Quien salga de Mina Clavero por la ruta nacional 20 y poco después de Las Tapias, en vez de seguir hacia Villa Dolores, doble hacia el sur, por la provincial 14, bordeando el valle de Traslasierra, es decir, la ladera oeste de la Sierra de los Comechingones, pasando Chuchiras, Pueblito, San Javier, Yacanto y Travesía, llega a Luyaba. A pocos kilómetros del pueblo en dirección al cerro, sobre la margen oriental del arroyo, hay dos ranchos precarios seguidos de tres galpones, uno de ellos muy grande. Visto desde afuera parece un viejo asentamiento abandonado que no ha recibido visita humana en décadas. Es cierto. Es el Teatral Nandí, una comunidad de muñecos autómatas. El Gato Villamil lo encontró de casualidad, siguiéndole el rastro a un antiguo cementerio kamiare, aunque desde que lo encontró supo que lo había andado buscando siempre. No está muy seguro de cuántos días hace que llegó al Nandí. No es que haya perdido la noción. Es que la densidad del transcurso del tiempo —escuchó la frase en uno de los ensayos— pareciera haberse alterado sensiblemente. Es consciente de los cambios de luz —ahora es día, ahora es noche— pero la mayoría de las veces los descubre después, en los extremos del contraste. A veces se aleja unos metros del caserío, busca alguna fruta. Va hasta el río a beber, a tomar un respiro. Pospone una y otra vez la visita al pueblo —necesita urgente provisiones. Aparte de cierta debilidad, causada por el escaso alimento, se siente pleno, casi feliz. Se le ha acabado el tabaco también, pero no lo echa tanto de menos. De la sorpresa inicial pasó al convencimiento de que ese mundo le estaba destinado. Un mundo insomne e industrioso habitado por peleles en loop. Autómatas engualichados por la el poder de la palabra, los seres del Nandí son y están; cada ser ensamblado en su estar perpetuo. Se mueven en una delicada superficie donde la gravedad descansa en la gracia. Existen dedicados a la acción constante. La acción ES el Teatro, dice Bruna, una suerte de autoridad de porcelana, máquina inagotable de citas. Si bien no es admisible hablar de raciocinio, gracias al verbo generador que los sustenta, poseen un bordoneo parecido al pensar; ese símil pensamiento se manifiesta tanto en los parlamentos de las obras que representan como en la vida cotidiana. Los hijos del Teatral Nandí, bricolajes de estopa y barro animados por una proteína lingüística, evitan toda afirmación conceptual excepto las usadas con fines dramáticos. Pathos y Ethos como un juego inocente del Logo.
El Gato ha ido descubriendo que en el Nandí el mundo de las ideas utiliza las mismas reglas que rigen, por ejemplo, para el montaje de la escenografía. Las ideas —las palabras que las expresan o contienen, los giros, los fraseos, las bromas; los conceptos y sus alteraciones de acuerdo a cómo fueron puestos en acción, etc— no son más que meros materiales, sustancias, colores, líneas, planos que pueden o no usarse de uno u otro modo para la representación, para que la voluntad de esa representación encuentre cauce; da igual si se trata de una obra concreta, una improvisación o de la vida cotidiana. El Gato está empezando a comprender que para la gente del Nandí no hay diferencia alguna entre trabajo y ocio. De hecho se trabaja todo el tiempo, sin pausa, pero observada desde afuera —el único afuera posible, el Gato— esa laboriosidad está impregnada, abonada más bien, por el ocio. Desde el momento de su llegada no ha hecho otra cosa que presenciar ensayos, ensayos interminables que fluyen bajo la férrea dirección de Bruna. Son tan heterogéneos estos entrenamientos y sus esquemas que demoró en darse cuenta: la pieza es la misma de siempre, un clásico, según oyera decir. Como le costara asumir que no entendía lo que se estaban representando, al principio se dijo que no se trata tanto de entender sino de abrirse a las sensaciones, dejarse sorprender por las acciones y sus voces… Pero a la vez no podía evitar ponerle un orden; imaginar propósitos; asignarles intenciones a los variados personajes que entraban y salían del cuadro. Por momentos estaba seguro de que se trataba de una tragedia; en otros, la sucesión de gags de comedia costumbrista lo convencían de estar ante un sainete. Luego de una escena coral -llena de gritos-, que recordaba en su movimiento escénico y en el contrapunto vocinglero el aria de una opereta, quedaron sólo dos actores. De pronto se desarrolló entre ellos un diálogo en verso, estructurado en décimas rimadas, un diálogo que parecía una payada de contrapunto:
—La memoria, unida a las sensaciones y a las pasiones conectadas a estas, escriben palabras en nuestras almas y cuando esta pasión escribe verdaderamente, entonces se producen en nosotros discursos verdaderos.
