14 de agosto de 2015

DISKREPANZ


En Ezeiza tomó el 86. Quería llegar lentamente. Tenía la esperanza de que alguna esquina, alguna calle de algún barrio le dijera algo revelador, algún recóndito secreto entre él y el paisaje. Se bajó como un zombie en Almagro, en Hipólito Yrigoyen y Colombres. Al doblar la primera esquina empezó a sentirse mal, a sospechar que se había equivocado de ciudad natal. Trató de convencerse de que la discrepancia entre recuerdo y realidad era lo normal en un caso como el suyo. Miraba para todos lados esperando reconocer o ser reconocido. Trataba de desmenuzar las palabras de Benicia que oía resonar en su cabeza todo el tiempo como si salieran de un walkman. El cuento de sus recuerdos era todo el recuerdo. Se distrajo pensando en ella. Le hacía bien. Como solía sucederle cada vez que pensaba en Benicia empezó a percibir su aroma –su extracto de barro y hojas maceradas– y ese olor lo llevaba inmediatamente hacia pensamientos más voluptuosos como si el perfume que emanaba de su cuello fuera afluente de un perfume mayor, el de su sexo. Trató de imaginársela en otras situaciones, las más cotidianas. Era difícil. Le costaba recordarla en su rol de madre, por ejemplo. Cuando los niños dormían, cuando René–San los dejaba –el hombre de la casa dormía en la totora, alejado de las casas, como un apóstol– y empezaban las sesiones de recabar recuerdos, de desenterrar la memoria perdida del Gato… Allí estaban, más claros y mejor que en una película, en la voz de Benicia, su casa y sus padres, su hermana, el niño torturado y feliz que había sido. Pero ahora ni las veredas ni las calles de su infancia le decían nada. Caminó por Castro Barros hacia el sur. A la casa la encontró por fin al 1100, pasando San Juan, casi llegando a Cochabamba. La reconoció enseguida. Era la casa verdosa de dos plantas de la calle “Castor de Barro” que Benicia le había descrito con meticulosa exactitud. El revestimiento de pequeñas piedras más o menos verdes que cubría todo el edificio; las persianas de madera siempre bajas cubiertas por un enrejado de hierro negro; el portón macizo del garaje y el ventiluz redondo arriba de la puerta de entrada. Tocó el timbre y esperó. Le abrieron por el garaje. Era un adolescente morocho, alto y delgado, con los ojos a media asta. Los gruesos labios apenas se abrieron para dejar salir un monosílabo que el Gato no llegó a entender. Tardó en reaccionar. ¿No me reconocés? se le escapó. No, la verdad que no. Igual hace poco que trabajo acá. Giró la cabeza hacia adentro y gritó: ¡Rearte! Apareció un hombre como de cuarenta, con un trapo entre las dos manos sucias de un líquido retinto. Tenía los ojos muy pequeños y los entrecerró para enfocarlo:
–Ah, ¿qué hacés?
–Usted me conoce, quiero decir, ¿se acuerda de mí?
–Sí, ¿vos no sos Nacho, el hermano de Lola?
Lola, pensó el Gato, mi hermana se llama Lola. Benicia no le había dicho ese nombre… Rápidamente trató de recordar.
–¿Dolores no está? ¿Y mis viejos?
–Qué se yo dónde están tus viejos. ¿Estás en pedo? A ver… ¿querés pasar? ¿te sentís bien?
Adentro estaba más fresco y bastante oscuro. Olía a tinta y a grasa. Reconoció máquinas. Una de ellas estaba encendida. El ruido de la imprenta no era demasiado fuerte y sostenía con gracia un ritmo agradable. Era toda la música que necesitaba. No sabía qué decir. Volvió a preguntar por su hermana. Rearte le dijo que Lola ya no trabajaba más con ellos, que se había ido de la ciudad a finales del año pasado. Le convidaron mate. Dicen que anda por Misiones, agregó mientras cebaba. El incómodo silencio le obligó a garabatear aclaraciones. Empezó por decir que estaba recién llegado, que había vuelto por fin después de mucho tiempo.
–Hace unos tres años que no tengo noticias de mi familia.
–¿Porqué no fuiste a tu casa?
–Fui, pero no había nadie, mintió.
