15 de octubre de 2006

BEROLINEANAS

Berlín, lunes 23 de noviembre de 1995. Querido diario. Bruscos atardeceres a las tres de la tarde. Tres mañanas seguidas de sol. Puentes que cruzan cursos y canales. Ciudad surcada por un estuario de tiempo.
Viejos Lobos del tiempo del compás y el martillo. Sobredosis de souvenirs de la RDA. Solo Sunny de Konrad Wolf. Discos de Wolf Biermann. Y la sombra de Christa. La sombra de un país que ya no existe. Hace apenas seis años que cayó el muro y calló todo. Parece prehistoria. La Piel de lobo abriga ahora los cuellos perfumados de las chicas de la coalición.
Petra -mi casera-, como puede, traduce: El sueño socialista no era malo, dice Karsten, su novio. La idea era buena, dice, pero el hombre es abyecto, afirma (buscamos la palabra–niederträchtig- en el diccionario). Lo repite dos o tres veces con una sonrisa que le ilumina la cara. El hombre es niederträchtig... ¿Sentencia bernhardiana?
A la mañana voy a la escuela (no se para qué, creo que el alemán no es para mí, no me entra). A la tarde trato de tocar un rato el fueye. A la noche me cruzo al Tilsiter. Beo y lebo. Cuando no puedo más me subo a la holandesa y pedaleo hasta el naufragio.
Berlín, 24 de noviembre de 1995. Querido Martes. Una vieja canción portuguesa reza: “esta calle se llama soledad”… La calle donde vivo se llama Richard Sorge. Sorge, me dice el diccionario, quiere decir preocupación, alarma, aflicción, pena.
Berlín, miércoles 25. Todas las viejas casas del viejo Este tienen un viejo sistema de calefacción. Enormes estufas, salamandras de material alimentadas a carbón. Miden unos dos metros de altura y están revestidas de una especie de mayólica. La verdad es que son bonitos los armatostes. Cada departamento tiene, en el sótano comunal de la casa, su cuartito para el carbón. Hoy Petra me enseñó por tercera vez a encender mi estufa (que acá le baten Ofen). Creo que Petra me tiene miedo. Y yo a la estufa. Hace una semana lo intenté por primera vez y vinieron los bomberos. No lo hice tan mal. Parece ser que el tiraje estaba tapado un par de pisos más arriba. Los pasillos empezaron a llenarse de humo. Yo ni me enteré. Alguien llamó a estos hombres. Tres autobombas y un patrullero. Hacían tanto ruido y montaron tal operativo en la cuadra que abrí la ventana. Los bestias habían cortado la calle. Salí al balconcito y me puse a campaniar. La gilada miraba para arriba. Qué habrá pasado, me pregunté, algún vecino tratando de apresurar su infierno. Era yo. Entraron tres bomberos enormes a casa, con trajes fluo y cascos de la Guerra de las galaxias. Revisaron mi estufa. Me acribillaron a preguntas incomprensibles con notable malahonda. Me los quedé mirando y les expliqué, por supuesto que en español, la posta. Uno de ellos intentó algo en inglés. Hice un gesto elocuente... Pobres, ¡inglés a mí...! Se miraban entre ellos, hacían comentarios de desaliento. Tuve la sensación de que a sus rostros nórdicos los agravaba una especie de impotencia babélica. Se fueron de golpe, saludando animosamente, como aliviados. Antes de despedirse me apuntaron con sus dedos, supongo que amonestándome, como a un abuelo estúpido.
Berlín, viernes 27. Querido noviembre: ¿Porqué los años se cumplen? Porqué no se reciben, o se tienen, o se son, o se encarnan (qué-loen-car-nes-fe-liz… suena para la mierda). En fin, cumplo cincuenta. Cumplir es un verbo fascista. Un día como cualquier otro, me dije todo el tiempo, todo el día y todavía no me creo.
Toqué el fueye un par de horas. Después me fuí al Tilsiter y me vi «La Leyenda de Paul y Paula». Lloré como un otario.
Berlín, noviembre/95. Querido Domingo. Un zumbido en la oreja. Y el rostro que no para de contorsionarse. Pierdo color, o gano el tono berlinés de bandera de rendición. Las marcas se me antojan cada vez más profundas. Podría presenciar este proceso ineluctable con solo permanecer unas cuantas horas frente al espejo. Vería la lenta transformación, los poros como granos de arena expuestos al viento del tiempo que labra con ellos, a su capricho, surcos y landas de gravedad irrevocable. No tengo el coraje. Soy un testigo involuntario e intermitente. Recién, por ejemplo. En el espejo que hay detrás de la barra del Tilsiter acabo de verlo. Me vi durante unos pocos segundos. Después bajé la vista. Mezcla de vergüenza, desagrado y bronca y pena. Esa accidentada superficie blanquecina, rosadita. Y este zumbido que me sigue como perro e´sulky... ¿Será producto del esfuerzo que hago por entender lo que oigo? ¿O el esfuerzo de sacarle notas limpias al fueye con los chorizos desobedientes y torpes de quien empieza demasiado tarde?
