21 de octubre de 2006

KALIDOSKOP

UNO. Ya ni me acuerdo cómo empezó el juego de las fotos. Tiene que haber sido para la época en que el sexteto se convirtió en orquesta, la combi nos quedó chica y hubo que empezar a moverse en tren. Porque lo que sí es seguro, el juego nació en el tren, en los vagones de la DB, para matar el aburrimiento y acortar los trayectos.
Siempre, aún en las épocas más populosas («La Diáspora» llegó a tener once músicos + cantor), las disposiciones en los compartimentos fueron desde un principio más o menos las mismas: estábamos divididos en tres grupos que con el tiempo fueron sectas irreconciliables, apenas unidas, o más bien abrochadas, por el clip fugaz de milongas y conciertos.
Al principio fui miembro parejo de dos de estos grupos, pero este donjuanismo me fue granjeando una injustificada fama de correveidile y tuve que elegir.
Calculo que lo de la fotos empezó para cuando había definido mi posición sudaca-separatista. En nuestro compartimiento llegamos a ser cuatro: el Tano, Ciro, Mauricio y yo. Es decir, los únicos sudamericanos de la banda.
El Tano –Dardo Ferrari– era por aquel entonces un rosarino cincuentón tan miope como melanco, versado como pocos en el sinuoso arte de la conversación, un talento que no derrochaba como músico (a decir verdad –él era el primero en reconocerlo– era de una mediocridad palmaria como bandoneonista).
Ciro fue la última incorporación de La Diáspora y también el músico que duró menos. A mi gusto, uno de los mejores bandoneones que oí en vivo, un sonido deforme y mugriento, con el más cabrero de todos los “cerrandos”. Recuerdo sobretodo su voz afónica y a la vez potente a contrapelo de su cara de laucha. Recuerdo que, a pesar de que no ganaba mal, vivía miserablemente, juntando cada moneda para poder viajar cada año a Montevideo, visitar a su prole innumerable, acercarles un mango. El Tano lo llamaba Mondiola y se notaba a la legua que el apodo no le gustaba en lo más mínimo. Sin embargo jamás dijo nada: se querían mucho y eso también era evidente.
Mauricio es un carioca alemanado con el cual todavía nos vemos de vez en cuando. Un excelente guitarrista pero, sobretodo, uno de esos músicos que tocan bien cualquier instrumento con la misma facilidad con que hablan varios idiomas... Por entonces vapuleaba bastante bien el contrabajo. No la rompía, pero tenía solidez. Y esa fe, esa convicción que hace falta para cargarse la banda sobre los hombros, tirar para adelante... y hacer bailar a la monada.
Lo de las fotos fue idea de Ciro. Pero fue el Tano el que le dio, casi sin que nos diéramos cuenta, cuerpo y reglas, algo así como su forma última. Quiero decir que el juego, tal como lo recuerdo, llevaba el sello conceptual del Tano.
La cosa consistía en mostrarnos fotos, fotos orales, charladas, descripciones de algo o de alguien, lo más despojadas y breves posible, que se iban como barajando en ronda hasta que alguna despertara el interés de los otros.
Había que ser rápido. La lentitud estaba impelida menos por la impaciencia que por la consabida prohibición de exhibir una foto demasiado pensada, demasiado retocada...
La reacción debía ser colectiva –si bien todos sabíamos que, en el fondo, el verdadero poder de aprobación o desaprobación era del Tano–. La señal era consensuada silenciosamente, intercambiando miradas que acababan –o no– en una cabeceada general.
Por ejemplo, uno agarraba y decía:
–Una mujer bastante vieja, aunque tal vez menos de lo que aparenta, blanco teta, bastante gorda. Está en la playa. Tiene una maya negra de tela gruesa como de los sesentas, de esas que tardan siglos en secar. Tiene una toalla mojada sobre la cabeza: no se le ve más que un gajo de la cara y la nariz.
Si la foto no despertaba interés, entonces le tocaba al siguiente.
