina, extrajo un bebé muy pero muy pequeño, que al solo contacto de su mano se calmó, sin dejar de mover bracitos y piernas tan delgados como los de un pajarito.
−¿Qués lo qués eso Don Catriel? –preguntó Trinidad con la boca abierta
−Usté que tiene buenos los ojos me lo dirá, Doña Trini, pero yo, al tanteo, le diría que es un pichón de hombre nacido en el corazón de una vitrola.
−¡Santa Maroma! ¿Pues que va a hacer usté, a su edad, con un niño?
−¡Ñunque! Lo primero es lo primero –afirmó Catriel con el niño entre los brazos– Lo que le anda haciendo falta a esta pulga es un nombre. Pensemos…
El niño jugaba con los largos cabellos blancos del viejo. La mujer, como iluminada por una idea, exclamó:
−¿Qué le parece Idelfonso, como el santo? Hoy es San Idelfonso… Le cae justito!
−¡Ay, doña Trini, pobrecito! Si hasta a usté se le traba la luenga al pronunciarlo. Hagamos las cosas bien. Todo tiene su fuente –Catriel pensó un momento mientras zarandeaba al niño– Usté que tiene buenos los ojos, digamé qué dice el disco…
−El disco…, ¿Qué disco?
−El disco que está puesto en la vitrola. Léa usté la etiqueta… Algo tendrá esa música que pone a nacer las cosas.
La mujer se acercó a la vitrola y leyó: «Eliseo Luna y sus Satélites»
−¡Ñunque! Doña Trini… ¿No le digo? Todo tiene su fuente –dijo acercando su cara al niño–: esta pulga es cantado que se llama Eliseo.


(Ilustración: En el Mercado de Pulgas, detalle, Sergio Gobi 2002)

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