Seguramente no. Seguramente no es nada de eso.
No sé. Algo me dice que es el ruido del rostro que decrece.
Lunes. Querida Berlín: Anoche soñé que una serpiente me lamía la oreja. Una sensación agradable. Había como una dedicación maternal en su lamer, como si tratara de revivirme (la serpiente olía a lavandina, como las manos de mi madre). Yo dormía en el sueño, dormía con los ojos abiertos. Llevaba los ojos abiertos y pensaba: tengo puestos los ojos abiertos de mi viejo. Me desperté empapado. Pensé, estoy curado.
Pero el zumbido seguía, sigue ahí.
Después el día extremadamente frío, gris y corto. Todo velado. Las voces, los rostros, las tazas de café. No fui a la escuela. No se si voy a volver a esa escuela. Mis compañeros son tan amables y tan jóvenes... Me pasan de parado. Mi fracaso con el alemán clama a los Dioses.
Berlín, diciembre 95. Me temo que no estoy en ninguna parte. Como si una película invisible se interpusiera entre los otros y yo. El zumbido continúa. Ahora, en el silencio de mi cuarto, pareciera que un grillo robótico cantara letanías, lejos, o dentro de un frasco.
Sábado. Querido diciembre: Anteayer a la mañana, en el parque de Friederichshain, un hombre llamaba a una mujer con aquel nombre, el innombrable, el nombre prescrito. Creí que iba a suceder algo dentro de mí. Ahora que fue pronunciado y la viga maestra sigue en pie, reparo que el templo es sólo míseras paredes decoradas con varias figuras de la misma divinidad olvidada cuyo nombre el dolor enterró bajo siete llaves. Hubiera querido decir: lo reconstruiré en tres días. Pero está intacto. Hubiera querido escribir: «yo, que te había visto entre las cosas primordiales, me enfurecí al oír tu nombre en sitios tan vulgares». Hubiera querido escribir, en japonés, palabras disolutas que se comportaran como gallos de riña.
Berlín, 18 de diciembre de 1995. Querido cuaderno: Me voy acostumbrando a naufragar en bicicleta, soportando el diluvio, con los anteojos anegados, yendo y viniendo de memoria, cargando con la memoria de cada pareja de bestias hasta avistar una paloma. ¿Cómo será la nieve? No puede tardar en llegar.
Miércoles. Queridas notas, aguante la monada, un poco de amor no estaría mal. Por ahora las mujeres se espantan ante mi frente demasiado azotada por las tempestades y mi pringoso desalineo. Todo sucede en alemán. A veces en inglés, lo cual es peor. No me quejo. No extraño Rosario. Prefiero este bar bar bar incomprensible que surco a bordo de dos enormes ruedas holandesas. Además en Rosario no se puede envejecer como es debido. Aquí no tengo camuflaje. Tengo cincuenta años y se notan. Mi lucha con los espejos responde a eso. Poco a poco se irán acomodando los relojes. Son las cuatro de la tarde y es noche cerrada.
Lunes. A medida que se acorta la luz de los días veo más claro. Cumplo: seis meses en Berlín.
Berlín, diciembre del 95. El optimismo es estúpido y ocioso, pero muy sano. Me siento tan bien que no tengo ganas de escribir.
Jueves. Querido diario: Ahora sí: Los hechos: el viejo edificio de la calle Ricardo Aflicción tiene dos puertas. La número 69 –la mía– y la 69 A. Por lo demás, son prácticamente iguales. Las separan unos cinco metros de pared. Si se traspone cualquiera de las dos puertas, la disposición es muy parecida: corredor que da al patio común y escalera a la derecha. Incluso la puerta de Petra, mi puerta, en el primer piso del número 69, es igualita a cualquier otra del mismo edificio, ya sea del 69 o del 69 A. Si uno regresa tarde, luego de una larga sesión de escabio en el Tilsiter, es especialmente notable el parecido clónico entre mi puerta, la de Petra, y la correspondiente del primer piso del 69 A.