–Un adolescente de rasgos algo femeninos. Pelo muy largo y lacio. Está en la mesa de la vereda de un bar leyendo el diario.
Supongamos que había una primera instancia de aprobación. En ese caso el portador de la foto tenía que acercar un par de detalles más:
–Está atardeciendo. Hace calor. El flaco se descalzó las hojotas y el gato del boliche juega con una de ellas bajo la mesa. Si los detalles atizaban el interés –o la avaricia, como decía el Tano– se le pedía al portador otra ronda. Estas podían formar todo un cuadro de situación o, en el mejor y menos usual de los casos, conducir a toda una historia.
Con el tiempo el juego se fue cargando de reglas no escritas. De algo así como una ética de la estética intrínseca del juego. Así, estaba mal visto, por ejemplo, incorporar a la descripción de la foto elementos evidentemente provocativos o demasiado seductores, es decir, trucos que condujeran a despertar la “avaricia”, el interés inmediato.
–¡Puro glutamato!, sentenciaba el Tano.
Había que tratar de presentar las imágenes de la manera más lacónica, más frugal posible. Con la intención, o mejor, con la ilusión, de que el Ser de aquello “fotografiado” despertara per se el anhelo, el deseo o la nostalgia de conocerle un rasgo más.
Pocas veces las fotos nos dieron verdaderas historias. Recuerdo bastante bien algunas de ellas. Algunas suenan a cierto. Otras parecen delatar su artesanía circunstancial o los fraseos improvisados sobre la base rítmica del traqueteo simétrico del tren.
La que viene a cuento es una que presentó Mauricio. Mauricio es un multiinstrumentista políglota que se mimetiza perfectamente en todo bosque de sonidos. Así es que hay que imaginársela relatada en varias cuerdas: a veces en un porteño casi perfecto, otras en un español neutro, aunque siempre con un toque nasal, abrasilerado levemente en la tonada, adornado de vez en cuando de germanismos. Y habría que imaginarse también, ya que estamos, su parsimoniosa cara de pocker, su cara de judío errante acostumbrado a los cambios de milenios.
–Un tipo de mediana edad toca el celo en un cuarto abarrotado de objetos. Algo así como un anticuario. La única ventana es enorme: es una vidriera que da a la calle. La mayoría de los objetos son instrumentos musicales.
Como la primera foto pasa a segunda vuelta, Mauricio prosigue:
–Además de instrumentos abundan las imágenes religiosas: un buda enorme de bronce; un bajorrelieve de Shiva y Parvati; una escultura de la diosa Kali; posters con mandalas...
Un rápido cabeceo general pide otra vuelta.
–En la tienda suena el teléfono. El tipo sigue tocando. Una adolescente de ojos color ambar, rapada, aparece al descorrerse la cortina de caña. Cicatriz mínima en el pómulo, paralela a los ojos. Atiende...
Aquí la descripción es interrumpida por el Tano que murmura con su voz de faso: “Glutamato”. Critica el hecho demasiado sobresaliente de que una adolescente de ojos color ambar además aparezca rapada. Mauricio se defiende, dice que es un detalle que no puede obviarse... Cuando el Tano le pregunta porqué (“casi todo puede obviarse”), Mauri explica que ya son muchos los detalles que “rapó” para mostrar su foto despojada, que la verdad es que hay una larga serie de detalles en la joven –como su perturbadora belleza mestiza, sus piercings, en fin, su vestimenta- que provocarían la inmediata desaprobación general.
Pedimos otra ronda.
–El hombre ya pasó los cuarenta. Se llama Konrad. Tiene una tienda de instrumentos usados, algunos de excelente calidad. La ciudad es Basilea. La chica lleva pelada no solo la cabeza sino también las cejas, adornadas estas por dos o tres aros y clavos de metal quirúrgico, de metal blanco...
–Una especie de Caperucita Punk, digamos –bromea Ciro. Nadie festeja. Nos quedamos mirando expectantes, entregados, ya sin decir nada. Mauri sigue. Despacio se sumerge en la historia.

