Si se viene pedaleando por la Prenzlauer Alle en dirección Alexander Platz, a la altura de la Metzerstraße empieza un declive que se extiende unos 500 mts. y que termina, abruptamente para el ciclista, en el semáforo de la Torstraße. Es un momento gozoso no exento de peligros, sobretodo si se sucumbe a la tentación de violar el inoportuno semáforo anterior, el de la Saarbruckenstraße, que suele cortar en seco la empinada carrera. Pocas personas conocen esa ruta tanto com Heiko. La transita cada día —salvo los domingos— desde hace más de veinte años. Es, lo ha sido desde el comienzo, un hábito caprichoso. Heiko vive en el límite norte del barrio y el
Murr, su negocio de chucherías nostálgicas de la RDA, está sobre la Danziger, lo que convierte en innecesario el trayecto y lo obliga a retomar por la Greifswalder, esta vez en subida. Otros van al gimnasio. Heiko realiza religiosamente este recorrido que le permite llegar a un acuerdo con su conciencia y así explicarse que el consuetudinario aumento de su peso —122,3 km esta mañana— no se origina en la falta de ejercicio. Esta mañana le toca la visita mensual a la biblioteca —devolver libros y retirar nuevos— así que Heiko baja la pendiente pero al llegar a la Torstraße, sigue de largo. Le espera un pedaleo de varios kilómetros más. Se dirige al Ibero-Ameriknisches Intitut, en la Potsdammerstraße. Va pensando en esto y en aquello, a los saltos, de manera inconexa y fragmentaria. Desde siempre le ha maravillado el modo del pensar que propone la bicicleta. No está seguro si es exactamente un pensar o simplemente una forma de ordenar el discurso interno pero una vez más comprueba que sobre la bici una persona es más creativa. Cuántas veces se ha detenido para apuntar, después de apoyar la vieja holandesa contra un poste, una idea recién nacida; apenas vacilaciones que prometen versos; una nube de asociaciones que deja entrever un abstruso recuerdo; un mirar de
nuevo lo mil veces visto. Heiko no es un escritor. Es un coleccionista diletante de libros y objetos pero sobretodo, de efluvios. Y, desde hace años, desde que se siente un exiliado en su propia patria, colecciona postales —postales intranquilas, variables, móviles— de lo que el llama su ex-ciudad, con la esperanza de doctorarse un día. De doctorarse en algo, en algo relacionado a ella. Ahora se para sobre los pedales de su enorme bicicleta y empuja en la subida que precede a la Spandauerstraße, a metros del puente que vadea el Spree. Segundos antes de que su mirada sea atravesada por las asimetrías grises del Humboldt Box ya está viendo el extinto Palacio de la República. En los últimos años ha ido enumerando las transformaciones de la ciudad, los nuevos edificios y monumentos; apuntando concienzudamente qué es lo que había antes en el sitio en cuestión; las reformas urbanísticas, ya sea la rectificación del trazado de una calle o la aparición de un edificio en un predio escamoteado a un parque; las reformas urbanísticas de cualquier índole. Desde hace unos meses un hito que su cuaderno titula
Das Ungeheuer le ha sugerido varios apuntes: se trata del monstruo que están construyendo frente al Lustgarten. La indignación que le provoca esta obra arrastra tras de sí toda una comparsa de denuncias. Por un lado la concreta desaparición del Palacio de la República —y de la
Marx-Engels-Platz—; su reemplazo por el viejo Palacio Real. No necesita recurrir a los argumentos financieros que suelen esgrimirse en contra ni a la serie de excusas medioambientales que, entre otras aún más extravagantes, expusieron en su momento para convencer a la opinión pública y aprobar el proyecto. A su indignación le basta con la carga simbólica (piensa en Sebald, en Böll, en Wolf y vaya a saber por qué extraño pasaje desemboca, una vez más, en su querido Benjamin). Anoche, como cada jueves, estuvo en la milonga de la Villa Kreuzberg; se quedó hasta el final y ahora siente en las piernas el sedimento de la juerga. Le pesa una tonelada la holandesa. Anoche —
gestern Abend— era el nombre de una canción de los… ¿Keimzeit? ¡No! Era el nombre de un texto suyo, de un poema en prosa que escribiera en la adolescencia. No sabe si alegrarse o preocuparse por el veleidoso funcionamiento de su memoria.
