8 de diciembre de 2016

ZUWEISUNGSGEHALT

¿Viste lo que es esa foto? Aunque no lo puedas creer es el muelle del Moro, donde vos y René bajaban las canastas de vino que traían de Chile. Es como si fueras a un geriátrico, hicieras foco en una vieja cualquiera y te dijeran que esa era tu novia de la adolescencia. Yo tampoco volví más. Hace años casi voy, es más, creo que fui y no me di cuenta. Viste que todos te dicen si vas ahora no lo reconocés. Temo haber ido y no haberme dado cuenta, haber recorrido los mismos páramos creyendo estar en otra parte. Al menos conscientemente nunca más fui. Además, cada vez que evoco esa región lo hago con recuerdos de otro, sobretodo tuyos. Incluso la foto, quiero decir, la razón de la foto en el blog poco tiene que ver con la entrada. No pienso mucho en nadie ni en nada últimamente. Ahora que me pongo a pensar en vos me doy cuenta que no tengo un rostro apropiado para ponerle a tu recuerdo. Pero pensar en vos es siempre plurar, es pensar en nosotros. O será que no sé pensar en nadie si no me incluyo. Nada, me acordaba de boludeces -me temo que si te las digo va a parecer un listado de objetos perdidos-: aquellos ridículos estudios alquímicos; la cabeza ovalada que hiciste una tarde en el taller de Quintino Bocayuva y que me condenó para siempre al Nandí; nuestras lucubraciones de un mundo paralelo en perpetuum mobile (nuestros monstruosos loops, nuestros cadáveres exquisitos basados en murmullos de rescate). Eso. Anoche encontré en internet la película esa donde Yul Brynner hace de robot y después me quedé colgado pensando qué dirías, que hubieras dicho de la versión nueva. A veces me pongo los auriculares y me quedo así, con ese silencio opaco, como entre paréntesis. La preferencia del guionista por los anfitriones ahora, pensarías, es puro Zeitgeist, ya no es la simpatía por la víctima sino una identificación (Korpgeist?): los anfitriones somos nosotros y los visitantes son los dioses omnipotentes, imbéciles, desencadenados. Tengo todavía los auriculares en las orejas. El aceite de chala me salvó. Eso es casi todo lo que se puede decir. No da para contar mucho más. No sé cómo estoy. En parte porque cambia todo el tiempo. En parte porque no hago foco ¿Debería evitar el aceite y todos tipo de entorpecientes? Seguramente no cambiaría nada. Le echo siempre la culpa a las drogas o al vino de mi extrañeza, de mi fragmentación, de mi perplejidad. El frasco apareció un día en la heladera: otra herencia secreta de Bea. Inge dice que al poco tiempo de empezar la quimio un viejo amigo se lo trajo (Hanföl, decía la etiqueta manuscrita). ¿Inge? Era su mejor amiga y hay que soportarla por eso. A pesar de que se lo recomendaron como antitumoral Bea lo vio más como un tranquilizante y apenas lo probó (tenía un escrúpulo de raíz socialista contra los psicotrópicos). Además no quería tranquilizarse. Inge dice ahora que Bea no me dijo nada porque tenía miedo de que se lo choreara. Sospecho que no está hablando sólo del aceite, veo un interlineado a la altura del rictus, lo dice con una sonrisa chueca en la boca. Conozco esa máscara: quiere mostrar ternura pero no logra esconder su antigua malquerencia. Yo ya había descubierto el frasco en la puerta de la heladera, encanutado detrás de unas ampollas de muérdago. A mí se me había terminado el porro pocos días antes y la mañana de su muerte, cuando todavía estaba en terapia intensiva, mientras preparaba el desayuno para Kai -un rato antes de ir a verla al hospital- manotié el frasco y me metí una dosis. Vengo repitiendo la cucharadita matutina desde entonces. Ya van 37 días. Anoche Kai durante la cena me hizo cierta mueca seguida de una flexión de cejas que es ya un guiño entre nosotros y que estrenamos la noche de los jabalíes. Fue en el hospital antroposófico de Havelhöhe. Los pacientes que van a parar a lo que se conoce como Paliative Station son los que están, como se dice, más cerca del arpa que de la guitarra. A Bea la internaron un miércoles para unos estudios. El viernes después de la escuela nos fuimos con Kai al hospital, que queda en las afueras, a la orilla de un lago que habría que ver si es un lago o un brazo musculoso del río Havel. Tomamos un cuarto en el pabellón de las visitas, una casona en medio del bosque. El sábado a la noche, después de la cena, dejamos a Bea en su cuarto (lo compartía con una mujer amable y agonizante) y nos fuimos caminando por los senderos del hospital. Unos cien metros antes de nuestro refugio los vimos. Eran unos diez jabalíes que al vernos venir salieron en estampida hacia la oscuridad, hacia la espesura. Kai y yo pasamos de la sorpresa a la euforia. Inútilmente intenté explicarle que lo que acabábamos de ver no era cosa de todos los