No entendía porqué la casa del “recuerdo” resultaba ser la imprenta donde trabajaba su hermana. No tenía tiempo de meditar acerca de esto. Tenía que encontrar la manera de salir del paso y a la vez averiguar las coordenadas verdaderas. Se quedó un rato en la penumbra fresca de la imprenta, tomando mate, tratando de hilvanar una conversación más o menos fluida, al menos para ganar tiempo. La parquedad del palique tenía menos que ver con la introversión de Rearte que con el miedo del Gato a meter la pata, a dejar escapar una incongruencia que revelara su despiste. Hubiera sido mejor confesar la verdad pero por increíble que parezca esta idea no se le cruzó por la cabeza. En medio del estreñido diálogo Rearte mencionó la calle Suárez. Al Gato se le apareció entonces una combinación de voces, un rosario de palabras que enlazaban Suarez, Tambo, Riachuelo, Sifones, Gallareta… Recordaba sobretodo la boca de Benicia pronunciando esas palabras que no pertenecían a su lenguaje cotidiano –Benicia hablaba aymará y el español como segunda lengua–, apenas si movía los labios al hablar y ante ciertas palabras extrañas a su vocabulario habitual parecía que su boca hacía un esfuerzo. Al gato esto –como tantas otras cosas en Benicia– le resultaba muy sensual. La boca parecía entonces más ancha y brillante. Sintió una enorme nostalgia.
–… La boca, se escuchó decir.
–Sí, hace poco llevé a mi sobrino a la cancha y después pasé… estaba tan lleno de gente que nos fuimos a la mierda…
En la avenida Caseros tomó el 25. ¡El tambo de la calle Suárez! La Guardia de los Sifones, Bombón de Bosta, Plumeros de Gallareta… repicaban lejanas las campanadas de la voz de Benicia.
El tambo resultó ser un bar común y corriente en la esquina de la calle Caboto. Ni bien entró un tipo que estaba sentado en una de las mesas lo miró con evidente asombro y salió corriendo por la otra puerta. Cuando se acercó a la barra un hombre muy mayor, sin mirarlo a los ojos, la voz temblorosa pero firme, le dijo que se fuera inmediatamente, que no lo quería ni ver por ahí. El Gato sintió que la ardía la cara de vergüenza. La animosidad del viejo le llegó como un mal aliento.
–Ya mismo te mandás a mudar de acá…
El silencio en el bar lleno de gente era abrumador. Tardó un rato en animarse y reaccionar. No dijo una palabra. Se quedó mirando las viejísimas botellas detrás de la barra. Se le ocurrió que si el bar era una iglesia estaba ante el altar mayor. Detrás de unas botellas de Pineral descubrió un viejo cartel enlozado que decía: Lechería La Solis.
Caminó durante horas. Se detuvo en un café. Comió algo y preguntó por un hotel barato. Le recomendaron la pensión de enfrente: El buen rumbo. Esa noche, desvelado por el ansia y por la luz del neón que refulgía titilando desde la ventana pensó que el nombre mismo de la pensión era un excelente augurio. Era normal que la ciudad entera le resultara extraña por completo. Reconoció que lo más difícil era hacer encajar las piezas del lugar concreto con la minuciosa descripción de Benicia. Esto mismo, invirtiendo los términos, también era cierto y no menos oscuro. El insomnio lo hacía girar sobre los mismos pensamientos mientras la luz se azulaba unos segundos y volvía desvanecerse en la madrugada para volver otra vez. De pronto estaba completamente seguro, era puro cuento todo lo que Benicia le había dicho. Pero al rato, un segundo después, analizando bien las relaciones de ambos espacios de representación se convencía de que el relato, lejos de ser inexacto, estaba afectado por un deslizamiento de sentido muy sofisticado y a la vez intervenido por ajustes poéticos a los que se le superponían precisos aunque secretos enroques cartográficos cuya lógica… se le escapaba. Acaso esta discrepancia entre dos narrativas ¿no era análoga al viejo problema de filmar provechosamente una novela célebre? Por fin consiguió dormirse. Estaba en un casino miserable, un galpón iluminado con precarios soles de noche. Había una sola mesa muy larga, la de la ruleta. Mucha gente alrededor, todos elegantemente vestidos, haciendo sus apuestas con fichas de colores. Reían y hablaban mientras comentaban alguna cosa incomprensible. El Gato también hacía las suyas pero constantemente eran interceptadas por alguno de los presentes. No acababa de entender si sus apuestas eran corregidas o si simplemente le robaban las fichas. La ruleta giraba y giraba pero nadie arrojaba la bola ni anunciaba el consabido no va más. El Gato protestaba cada vez que alguna de las manos arrebataba su apuesta y la colocaba en otro casillero pero nadie le llevaba el apunte. En el sueño esta situación no le resultaba extraña: sabía que el resto de los presentes estaban muertos y que no había ninguna posibilidad de comunicación con ellos. Una voz en su cabeza le decía que iba bien así, que tenía que insistir, que a él menos que a nadie debía importarle dilapidar su fortuna en lo invisible.