Gestern Abend, piensa, ¿porqué no se ha borrado del disco duro? Aunque no es el poema en sí lo que regresa, no son las palabras —no recuerda una sola frase— es su existencia, la existencia de un mito intimo que grabó en su inconsciente una tesis indemostrable:
Gestern Abend es el único texto decente que ha escrito en su vida. Anoche bailó con una chica muy joven. No fueron más que unos cuantos tangos pero es como si le hubiera dejado impregnado su perfume. No tenía ninguno en particular. No recuerda la cara tampoco. Heiko cree saber porqué esa muchacha sin rostro ni aroma, sobretodo el volumen de su cuerpo menudo y fresco entre sus brazos de gigante, no quiere abandonarlo. La chica tiene más o menos la edad de Silke, su hija. No es que esa coincidencia le moleste. No tiene pruritos al respecto... y es que no se trata tampoco de atracción sexual. Es otra cosa.
Schau mal einfach an! Mirá, mirá además la forma en que construyen, con bloques premoldeados, como se hacen, de un día para el otro, los centros comerciales… Después, arriba del
Lego de concreto, vendrá el estuco, el ornamento que maquille el delito. Construir de la nada un palacio del siglo XVI (¡la casa del tirano, la casa de los Hohenzollern!) le resulta tan decadente como vergonzoso. Desde mucho antes de que la idea de reflotar el palacio surgiera, ya le parecían absurdos los casos como el de Dresde, en donde habían empezado, junto con el nuevo siglo, a construir de nuevo, de la nada, sus viejos y queridos palacios y templos demolidos por las bombas aliadas sesenta años atrás. Si bien comprende que el caso de Dresde es quizá más delicado, toda esa verborrea de la vieja herida, todo ese discurso del “injusto” bombardeo, lo enferman. No consigue ver nada glorioso en ese levantarse de las cenizas, sino ceguera y arrogancia. Reconoce en todo esto un cierto resentimiento muy suyo que se despierta particularmente ante estos temas. En la RDA no teníamos ni para arreglar nuestras casas y ahora derrochan en fantasmas, repite una vez más (una de sus más caras letanías). No, no es eso. La memoria que cosecha tan capciosamente su pasado, como un viejo estúpido que sólo revisa el álbum de sus gloriosas pérdidas y esconde sus vergüenzas bajo la alfombra. Hoy ha descubierto que ya han puesto el esqueleto de la cúpula. Al lado hay un enorme cartel con la foto de como va a quedar, una vez terminado. Parece un chiste, piensa, ¿cómo va a quedar? Exactamente como era, como fue hasta el 45. Lo que no fue es el socialismo. Apenas una pesadilla de nuestros primos pobres. Hoy lucimos como dios manda. Somos una imponente cáscara falsificada y un corazón inútil. Vaya nostalgia de la monarquía. Trata de acordarse de un cuento de Böll, aquel del vagón de tren lleno de soldados que regresan a Colonia desde Francia, regresan de los campos de prisioneros aliados, borrachos de autocompasión y orgullo herido… Piensa en el pan dorado que elige Böll como disparador y como símbolo, imagina un gigantesco pan dorado en el lugar donde ahora mismo yerguen otra vez el
Stadtschloß. Un pan más gris que el Humboldt Box. Un pan de ceniza. Un pan amasado por las manos de una
Trümmerfrau… Hace un gesto con la cabeza, un gesto típico de Heiko, un gesto con el que pretende espantar la triste sordidez de lo que ahora está pensando. El futuro se sostiene sobre esas vetustas piedras recién envejecidas. Todo, todo esto va a parar al cuaderno, engrosando, junto a otros cuadernos iguales, sus ya cuantiosos archivos. Dardo le dice que hay una secreta relación entre esas notas, entre esos registros, y su obesidad; que el día que consiga evacuar esa data en una obra, ese día Heiko volverá a la esbeltez de su juventud. Heiko se ríe para adentro cuando piensa en su amigo. Se acuerda que tiene que llamarlo. O darse una vuelta por su casa, mejor, ya que nunca atiende el teléfono. Un día se nos va a morir y nadie se va a dar cuenta. Yo por lo menos tengo a Silke que me llama una vez por semana. ¿Ves? Esa chica de