—Estoy de acuerdo, y al mismo tiempo acepto cada palabra que la pasión escribe en tu alma en este momento.
—Aceptá entonces también la presencia, en nuestras almas, de otro artista, al mismo tiempo.
—¿Quién?
—Un pintor, que después del escriba, dibuja en nuestro ánimo las imágenes de las cosas dichas.
—Pero ¿cómo y cuándo?
—Cuando el hombre, después de recibir por la vista, o por cualquier otro sentido, los objetos de las opiniones y de los discursos, ve de algún modo dentro de sí las imágenes de estos objetos… ¿no es así como sucede?
En ese momento, la acción fue interrumpida por uno de los dos actores con el fin de señalar a su compañero que no había respetado el guión ni la rima; que si bien es factible salirse un poco del libro, el parlamento que acaba de decir no sólo lo contradecía, sino que además ponía en riesgo la verosimilitud y la esencia misma del texto y por lo tanto, del drama. Bruna lo interrumpió —con esa voz ronca y levemente ceceosa que impresiona aún más por salir de una boca sin labios ni dientes— lo interrumpió suavemente, con un gesto de manos suspendidas y oscilantes, con las palmas hacia abajo, paralelas a la tierra
—El tema central del diálogo no es el conocimiento sino el placer… y si trata el problema de la memoria y de la fantasía es porque quiere demostrar que deseo y placer no son posibles sin esa pintura del alma, sin la imagen… que no existe un deseo puramente corpóreo. Nosotros sabemos mejor que nadie que no todo sonido emitido es una voz. Una voz es una voz si el sonido sale acompañado por algún fantasma.
—El tema central del diálogo no es el conocimiento sino el placer… y si trata el problema de la memoria y de la fantasía es porque quiere demostrar que deseo y placer no son posibles sin esa pintura del alma, sin la imagen… que no existe un deseo puramente corpóreo. Nosotros sabemos mejor que nadie que no todo sonido emitido es una voz. Una voz es una voz si el sonido sale acompañado por algún fantasma.
Dijo que había que permitir a la sorpresa y a la audacia del obrador del texto —el actor— seguir remontando el curso del discurso según la inspiración de su fantasma… que de última, en este caso —¡y siempre!— nuestro asunto no es el texto sino el texto que nace del texto. Lo crucial, lo verdaderamente importante, aclaró, era no dejar entrever el ahínco, no dejar ver esfuerzo alguno, y remató: si hay que emparchar, que no se vea la puntada.
Lo que jamás queremos es el diorama, le explica al Gato más tarde, la mueca del empeño del ser imaginario por existir. Están a un costado del Tablado Gracchus —uno de los escenarios del Nandí—, el Gato revisa unos cuadernos del Viejo que Bruna le ha cedido al segundo día. Gracias a esos cuadernos el Gato está consiguiendo no sólo hacerse una idea del inmenso, infinito, amoroso proyecto que es el Teatral Nandí, está empezando sospechar los móviles del Viejo Maestro. Bruna no parece tener mucho que decir acerca del él. Considera el tema poco interesante. Sostiene que el interés del Gato por el Viejo se debe más a un problema de identidad de género que a otra cosa. El Gato, influenciado por los manuscritos, insiste en lo que considera sus argumentos más plausibles: el valiente empeño del Gran Titiritero; el amor —y al hablar de amor piensa en el concreto amor del Viejo por sus criaturas, por Bruna especialmente, que aparece nombrada y descrita una y otra vez en los cuadernos, como prendas de un Pigmalión devoto.
Bruna responde a todas sus preguntas pero por alguna razón al Gato no terminan de cerrarle las respuestas, las encuentra evasivas o bien sarcásticas y se lo dice.
Lo que jamás queremos es el diorama, le explica al Gato más tarde, la mueca del empeño del ser imaginario por existir. Están a un costado del Tablado Gracchus —uno de los escenarios del Nandí—, el Gato revisa unos cuadernos del Viejo que Bruna le ha cedido al segundo día. Gracias a esos cuadernos el Gato está consiguiendo no sólo hacerse una idea del inmenso, infinito, amoroso proyecto que es el Teatral Nandí, está empezando sospechar los móviles del Viejo Maestro. Bruna no parece tener mucho que decir acerca del él. Considera el tema poco interesante. Sostiene que el interés del Gato por el Viejo se debe más a un problema de identidad de género que a otra cosa. El Gato, influenciado por los manuscritos, insiste en lo que considera sus argumentos más plausibles: el valiente empeño del Gran Titiritero; el amor —y al hablar de amor piensa en el concreto amor del Viejo por sus criaturas, por Bruna especialmente, que aparece nombrada y descrita una y otra vez en los cuadernos, como prendas de un Pigmalión devoto.