Se levantó muy tarde. Era su segundo día en Buenos Aires y lo encaró con optimismo. Había tenido un sueño que si bien no conseguía interpretar con claridad se le antojaba un excelente augurio. Sintió que el sueño no sólo era venturoso, sintió que era un mensaje. Tomó un café con leche en la cocina de la pensión. Una mujer picaba cebollitas de verdeo y ese olor le recordó otra vez la isla. Recién entonces se dio cuenta que la isla era el único recuerdo real que le quedaba. La isla, el Titicaca, Copacabana, el Licancabur, San Pedro, Iquique, Santiago y pará de contar. Cerró los ojos y vio una larga trenza negra meditando al borde del lago. El trajín de Benicia era tranquilo y constante. No conocía descanso. Atendía la casa –a tres docenas de niños–, a sus clientes –leía el pasado y el porvenir– sin abandonar su reducida pero exigente producción de ekekos. Había un sólo momento del día en el que interrumpía su ajetreo y se retiraba, durante el tiempo que durara el atardecer (toda la familia sabía que no debía ser molestada). Benicia se sentaba en un borde cualquiera de la isla de paja y se dedicaba a los muertos. Se dedicaba a escuchar a los muertos. “Entre el aleteo del agua y pedregullo de la niebla, no con el iris sino con el rabillo del ojo”. Me pregunto qué dicen de nosotros. Nada Gato, ni hablan de nosotros los muertos. Los muertos hablan entre ellos de bueyes perdidos, de cosas y personas muy lejanas que vinieron antes que ellos o que no han llegado todavía. Hay que escuchar lo que chusmean como quien lee el diario de otro país y luego hacer las cuentas. 
Caminó al azar durante un rato. En la lista virtual de sus hitos el siguiente lugar en importancia era “un suburbio italiano que se llama Palermo”. Había que encontrar una calle “con nombre de santa”. Preguntó sin mucha suerte aquí y allá hasta que un hombre mayor, el encargado de un quiosco de revistas, le dijo que había una guía alfabética de calles y que él, casualmente, la vendía. La compró. El mismo hombre le ayudó en la búsqueda. Se lo veía más compenetrado que el Gato, como si hubiera un premio en la resolución del enigma. Cuando vieron que no había una calle con nombre de santa en el barrio de Palermo el veterano se indignó como si se tratara de una injusticia y comenzó a quejarse de lo mal que andaba todo. Sugirió la avenida Santa Fé… Al Gato no le pareció descabellada la idea, le pareció que la maniobra semántica combinaba bien con las otras pistas. Decidió que iba a caminar esa avenida. El hombre, riendo abiertamente, aclaró que era una broma pero que si le servía, allá él… El Gato estaba ya apurado por partir pero el viejo no lo dejó, se había tomado el caso muy en serio, no soltaba la guía. Seguía consultándola sin dejar de putear en voz baja. 
–Hay un pasaje, pibe, le dijo, el pasaje Santa Rosa. Ojo que es lejos. Tomate el 168 acá a la vuelta.
Santa Rosa es un pasaje que dura dos cuadras. No encontró nada significativo. Tuvo ganas de tocar todos los timbres –no eran tantos– y preguntar cualquier cosa, esperando que alguien lo reconociese. No se animó. Camino calle arriba y calle abajo varias veces. Más tarde se sentó en un bar, junto a un gran ventanal que daba a la placita. Mientras apuraba un café cayó en la cuenta de lo cansado que estaba. Más bien se sentía desmoralizado, decepcionado con él mismo. En el fondo había esperado otra cosa de vos Gato, había esperado desde el primer momento, desde la llegada a Ezeiza, un milagro, una epifanía que le devolviera de un golpe una versión corregida y aumentada de su pasado. Estaba por levantarse de la mesa cuando se le acercó una mujer. No le preguntó si podía sentarse. Ni siquiera lo saludó. Era joven y bonita, más o menos de su edad, calculó. Parecía bastante alterada. Le ofreció un cigarrillo. Él negó con la cabeza.
–Me llamó el Hueso. Me dijo que anduviste por allá. Qué milagro no te metieron un cuetazo… La verdá es que vos la sacás siempre tan barata, Nacho.