DOS. Konrad conoce en la India a una brasileña residente en Suiza que lo vuelve loco, llamémosla María. María tiene una hija de nueve, increíblemente despierta y bella que llamaremos Nina. Se han encontrado en el Hasram de Sai Baba y pocos días después viajan juntos a Maharashtra, a Euroville, a Madras y de allí un lento viaje en tren hasta Benares adonde, arrobados por la ciudad sagrada, deciden quedarse un tiempo.
Llevan más de un mes en Benares cuando Konrad, a quien ya se le está acabando el dinero, participa a su amiga de su necesidad de volver a Berlín –ha intentado sin suerte que su madre le gire a su cuenta. María, de quien a esta altura Konrad cree estar completamente enamorado, lo invita a quedarse un tiempo más con ellas.
“Despreocupate, en Benares es blasfemo pensar en dinero.”
Dos meses después lo invitan a regresar con ellas a zurcí y mi amigo, antes de aceptar, decide sincerarse, aclarar las cosas. Hasta aquí la relación de los tres es perfectamente armoniosa. Con la madre, una excelente comunicación minada de coincidencias, un trato cariñoso de profunda espiritualidad no exento de maternales cuidados...
–Por lo visto de coger, ni hablar –completa Ciro.
–Usted lo ha dicho. Ni hablar.
–No me lo interrumpa al señor, Mondiola.
Sigo: con la hija hay un entendimiento casi telepático, lleno de juegos de palabras y sentidos, algunos de un nivel de erudición increíble... La chica tiene algo verdaderamente genial, es una especie de niña prodigio. Y además, practica hacia mi amigo una suerte de amor impecable que él corresponde y sobrelleva con responsabilidad y orgullo.
Podría decirse que todo transcurre maravillosamente. La única sombra es el deseo, el deseo de Konrad. Es por eso que mi amigo, antes de aceptar el convite, procura saber si tiene alguna posibilidad de entablar otro tipo de vínculo con María. Quiere ser su amante, e incluso ya empieza a fantasear, a imaginarse como feliz esposo y padre en Zurich.
Así es que Konrad expone sin tapujos su pasión a orillas del Ganges. A escasos metros está la niña, sentada en perfecto loto bajo una sombrilla de palma, con la mirada dorada perdida en el padre de todos los ríos.
La madre lo escucha con calma y una suave sonrisa pareciera instarlo a desalojar su corazón de toda sombra. Todas estas señales, piensa, le prometen coronar su deseo con las mejores esperanzas. Incluso la calidad del silencio que sigue a sus palabras lo inclinan más y más a pensar en ese sentido. Está tranquilo, casi feliz. Lo ha dicho todo.
Se prolongan en la sombra de los templos el silencio y la tarde. Más bien discurren, como el Gran Río, bajo un aspecto de lentísima y profunda inquietud.
Un rato después siente la mano de María apretar largamente la suya, señal que Konrad, una vez más, interpreta como otro condimento del menú de su dicha.
La respuesta le llega varios minutos más tarde, prologada por suspiros que no sabríamos decir si denotan ternura o cansancio. La niña no se ha movido. La madre, en voz baja, le explica que ella lo quiere mucho pero que las cosas no son así, que lamenta que él no haya visto, que no haya entendido que el motivo por el cual la relación se inició y extendió, estrechándose a tal grado, no es ella sino Nina.
–Mi hija te ha elegido –dispara María a quemarropa. Y al ver la cara de mi amigo, se apura a proseguir –Espera, no te asustes. Te habrás dado cuenta que Nina no es una niña cualquiera. A diferencia de todos nosotros, ella tiene con su propia alma –un alma tan luminosa, tan vieja, tan evolucionada como no puedes imaginarte– un contacto mucho más estrecho que el que tu tienes con tu propia mente. Nina recuerda al detalle su último avatar... y algunos pasajes de dos o tres reencarnaciones anteriores. Yo misma no lo sé muy bien...
Algunos metros más allá la niña se puso de pié. Bajó ágilmente dos, tres, cuatro grandes escalones en dirección al río.