gestern Abend también tiene que ver con eso, con Silke y “su” Gato —como decía ella cuando era chica—; el único y último incidente desagradable que tuvieron el Gato y él y que terminó con una larga y profunda amistad. La sospecha, casi la certeza, de que su amigo y su pequeña hija —de 19 años por aquel por entonces— habían dormido juntos. Nunca lo pudo verificar. Pero estaba seguro. El silencio furioso de su hija ante su torpe inquisición; el juego paródico y burlón del Gato que se río de sus sospechas desde el primer momento y que al final (para joderte, para dejarte clavada la astilla de la duda, Dardo
dixit), nunca confirmó ni negó nada. Durmieron juntos. La sola expresión ya lo molesta:
zusammen schlaffen… El eufemismo que pronuncia el pudor protestante para no ruborizarse, dice. Si uno coje que no se diga. Silke se enamoró del Gato ya de niña, eso no fue nunca un secreto; qué tendría, ocho o nueve años. El Gato era el tío que cualquier niño hubiera deseado tener. No sólo no le molestaba esa devoción, lo llenaba de orgullo que su mejor amigo y la niña de sus ojos se quisieran tanto. Silke no sólo no se despegaba del Gato sino que además era la única que lo mandoneaba. Silke. Silke va a cumplir treinta pronto y sigue sola. Y qué tiene de malo que esté sola, o también querés nietos, gordo. Cree que lo que más le jode de toda esa vieja historia es darse cuenta de que no tiene ni las puta idea que quién es su hija. Había una frase típica de Dardo, una especie de paráfrasis de “El fin justifica los medios”: El fin justifica los miedos. Después su cuaderno fue rumiando la idea y acabó siendo: El medio justifica el fracaso final. A Dardo le gustó. Suerte de Carpe Diem del perdedor, sentenció. Dardo es una usina amiga, un aliado sustancial en su futuro doctorado. En la última visita que le hizo —Dardo sale de su cueva sólo en verano— le comentó que estaba haciendo sus primeros palotes en germanística. Lo anunció muy serio. El problema es que Heiko y Dardo se entienden exclusivamente en español, Dardo no habla alemán, incluso se empeña en no hacerlo. Sin embargo le encantan ciertas palabras, se regodea con la combinación de algunas y hasta se permite inventar etimologías disparatadas. Esta vez la palabra era Gegenwart (presente). Dijo que le parecía por lo menos extraño que un idioma tan lógico como el alemán utilizara una preposición como “contra” para referirse al presente, la sustancia más volátil de nuestra vida. ¿Contra qué? He aquí mi descubrimiento: —¡Contra-la-espera!— gritó entre carcajadas. Heiko no entendió. Su amigo le explicó: para él, filólogo ignorante, el significado etimológico de la palabra era contra-espera: gegen-warten. —Pero Dardo, ¡wart no significa espera!. Claro que sí. ¿Qué es entonces? Wart / Warten. Es igual. Heiko es consciente de que esa lista de transformaciones urbanas sólo se ocupa del este de la ciudad. Potsdammer Platz es un capítulo aparte, dice cuando se le pregunta porqué solamente Ost-Berlin, como si el oeste fuera solamente un barrio. Lo último que apuntó en relación a la Puerta de Brandemburgo y aledaños es la aparición del subte. Esta lista ambiciona convertirse en algo menos burocrático. Aspira ser la argamasa de un poema épico o un tratado. A esa lista le falta gente, piensa Heiko. Está llegando a la Puerta de Brandenburgo. Todos los meses le pasa igual, va por la Unter den Linden y a medida que se va acercando al cruce con la Wilhelmstraße, se prepara para simular naturalidad ante sí mismo; para evitar que se le note la incomodidad que le produce la mole del