Con una sonrisa socarrona que consistía en estirar los labios hacia un lado y hacia arriba, le dijo que la verdad es que estaba segura que lo iba a encontrar ahí. El Gato empezaba a alegrarse por la novedad mientras percibía la exasperación de los gestos y la paulatina carga de violencia en la voz de ella. La verdad es que no entendía que carajo hacía ahí, para qué había vuelto. Ella, en su lugar, la verdad, no hubiera ni asomado. Me hubiera pegado un tiro, Nacho. El Gato la escuchaba con atención sin tener ni la menor idea de cómo reaccionar. Sus ideas comenzaban a atascarse en la terraza tratando de armar un sentido. Hacía un gran esfuerzo de concentración para no perderse en el atolondrado discurso de la chica –le hubiera gustado saber su nombre pero temía preguntar– aunque lo distraían su belleza, sus gestos fieros, la constante repetición de la palabra verdad, las pequeñas gotitas de sudor arriba del labio, el escote generoso, la intensidad furiosa de la mirada. Lo que por el momento podía sacar en limpio es que lo acusaba de algo abominable. Lo inculpaba de cosas que a juzgar por la vehemencia y el énfasis invertidos parecían de un calibre mayúsculo. Era evidente que según ella él era un traidor de proporciones homéricas. Dedujo que lo que había traicionado debía de ser una causa muy noble o algo por el estilo. En la verborrea de la muchacha afloraban rencillas eminentemente políticas lo que le hizo suponer alguna historia de espías como las que le contaba René durante la pesca. Pero había cosas que no encajaban del todo: la referencia al Kaiser Carabela o la mención de ciertos colimbas del Geriátrico que según entendía habían sido también víctimas de su felonía. A medida que avanzaba en su acusación el Gato empezó a sospechar que era ella –o al menos así sugería sentirse– la primera y la mayor de sus víctimas. Alimentada por la nula reacción del Gato –no había abierto la boca ni una sola vez– la tensión se volvió insoportable y empezaron las puteadas. Para cuando la chica estalló en llanto el Gato ya había alcanzado la vereda. Salió corriendo y corrió y solo paró de correr cientos de metros después, cuando sintió la asfixia. Tardó unos minutos en recobrar el aliento. Se sentó en el rellano oscuro de una casa. Una vez que pudo respirar con normalidad aprovechó y lloró. Lloró un buen rato. Caminó en dirección al centro. Estaba cansado y aturdido. Le parecía que las personas que cruzaba lo miraban feo. Apuró más el paso. Hizo una parada en un Pumper. Se dio cuenta de que no podía comer. Tomo un café horroroso y siguió. Comprobó que la animadversión hacia él era compartida también por los automóviles e incluso por objetos aún más exánimes. Pueden verse cosas horribles en una taza de café de filtro en el momento en que se le echa un chorro de leche o en una pila de pantalones doblados sobre una mesa de saldo o en la vidriera de una casa de repuestos ortopédicos. Se sintió amenazado por sus propias pulsaciones. La vida empezaba a perder sentido. Justamente en esa ciudad, en su ciudad, donde había empezado, la esperanza de continuidad se deformaba monstruosamente en la medida en que se alejaba del relato fundador de Benicia. Llegada la noche el poco ánimo que le quedaba se le fue cayendo a pedazos. El desencuentro entre memoria y realidad, que a su llegada era un nimio desperfecto en la piel de las cosas, se había ido dilatando con el correr de las horas. Al tercer día no supo ya hacia dónde ir. La grieta entre el relato y la ciudad ya era un abismo. La violencia interna de la situación oprimía de tal forma la respiración de las calles que el Gato, aún en medio de un parque, sintió claustrofobia. Notó que el encadenamiento de los sucesos más insignificantes daba pequeños saltos, como un vinilo viejo. Temió que todo eso no fuera sino el prólogo de un nuevo y definitivo blackout. Hay momentos en que a realidad física muestra la hilacha, titubea, deja ver toda su torpeza. Fue entonces que el Gato comenzó a sufrir leves accidentes, tartamudeos, tropezones. Al entrar a un bar calculó mal y le dio un cabezazo a una de las hojas de la puerta vaivén. Un rato después, en el asiento del que sería por muchos tiempo su último taxi, dejó olvidado su morral con todo el dinero que tenía. Decidió poner fin a los tres días más tristes que pudiera recordar. Caminó hasta Retiro y se coló en un tren que iba a Zárate. Pasó la noche a la vera del río, esperando el amanecer para seguir subiendo a dedo el Paraná.







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