Bruna responde a todas sus preguntas pero por alguna razón al Gato no terminan de cerrarle las respuestas, las encuentra evasivas o bien sarcásticas y se lo dice.
—¿Es eso posible? ¿La ironía y el sarcasmo no están mejor en tu afectada forma de escuchar, en tu manera de ordenar el énfasis? El viejo nos hizo y al hacernos, se convirtió a sí mismo en otro. No a todo alcanza amor, pues que no puede romper el gajo con que muerte toca… Para eso necesitaba un aliado, necesitaba el verbo. El verbo, no el amor, nos ha puesto en gerundio: nos ha ordenado a todos la más estricta eternidad.
—Ahora me acuerdo… René-San, mi viejo amigo, me habló de él. Me dijo que esos robots no eran chinos sino cordobeses. Cuando esas entidades criminales de baquelita blanca salidas del Nandí nos arrancaron de nuestro paraíso flotante del Titicaca y nos persiguieron hasta el Poopó y más allá, hasta las alturas del Licancabur…
—No sé si te hubiera gustado tanto conocerlo. Era un pobre tipo. Trascendente es la obra no la vida, decía. Navegar, no vivir. Y no se refería al Nandí, a todo esto, que por otra parte es bastante inflamable. Hablaba del pequeño motor, del verbo, el genio embrionario, brotado del vórtice de su alma, del límite entre lo individual y lo universal; el brote corpóreo en lo incorpóreo… La proteína aparece, ese es el milagro, aparece como la única escoria estragada de cenizas que la combustión de la existencia individual abandona en el umbral ileso e intraspasable de lo separado y de lo eterno.
Bruna no es una marioneta carente de hilos. No es un robot como los que conoció en el Titicaca, si bien, ahora lo sabe, el principio generador es, según parece, similar. Por lo que ha podido hasta ahora elucidar en los cuadernos, Bruna es la obra más alta del Nandí, la más perfecta; la única criatura con la cual se puede mantener un verdadero diálogo. El Gato apela a estos mismos argumentos, le pide, le explica que es la única que puede darle información acerca del Maestro.
—Era una máscara muy vieja. Un día murió. No sabría decirte cuándo. Nos cuesta medir el tiempo. Cuando conociste a los robots, allá en tu vieja guerra boliviana, ya estaba muerto. Si hubiese estado vivo no hubiéramos terminado la serie de los yogunes asesinos… De haberla terminado, nunca se la hubiéramos podido entregar a los chinos ¿Cuatro decenas de años? ¿Es mucho eso?
—¿Se murió hace cuarenta años?
—Podría ser. Deberías escuchar los audios. Estaba muy mal. No podía ni moverse. A lo último no podía ni hablar. En esa época produjo los últimos verbos con la ayuda de un aparatito que le trajo un amigo. Ese aparto fue muy útil para todos. Gracias a ese aparato… Mejor voy a mostrarte la maqueta. Vamos a la oficina.
“Vení, seguime. Cuidado con los héroes de Curupaití —se refería a los paraguayitos— están por todas partes. Mejor prendé la linterna. Cuidado el alambre. Mira, ese tablado es el Tobiano. Los escenarios del Nandí son varios y son todos más o menos parecidos, a simple vista. Pero el Tobiano es especial, en el Tobiano sólo se montan escenas sugeridas por la maqueta. La maqueta está ahí, detrás ¿la ves? Empieza ahí… y sigue a cada lado; da toda la vuelta. Cuidado con las tablas. Está en remodelación. La maqueta está en continua remodelación y, en menor medida, en continuo crecimiento. El crecimiento es casi imperceptible. La rehacemos todo el tiempo y hay siempre un pequeñísimo saldo a favor. No es voluntario. Sale así. Nos da mucho gusto destruir lo construido. Hacerlo todo de nuevo… Al rehacer, aparecen las cosas que no estaban. Poquitas. Dos o tres. Lo nuevo aparece así. De esta manera controlamos que la maqueta no se nos crezca demasiado.
“De acá salieron todas las microscopías. Siguen saliendo. Cada tanto hacemos foco en algún detalle de la miniatura y la representamos. Representamos el detalle con toda la sustancia; no sólo la fábula —si la hay— sino toda la trama interna, el trauma, la ausencia; el drama completo del fragmento. Hay una combinación aleatoria que lo permite. Aunque la llave… la llave es un pase mágico. El pase mágico es como una manipulación de lo intangible. Ese pase está en manos de Aydol, el Cabezón.
