29 de octubre de 2007

ELISEO (V)

»Vámonos aún más allá, al último extremo del Báltico; más lejos aun de la vida, si es posible; instalémonos en el Polo. Allí el sol no roza más que oblicuamente la tierra, y las lentas alternativas de la luz y la obscuridad suprimen la variación y aumentan la monotonía, que es la mitad de la nada. Allí podremos tomar largos baños de tinieblas, en tanto que, para divertirnos, las auroras boreales nos envíen de tiempo en tiempo sus haces sonrosados, como reflejos de un fuego artificial del infierno«. Charles Baudelaire

Juntos recorrieron el gran estuario y remontaron el Huld de color remolacha hasta la tundra. Se bañaron en cada uno de los lagos del Delta del Unke. Walda no se cansaba nunca de nadar. Pasando los Montes Pardos, en el piélago oscuro del Mar Moor, buceando entre los sargazos, encontraron un viejísimo remo petrificado con la palabra «Argos» tallada en la pala.
El comienzo del verano los sorprendió en las islas de paja que flotan en las aguas del Noch. Eliseo tenía prisa por llegar más al norte. Demasiado calor. Walda empezaba a desdibujarse. Su hermoso cuerpo de leche era cada día más transparente.

Una tarde de julio, contemplándola desde la costa mientras caminaba a orillas del lago, a Eliseo le pareció que el oro verde de los ojos de Walda podía verse a través de su pelo. Se incorporó y lentamente se fue acercando.
Sí, mientras ella se adentraba en el lago él pudo verle los ojos, desde atrás, pudo en su espalda entrever los rosados pezones y aún el rojo atardecer cruzándole el vientre.
Aquel día no durmieron. Hablaron durante horas.
–No entiendo que no entiendas– le dijo por fin Walda, después de escuchar el desesperado monólogo de su amigo.
–Pensé que esto duraría, no sé, siempre.
–Por supuesto que sí. ¿Quién dice otra cosa? –agregó ella, sonriendo–Lo que no duran mucho son los colores –y Eliseo vio de golpe en su mente las postales que ella le mostraba sin palabras: Albas, Estaciones, Flores, Hojas, Mariposas, Cataratas, Atardeceres…
–Igual no entiendo. Será que soy del sur –aventuró, como si eso explicara algo– Lo que me pregunto es qué ñunque vamos a hacer ahora.
–Yo creo que llegó la hora de hacer un fuego.
Entonces Eliseo tuvo otra vez la sensación de que los ojos que miraba en el rostro de su amiga eran también los suyos y que la voz de Walda, esa brisa entre ramas de abedules, le llegaba desde adentro, igual que las postales.
Juntos buscaron leña y encendieron una fogata.
Walda se sentó en su regazo. Se acurrucó, risueña, mimosa, entre sus brazos.
Y Eliseo, lenta y silenciosamente, la fue bebiendo a sorbos.



Ilustración: »Walda y Eliseo sumergidos«, fragmento, Sergio Gobi, 2002)

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