–Aunque no lo creas, no es mucho lo que yo misma sé de ella. Soy sólo su madre biológica, como tantas veces Nina misma se encarga de hacerme recordar. Hay tantas cosas que no sé, que ella no me dice. Dice que si me las dice luego tendrá que explicarlas y que ella es demasiado pequeña todavía para eso.
Al hablar miraba hacia los lados, no como si temiese ser oída, mas bien como buscando las palabras entre las cosas, la arena, el río, los árboles, la gente.
–En este caso, lo poco que sé es que ella te buscó. Te vio en el Hasram y me dijo: Madre, mira, fíjate bien: ese es mi esposo.

TRES. Se había ido a la India con la peregrina idea de aprender a tocar el sitar. Konrad tiene una sólida formación musical, sobretodo como pianista: niñez y adolescencia sin Beatles ni Stones ni Regae ni Punkrock. A puro Beetohven, Schubert, Schumann, Brahms. Las vueltas de la vida, sobretodo la caída del Muro y la muerte de su padre, lo lanzaron tan repentinamente al mundo que mi amigo, berlinés del este a quien todavía le faltaba probablemente un golpe de horno, agarró para el lado del hinduismo. Anduvo liado un tiempo con los Krischnas para más tarde recalar en el Hasram de Baba. Y ahí estaba, sin sitar, sin un marco, viviendo a costas de una brasilera y su hija prodigio.
Después de darle muchas vueltas a la propuesta de María, y sin terminar de entender de qué iba la cosa, al final aceptó seguirlas a Zurich, tal vez solamente embriagado en su vanidad por lo que le parecía algo así como un alto destino, quien sabe, quizá le resultaba prácticamente imposible imaginarse lejos de María, sumado al hecho innegable de que no tenía un carajo que hacer.
Fue en Zurich donde empezó a estudiar el chelo, instado por Nina (aunque por aquellos días él creyera que era la madre la que lo sugería). Con el tiempo dejó de insistir en sus reclamos amorosos, desoyó las voces de la carne para abandonarse a la tranquila rutina de la profunda y sólida amistad de María.
Al poco tiempo de estar instalado en el señorial departamento de la Robert Walserstraße, Nina –a través de su madre– le regaló un soberbio violonchelo.
Konrad aceptó todas y cada una de las novedades con la misma melancólica alegría con que antes había aceptado las lecciones de piano y violín, la teoría de la revolución permanente, la Stasi o la caída del Muro.
Al principio era María la que comunicaba las decisiones. A Nina le llevó un buen tiempo hablar con Konrad con otros códigos que los ya practicados –esas metáforas disfrazadas de fantasía infantil de sus sofisticados juegos, sutilezas que él sólo comprendía a medias.
Konrad siguió habitando el amplio y luminoso cuarto de música hasta que una noche, después de cenar, mientras prolongaban con café el rito de la sobremesa, Nina, a quien hacían dormida en su cuarto, apareció en la cocina con los ojos febriles apenas abiertos y, sin decir palabra, se acomodó entre los brazos de mi amigo. Mientras se acurrucaba le susurró:
–Cómo pudiste olvidarlo todo...–Y se quedó dormida.
–Pobrecita, está soñando –dijo Konrad sonriendo.
–A veces me pregunto si eres tan estúpido o solo juegas a hacérnoslo creer –le contestó María.
Cuando más tarde él la llevó a su cama y la acostó, Nina abrió los ojos y mirándole fijo le dijo:
–Quédate, ya no es necesario que volvamos a separarnos.
Desde esa noche durmieron juntos.
La niña dispuso algunas modificaciones en la habitación. Mandó instalar la antigua cama de los ancestros suizos de su padre, que hasta entonces permanecía en el cuarto de huéspedes. La recámara de la pareja nunca dejó de ser del todo el cuarto de una niña, poblado de juguetes y muñecas.