“Antes de que lo preguntes, te digo lo mismo que ya te dije: es difícil, es prácticamente imposible explicar. No se sabe. Pero el principio es parecido al del movimiento. Todo es consecuencia del empeño, del empeño del verbo. La palabra levanta el miembro inerte y una vez en pie, el resto es pendular. Pulso y pausa / pulso y pausa / pendular / pulso y pausa… Algo así como una respiración. De hecho, es nuestra respiración. Claro que es una explicación muy parcial, ya te dije, es una explicación para turistas. Pero es más o menos cierta. La verdad no se sabe. Al menos la parte mecánica… la parte mecánica está clara, ¿no?
“Falta el aglutinante, falta el pneuma, el fantasma —así lo llamaba el Viejo— el fantasma es el cuerpo sutil, el cuerpo volátil, que produce la llama nacida de la chispa ¿Cómo qué chispa? La chispa, ya te lo expliqué antes, la chispa que se produce del choque, del cortocircuito entre la palabra y el sentido… La chispa que nace de la excitación de las moléculas del lenguaje. Al fantasma el viejo lo llama así casualmente por eso. La chispa es el uno; el verbo es el dos; el fantasma es el tres. Esa también es una explicación para turistas, sólo que ésta ni siquiera es cierta. Pero a vos te sirve. El fantasma recibe de las palabras las imágenes de las cosas y con ellas arma otras. Otras que son también fantasmas, imágenes fantasma. En la medida que produce nuevas imágenes hay un… una constante oscilación, un pendular fantasmal continuo, por decirlo así. Ese pendular fantasma lo separa de la primera llama por lo tanto —no hay fantasma sin llama— la multiplica. En el fondo no es más que un simulacro —un trabajo de tramoyistas— pero es un simulacro profundamente arraigado en el objeto. La verdad no se sabe.
“El Cabezón es el Cabezón. El gran Cabezón. El Dios de los Héroes de Curupaití. Técnicamente es un monstruo. La primera monstruosidad del Teatral Nandí, según el Viejo. Es que fue el primer prototipo hecho por prototipos, y no por él. El Viejo lo odiaba. Le decía El Engendro Incompleto. El experimento que lo parió apuntaba a otra cosa. En ese sentido fue un fracaso. Pero nos sorprendió con otras funciones que nadie había proyectado, con los dones más altos. Adivina. Es un pitoniso más que un oráculo. Ya lo vas a ver. Es importante que lo veas. Es casi lo más importante. Porque es muy difícil de explicar qué y cómo es el Cabezón si todavía no lo viste. Además es lindo. Lo importante, por ahora, es que, como pitoniso que es, realiza lecturas del estado de las cosas. Del estado de las cosas en tiempo real. Sus lecturas, que son tiempo real en estado puro, rigen el Nandí.
“Mirá, una moneda tiene cara y seca. Bueno, el Cabezón es como una moneda con muchas caras. No se sabe cuántas. Digamos que nosotros arrojamos al Cabezón y vemos qué cae. Su verdadero nombre es Aydol. Yo se lo puse, pero es un nombre que ya nadie usa. Aydol, el Incompleto. Lo inacabado del Cabezón, creemos, es el secreto de su inmenso poder o, dicho de otro modo, es su generador de energía. Creo que también por eso lo odiaba. Si hay algo que al Viejo le gustaba por sobre todas las estaciones de su trabajo era la terminación de sus piezas. El creía que cuando más cuidadosa, más amorosamente terminara sus prototipos, mejor iríamos a ingresar a la cadena del ser. La buena terminación evita la afectación, decía. Pero, como se vio después, se equivocó por varios miembros. Lo que pasa es que a Aydol lo hicimos nosotros. Lo hicimos y lo dejamos. No fue a propósito. Cuando vimos que lo que habíamos planeado se nos iba de madre empezamos a jugar, a jugar con distintas posibilidades. Jugando, jugando, un día quedó así.
“Ahora creemos que toda obra terminada está sujeta a un límite. Aydol es el primer fragmento. Un fragmento ilimitado. Es mi objeto de estudio, de alguna manera. El Cabezón trabaja básicamente a dos bandas: positivo y negativo. Realidad y sueño. Con una mano revuelve la galera de lo real y con la otra atrapa las moscas: los caprichos, los deseos, los sueños. El juguete fantasma. Después, con la ayuda de sus dientes de Scrabel, invierte los términos de uno y otro. Niega, desmiente. Luego, al disponer el orden de las letras, afirma el drama de un suceso negando su existencia. A la vez anhelando lo negado. Gracias a su porte increíble ante la niebla, el Cabezón hiere y es herido. Lo soporta todo: pérdida y renuevo. Sus actos proféticos son todo uno: perversión y epifanía. Es un mago, en una palabra. No te asustes. En un rato lo vas a conocer.
“Ahora hay que ocuparse de conseguir comida y agua, si te vas a quedar más tiempo. Eso sí que no tenemos.”
ilustra: Leon (detalle) obra de Valeria Dalmon
No hay comentarios.:
Publicar un comentario