Hotel Adlon. No es sólo el hotel sino toda la plaza y el monumento victorioso lo que le producen tanta antipatía. El recuerdo de sus días de empleado del hotel se mezcla a otros más viejos, de la época en que el Adlon era poco menos que una ruina y uno no podía acercarse a la Puerta. Algo de fruto prohibido impregna toda la zona todavía. Muchos dicen que parece otra Puerta y otra plaza de tanto que ha cambiado. Para él, si hay algo que no ha cambiado en esta ciudad, en esta ciudad en estado de mutación constante, es la Puerta de Brandemburgo y su marco, la Pariserplatz. El paisaje humano también ha ido transformándose. La cámara fotográfica del turista, por ejemplo, está casi en extinción; ha sido desplazada por el cada vez más sofisticado teléfono inteligente. Piensa que debería pronto registrar también la desaparición del fotógrafo desplazado por el brazo metálico de las selfies. En este
Gegenwart de la inmediatez esa parejita que ahora mismo se auto-retrata delante de la Brandenburger Tor y postea esa foto en las redes… y en instantes nomás esa foto es vista por los papás y los amigos de la parejita, en tiempo real. ¡Oh, tiempo real! Es también un buen título. Esa vida en vivo produce, sin embargo, paradójicamente, un tremendo
delay… La gente ya no vive: posa y trasmite. Como si a ese momento que no vivió por estar posando y transmitiendo lo fuera a vivir después, cuando vea la foto y re-viva ese momento en casa, con papá y mamá y los amigos. Esa paradoja es para Heiko una anulación irremediable del presente. Justamente el presente, la contra-espera, la única posibilidad de dejar de esperar del futuro o del pasado la redención o la justicia o lo que fuera. La contraespera. Lo único cierto, lo único vivo que tenemos. La espera hacia atrás es, ahora se da cuenta, la espera europea por exelencia. Se acuerda de otro de los títulos de su tesis: Idilio. Deseo de lo Inmóvil. Bajo ese título debería constar la histórica tendencia alemana a la inmovilidad. El mandato que advierte y recomienda no salir del propio estado social. Se acuerda de un relato de Hoffmann, cómo se llamaba, ese donde un botero se niega a aceptar que su hija se case con un joven rico, faltaba más, su hija se casará con un botero, miembro del gremio de los boteros, como debe ser. Un deseo endogámico que si es necesario, apelará al incesto. El nacional-socialismo es la expresión más psicótica de ese deseo. Heiko reconoce en las nuevos movimientos políticos alemanes como el AfD esa nostalgia por el viejo Idilio. Este punto le parece importante porque es casualmente el punto exacto donde el dragón hoy mismo se muerde la cola. Hay un aparente impulso de cambio que empuja, urgido por el miedo a la invasión tártara, para volver a ser lo que eran antes, antes de dejar la provincia idílica, antes del desastre… ¡El Stadtschloß encaja perfecto en este cuadro! A la luz de todo esto, se entusiasma, debería mejor escribir una crónica en verso libre. Podría incluso ser más que eso, podría ser un una tesis para mi doctorado (el doctorado, suele ironizar delante de su amigo Dardo, es lo más importante para un alemán, sobretodo en su propio exilio). Este pensamiento ya lo tuvo otras veces pero hoy la bici le acaba de regalar el título: La vida diferida. Debajo de ese título debería fluir no sólo el memorioso vademécum de las transformaciones de la ciudad sino también las modificaciones del otro paisaje, el humano. Y aquí, lo sabe mejor que nadie, es donde se traba la cosa. Aquí es donde debería aparecer, al menos de una manera oblicua, él, Heiko Doppelkopf. Por eso mismo esto se detiene aquí. Sabemos que de mostrarle estas notas, Heiko, después de reírse mucho, pediría, sin énfasis alguno, que quitáramos su nombre de este párrafo; que esa tercera persona del singular no es él; que su yo se expresa en otro idioma y que el
icke, que su maestro detestaba, no es más que una trampa para ciclistas.
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