Konrad se entregó a la adoración del cuerpo de la niña al ritmo que ella administraba. Nina lo iba educando lentamente, como una pequeña Mefista le fue dosificando maravillas; dejándole entrever lo invisible; iniciándolo en el acecho de los pliegues secretos del sueño por donde el cuerpo, liviano como el aire, accede a otras leyes del tiempo y del espacio; mostrándole los puentes entre las sustancia y las sombras...
En fin, le mostró mucho más de lo que Konrad podía asimilar y comprender, escuchó la larga y dolorosa historia de sus almas “unidas hace ya tanto tiempo por un hilo de fuego”.
En esas interminables noches de revelaciones, de enigmas develados disfrazados de juego, algo fundamental había cambiado: ahora Konrad era el niño. Y ella leía para él, cada noche, un capítulo, un suceso, un misterio, en el libro cerrado del mundo.
Demoraron casi un año en poseerse. Aquella primera noche, en el auge de las sangres, en el paroxismo de los suspiros, al percibir que su cuerpo y el de Nina flotaban a varios centímetros del lecho, una mezcla de miedo y emoción contenidos le partió el pecho en llanto.
Lloró en los brazos de Nina hasta quedarse dormido.

CUATRO. El tren entraba en la estación central de Munich y la historia quedó trunca. Esa noche, después de tocar, cuando volvimos al hotel –se trataba más bien de uno de esos tristísimos albergues para jóvenes, de interminables corredores como de hospital– medio enfiestados y provistos de unas cuantas cervezas nos encerramos en el cuarto que compartían Mauricio y Ciro.
El Tano comentó que la foto del Mauri venía bastante bien y que quería saber cómo seguía. Todos estuvimos de acuerdo. Ciro dijo que se le había ocurrido un buen título para la historia: «La Gurí Gurú». Las carcajadas resonaron tanto en el pequeño cuarto que los vecinos de al lado golpearon la pared pidiendo silencio. Tuvimos que seguir a media voz. Mauri, en un murmullo, retomó:
–Mi amigo Konrad, coitado. El contrabajo y la guitarra barroca que tengo se los compré a él. Si un día tocamos en Basel vamos a verlo. Es un personaje muy interesante y además suele tener unas cosas increíbles...
–Empezando por la pendeja– sonrió Ciro socarronamente.
–No sea guarango Mondiola– lo retó en joda el Tano.
La mirada del Mauri –cuando arquea las cejas parece que los ojos le quedaran grandes – despertó la sospecha de Ciro.
–¿Qué pasa, che? ¿Sigue o no sigue con la Gurí?
–Tranquilo, no me apuren –se palpó los bolsillos- ¿A alguien le queda un pucho?
Vamos por partes. Estabamos en Zürich, todavía.
Vivieron los tres juntos un par de años. María ganaba buena guita, tenía un buen laburo, uno de esos yeites de la Unión Europea. Además el viejo de Nina les pasaba una grana.
Las cosas en la casa de la Walserstraße fueron cambiando rápidamente. Konrad no vivía más que para Nina, muerto, absolutamente entregado… Iconoclasta de pura cepa como es, al poco tiempo ya le molestaba la presencia de la madre, quería estar solo con la minina. Parece cuento pero es así. Antes se volvía loco por aquella mujer y ahora no la quería ni ver.
Alucinaba que María se entrometía en sus asuntos, se sentía espiado, celado, controlado. Empezó a tejer un paciente plan para llevarse a Nina a otra parte, a cualquier parte, a Berlín o a la India. Estaba obsesionado con preservar lo que él consideraba “la salud de la relación”. Ella le había hablado de “un estúpido error” que alguna vez, en algún pliegue de los tiempos, los había separado y Konrad, a su manera febril y desesperada, quería evitar todo error, veía la sombra del error en cada sombra, se sentía como un San Jorge degollando sus propios dragones de error, torpeza, mezquindad, miseria.
Mientras tanto la niña dominaba cada centímetro de su voluntad. Sus deseos –o lo que fuera que fueren– eran difíciles no ya de acatar o de cumplir sino de comprender: Nina hablaba como en parábolas o en complejas metáforas, o en jerigonzas incomprensibles para él. O bien callaba durante días y ahí estaba mi amigo, creyendo interpretar sus deseos sin gestos, cifrados en miradas, envueltos en silencio.