Querido diario: te juro que no noté nada raro. En principio, no abría. Pero las dificultades de abrir una puerta en estos caso es conocida: hay una parva de chistes al respecto y más de una escena famosa del cine mudo. Cuando acaso estaba a punto de romper la cerradura una mujer enorme, no muy alta sino gorda, pelirroja, en ropa de cama, bastante enojada, abrió desde adentro puteando… ¡en español! Así es como conozco a Amparo.
Lunes, Berlín, diciembre de 1995. Amparo es de Bilbao. Traductora. Traduce cualquier cosa. Desde un libro de cocina hasta un catálogo sobre bobinas hidráulicas. Me dice que está conforme con su vida. Su casa encantadora. Sus ensayos en un coro de música ficta. Su rutina. Me dice que es feliz. Le creo. Aunque tengo la sensación de que algo la apena, presiento una recóndita tristeza, como si, pasados los cuarenta, se hubiera enamorado como una adolescente del hombre equivocado. Hablamos de esto y de aquello. Bilbao. Rosario. Berlín. La yerma soledad sin hijos. Le pregunto si nunca tuvo el deseo de formar una pareja, de tener hijos. Pues claro, Dardo, dice, pero no me tocó. Y cuando me tocó, pasados los cuarenta, me enamoré como una adolescente del hombre equivocado. Estuve muy enferma. Viví mi amor como una enfermedad. En los últimos diez inviernos apenas si me había resfriado, pero el año pasado casi me muero. Era mi primera vez.
Hay una suerte de telepatía entre nosotros. A ella la asusta un poco. A mi no. A mi me exime, me salva. Nunca me gustó hablar.
Berlín, finales de 1995. Querido diario, hoy es martes. Estamos en un “Imbis” griego de Kreuzberg. La miro. Amparo come como un Pantagruel de gestos lentos, delicados. Me pregunto si todavía tendrá ese tipo metido en el corazón. Tengo una suerte de interés de accionista en eso. Nos quedamos en silencio, mirándonos. Otra vez me lee: Ya no hay nada, hace tiempo, pero todavía está ahí –y hace un gesto con toda la mano, los cuatro dedos juntos apuntando a la grieta profunda que separa sus enormes tetas– no consigo olvidarlo.
Berlín. Querida Navidad: Desde la noche que me equivoqué de puerta estamos mucho tiempo juntos. Son casi dos semanas. No tengo nada que anotar.
O mejor sí, que tiene una extraña consistencia todo esto, el tiempo y el espacio nuestro, juntos. Tal vez es la noche que empieza a la siesta. El frío. La sensación de consumir el triple de vida hogareña. El día es su trabajo –labura en casa– y mis paseos en la holandesa (no volví a la escuela). Luego la noche inmensa, que es nuestra.
Viernes. Contradiciendo la simetría que figura en los planos, por dentro, la casa de Amparo y la mía no se parecen en nada. La pared que en la casa de Petra separan su cuarto del mío acá no existe. Dos estufas calientan el gran ambiente desde los rincones del muro que da a la calle Aflicción. Me explico: De izquierda a derecha: estufa roja, ventana, puerta al balconcito, ventana, otra ventana, puerta al otro balcón, estufa amarilla.Querido y próximo año nuevo: Anoto: veo por primera vez la nieve. Es una noche helada y blanca. Dos fuentes de calor a toda máquina. Estoy desnudo y cruzado de piernas, sentado en un sofá de terciopelo rojo de los tiempos del Ñaupa, escribiendo a la luz de las velas. Anoto: mi Venus de Willendorf duerme despatarrada a medio metro, sobre un lecho improvisado con pieles de cordero. Anoto su paisaje: acción y reacción de curvas. Vastos volúmenes de piel sin labrar. Volúmenes rematados por pliegues pétreos, calcáreos, que al ritmo de la respiración precipitan sobre el vientre lentas catástrofes inocuas. Dos o tres curvas breves y cerradas generan otra mayor y más amplia. Volúmenes marmóreos que dan a cavidades primordiales de desmesurada y oscura vegetación. Sorprende encontrar hombros tan pequeños cuando se han atravesado con asombro tantas convexidades. La Diosa Blanca vasca se da vuelta entre sueños y su fabuloso culo, su magnífico culo prehistórico, parte los pirineos y proyecta una sombra bienhechora sobre los cueros muertos de las bestias inocentes. Rubens: un curvo surco riega la planicie lunar de su espalda ciclópea. Más lejos, en una zona en sombras, como un sol moribundo en las costas de Islandia, su roja cabellera clairol espera el amanecer para arder como el resto de las cosas de este mundo de paja. ¡Oh! Un animalito inmóvil asoma entre los mechones: una mano infantil, pequeña y rosada, como de otro cuerpo.

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