Meses después consiguió llevársela a Berlín, después de que María, luego de una gambeta laberíntica, aceptara firmarle la tenencia.
En Berlin, por sugerencia de Nina, Kornrad inició estudios de viola da gamba, cembalo y mas tarde –paralelamente– de clarinete. Tengo que aclarar que conozco la historia por boca de él y mil veces me pregunté qué había de cierto en esto de la sugerencias o deseos de Nina. Una vez más, habría que ver qué es lo que ella decía y qué lo que el pobre Konrad entendía o creía entender...
–¿Y la nena qué hacía? –preguntó el Tano–, ¿iba a la escuela?
No, me temo que no.
–Bueno, pero hay leyes me parece –propuso Ciro– la escolaridad obligatoria y esas cosas...
¿Qué iba a hacer en una escuela? Nina no precisaba escuela.
–Tal vez un templo donde ser adorada –propuse, sin encontrar quórum.
No sé. Se me hace que Nina empezaba a aburrirse de todo... Repito. Difícil discernir entre lo que cuenta Konrad y lo que de verdad fue aconteciendo.
Pongamosle que proporcionalmente al tedio que iba provocando en ella el día a día, las cosas comunes, la rutina, las miradas feroces de la suegra, la tenaces chicanas burocráticas –presiones de la Jugendsamt y esas boludeces– comenzaba a fraguar en ella algo más enorme e irremediable. En la medida que iba creciendo, todo ese no-sé-qué se iba tornando más voraz, veloz y desentrañable para nuestro mundo.
–No delire Mauri, al grano.
Porra, te digo que no sé. Tal vez el hecho de ir creciendo la iba haciendo encarnar a la fuerza en una realidad, en una humanidad desconocida para su áurea... Perdón, ahí es que me pierdo...
Entiendo sí que Konrad empezaba a pirar, a patinar. Iniciaba decenas de actividades paralelas imposibles no solo de congeniar sino de sostener. Todas y cada una de ellas impulsadas, aparentemente, por la voluntad de la menina...
–Para colmo, imaginate, con la certeza de tener la posta... Si te entrás a manijear con que cada cosa que hacés está señalada y aprobada desde arriba, ¡mamita!...
Lo de Berlín no duró mucho. La madre de Konrad, una de esas viejas seudointelectuales de la RDA, malucas de conciencia del deber, empezó a cansarse de poner y poner, de bancar a su hijo y a esa extraña nenita.
La cosa es que volvieron a instalarse en Zürich por un tiempo. Hasta que María, gracias a sus relaciones y al parecer, también a instancias de Nina, consiguió para él un puesto de profesor de música en un Gymnasium de Basel.
Aquellos primeros tiempos como docente fueron luz para mi amigo, aire puro. Por fin conseguía montar una historia sin depender de nadie y al gusto de la delicada e imprevisible potencia de su Diosa Personal.
No duró mucho. Para cuando Nina cumplió trece mi amigo empezaba a perder todo control sobre sí mismo. Sentía que cada día Nina le pedía, le exigía un desafío distinto, un rompecabezas a resolver: tareas u objetivos que ni siquiera estaba seguro de haber comprendido. Cómo pedir explicaciones a alguien que un día te habla exclusivamente en sánscrito o en arameo para al otro día enmudecer completamente y quedarse días que ni montaña, en absoluta quietud… Para después terminar llorando desconsolada, encerrada en su cuarto. Y él, con toda esa confusión en la cuca, obsesionado por la impecabilidad de cada acto.
Un día Konrad, a quien ya en la ciudad comenzaban a observar con desconfianza, no tuvo mejor idea que traer a casa un colega, un profesor de teología o de religiones comparadas. Lo invitó a cenar. Supongo que quería que el tipo observara a la nena, charlara con ella, necesitaba ver cómo reaccionaba ante Nina un doctor de la fe, que opinión le merecía la gurí-gurú, quién sabe...
Fue un desastre. No sé cómo la habrá presentado, si como una hija o una sobrina o qué... El caso es que Nina no abrió la boca en toda la velada. A veces sonreía burlonamente ante un comentario del tipo. O resoplaba como impaciente en medio de la charla. Cuando el profesor, un poco mosqueado e incómodo por la tensión del ambiente se la acercó para despedirse, Nina le dio las gracias por “entretener a su marido”. Ante el rostro de mármol del profesor la piba comentó que en cambio ella hacía siglos que no se aburría tanto.
Las versiones que aquel tipo habrá hecho circular no están muy claras. Lo cierto es que Konrad tenía un cargo interino que debía ser confirmado y, claro, lo dejaron afuera. No solo perdió su puesto en el colegio. Incluso fue poco después llamado a aclarar su situación con respecto a la tutoría de la nena.
Los papeles estaban en regla, pero la actitud de mi amigo frente a las autoridades –su rostro desolado, sus manos temblorosas, el estado general de sus nervios– despertó todo tipo de recelos y especulaciones.
La madre de Konrad falleció por aquellos días. La herencia recibida no fue gran cosa pero les permitió abrir la tienda e ir surtiéndola de a poco. Fue por entonces que empezó a reparar instrumentos antiguos –aparentemente instado por un nuevo capricho de Nina– y se vio sorprendido por su propia pericia y por el placer que el nuevo oficio le deparaba.
Tuvo suerte. De paso por Berlín –había ido a arreglar asuntos de su madre– compró por monedas en un Flohmarkt un viejo violín y resultó ser del siglo XVII, una pieza rarísima, de museo.
–Ché, dale que ya son las cinco de la mañana– susurró el Tano
La seguimos mañana...
–No boludo, dejalo que siga.
La hago corta. En un lugar como Basel, uno de los principales centros europeos de música antigua, éste y otros detalles –como la posesión de una antiquísima viola de gamba del XVI, regalo de María– le fueron granjeando un cierto prestigio. Lo más absurdo es que toda esa historia alrededor de Nina que antes le trajera tantos problemas, de pronto, en su nuevo metier, jugaba como un exótico ingrediente a su favor.
El negocio se empezó a asentar y a dar frutos mientras Nina entraba en la pubertad. Yo los conocí en esos días. Hay que decir que para entonces al quía se le empezaban a quemar muy mal los faroles. Ojo, un tipo excelente, buen músico, comerciante honesto hasta la exageración... pero quemado, totalmente fané...
–Bueno... ¿Y?
Nina, obviamente, empezó a hacer vida de adolescente. Konrad no lo podía creer. No entendía. Me decía que cómo podía ser que Nina, su Nina, la Nina que le hablaba durante horas de los avatares de Dios o de “nuestro origen ígneo devenido en mar-madre de todas las cosas”, ahora se pasara horas en la esquina con esa manga de vagos bebiendo cerveza y fumando porros... Claro que mi amigo nunca había tenido control sobre esa piba que era su mujer. Más bien todo lo contrario. Pero de golpe no se sentía ya ni su hombre ni su amante ni su tutor o encargado, ni su sacerdote ni su eunuco.
Nos veíamos seguido. Yo tenía a una namorada en Basel pero casa y trabajo en Friburgo. Así que iba y venía. Por esos días le compré el contrabajo. Nos hicimos buenos amigos. Todo lo amigo que uno puede ser de un cara como él, un hombre bueno adonde parecían haber volcado, al tun tun, como en una palangana agujereada, mucho de la más preciosa memoria de este mundo sin otro provecho, al parecer, que el de quemarle la terraza.
Habrá que imaginarse cómo habrá sido realmente todo. Yo lo sé mal y retaceado. Konrad dice que Nina estaba cada vez menos en casa, que empezó a barruntar que la piba se curtía a la garotada toda de la esquina... Pura manija. Tengo entendido que nunca pudo comprobar nada, ni un desliz. Pero una vez despertada la bestia de los celos...
Llegó un punto en que el tipo no aguantó más. No dormía ni comía. Meta café y cigarro. Un mal día se sacó del todo, estalló por primera vez en toda su puta vida. Se le fue encima a grito pelado, inquisidor rabioso, súbdito rebelado, acosándola a preguntas...
Nina tranqui, nada. Hundida la cabeza entre los hombros, murmuró, como rezando, ida, una suerte de mantra, los ojos a media asta. De esta manera, aunque parezca mentira, logró calmarlo un poco. Pasado un rato empezó a explicarle, al menos lo intentó... Pero para entonces a Konrad ya todo le olía a grupo, el mismo tono dulce e infantil y acaso la misma conjunción de palabras que ayer le deparaban éxtasis, consuelo y norte, ahora le resultaban una sarta de argumentos baratos tendientes a engañarlo todavía más, de por vida, como al más gil de los otarios.
Fue entonces cuando sonó el teléfono. Debe de ser de esta escena que alcé la primera foto: Mi amigo sumergido en el celo y ella atendiendo el teléfono.

Así quedó la cosa por el momento, como en la foto, en calma... o más bien en una tensa pausa.
Nina habló un buen rato y después se fue a su cuarto.
Más tarde la vio preparar sus cosas: Y que adónde vas, que si, que no, que pin, que pan... Que no hagas tanto drama, que sólo me voy un par de días a Zürich a visitar a mamá, dar un tiempo...
Pero claro, el quía tampoco le cree, el quía se desespera, se saca de una y ahí se va todo al carajo... La toma de los brazos, la sacude, la increpa, la putea... Que porqué lo engañó, que porqué le contó el cuento del amor eterno como el Fénix, que porqué tanta sanata sobre almas reencarnadas y unidas por un hilo de fuego si al fin no da ni para ser amigos...
Cuando la piba levantó la cabeza mi amigo vio una sonrisa que no se le borra todavía. Que hasta hoy no sabe si era una sonrisa de piadosa beatitud o de absoluta abyección; si esa sonrisa era la imagen de la misericordiosa comprensión del corazón humano o simplemente un tajo vil de voluptuosa malevolencia. En fin, lo cierto es que en aquel momento, esa insondable sonrisa, terminó de encender la mecha.
Y el chabón se perdió. De pronto le estaba pegando feo. Me imagino una lluvia de golpes feroces y descontrolados que duran unos segundos, un par de minutos a lo sumo, hasta que por fin reacciona. Porque Konrad reaccionó y al reaccionar le agarró no sólo vergüenza y culpa sino pánico. Un miedo primordial, cósmico…
–…De ser irremediablemente malo, condenado para toda la eternidad...
Y, algo así.
–…De estar atentando contra la creación, contra los dioses, de estar violando un pacto eterno...
Qué se yo, puede ser... Pero supongo que sobre todos los miedos se impuso el peor, el más fuerte, el que venía incubando desde hacía más tiempo: el miedo de pederla.
Fue un segundo. Estaban en la sala grande de la tienda, que funcionaba a la vez como taller de luthier. Konrad manoteó una cuerda de contrabajo que estaba sobre la mesa. No quería lastimarla, no quería pegarle más… quería atarla. Atarla para después poder pensar.
En ese momento recibió un golpe muy fuerte en la cabeza y cayó inconsciente.
Cuando volvió en sí todo estaba en silencio. Al tratar de incorporarse escuchó pasos. Levantó la cabeza y la vio junto a la puerta. Se había lavado y cambiado. Tenía marcas y moretones en la cara. Llevaba un bolso en bandolera y una gorrita cubriéndole la cabeza rapada. Lo miró a los ojos con un rencor y una furia desconocidos en ella y le gritó:
Du hast es schon wieder versaut... Du Arschloch!!! (algo así como: otra vez la cagaste... hijo de puta!).
Y pegó el portazo.
La escultura de bronce de la Diosa Kali, a medio metro de los pies de mi amigo, todavía oscilaba en el piso, como acunándose incansable sobre su marco circular.

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