días. Ya lo sabía. Dijo, en su español proteico, que ni Asterix había visto tantos. Cuando unos días después le dieron de alta la silla de ruedas y el equipo de oxígeno le eran ya imprescindibles. En realidad la mandaron a casa sin un motivo claro, después de proyectar una nueva internación para dos semanas mas tarde con la intención de hacerle una punción en la médula. Afirmaban que antes de iniciar cualquier tratamiento -no había ninguno verdaderamente razonable- debían asegurarse de que la médula estuviera libre de metástasis. Bea murió dos días antes de cumplirse ese lapso. Dos meses antes de cumplir cuarenta y nueve. De todos los hospitales en que los estuvimos el Havelhöhe fue el mejor. Gente super amable que parecían tener todo el tiempo del mundo para escucharnos. De echo se tomaron todo el necesario para decirnos que nos quedaba poco. Hablamos bastante en esos días. Fiel a su estilo Bea no decía mucho pero una de esas tardes supe por Inge que de todos los miedos que la afligían algunos me estaban dedicados. Temía por el amor en sí: creía que me había quedado a su lado sólo por la enfermedad. Temía por Kai: que me lo llevaría a Argentina para siempre ni bien muriera. ¿Había motivos para ponerlo así? Dijo tenerlos todos. Tanto el primer diagnóstico, el del cáncer de mama, como el segundo, menos de dos años después, el de las metástasis múltiple, nos había encontrado tácitamente separados. Si no me fui a vivir a otra parte fue debido a mis conocidas torpezas financieras. Estábamos en los jardines del hospital antroposófico. Era un día hermoso, fresco y soleado, uno de esos días en que el otoño no termina de llegar y el verano persiste en un rescoldo claro. Le dije que no tenía planes de arrancar a Kai de Berlín; le dije que me había quedado con ella porque no tenía adónde ir; que ella y nuestro hijo era todo lo que tenía en el mundo; que me conocía, que yo no era precisamente una persona especialmente piadosa sino más bien egoísta y que estaba allí a su lado por mí mismo, por mi propio interés, porque era eso lo que que necesitaba. No sé si me creyó. No sé si yo me creí. Recién hoy, ante el vacío sucesivo, siento que lo que le dije es una verdad como una casa. Perdoná los saltos. Es que la historia completa son puros fragmentos. Para cuando el diagnóstico de la metástasis cayó sobre nosotros como bombas aliadas -marzo de este año- yo estaba tramitando desde hacía tres meses una ayuda social estatal para poder mudarme. De echo dormía en la piecita de 3x2 donde laburo (tenía que desmontar la cama de día para hacer sitio, me había conseguido una colchoneta plegable de campamento). Volvimos al consultorio del Brustzentrum donde todo había empezado, otro hospital, el West End. En ese lugar, mientras le hacían los primeros estudios -punción; tomografías para localizar otros tumores- nos fuimos enterando de que además de los pulmones y el hígado, estaban afectadas también algunas vértebras. Nos mandaron a la oficina social del hospital para que nos informaran lo siguiente: Bea, que durante el cáncer y su cura había percibido el 65 por ciento de su sueldo docente (Krankengeld, traducido errónea y maliciosamente como dinero enfermo) ahora que había vuelto a enfermarse de la misma enfermedad un año y algo después del primer brote, según la ley, no podía seguir recibiendo el “dinero enfermo”; tenía que ir ahora a la oficina de desempleo, es decir, se la consideraba desempleada a pesar de tener un puesto fijo en una escuela. Más allá de que el jornal de desempleo es de menos del 60% del sueldo de maestra -como si tener cáncer fuera más barato que estar sano- nos llamó la atención la ley. Bea tenía un puesto fijo en una escuela pero era declarada desempleada como castigo por haberse enfermado de la misma dolencia demasiado rápido. Según esa ley, el cáncer debería haber esperado por lo menos tres años para volver. La consejera social del hospital nos dijo también que ni bien entrara en el nuevo status de desempleada la iban a presionar para que se pensionara, lo cual reduciría su entrada un 40% más; que debíamos hablar con la oncóloga para que ella demorara con excusas médicas esa abrupta caída en la indigencia. Con esa pensión miserable y mis magros ingresos como artista íbamos derecho al escalón más bajo de la socialdemocracia: el JobCenter, la casta de los intocables. Lo irónico de todo esto es que vivir enfermo es bastante más caro que vivir sano. Así, ayudado por mi histórica incapacidad de generar mejores ingresos nos fuimos comiendo los ahorros. Los ahorros de Bea. Qué tema, hermano. Los ahorros que Bea siempre tuvo, para mi sorpresa, y que eran más bien inyecciones de capital paterno. A ver, ya sé que el poder actúa in razón ni piedad. Cifras. Las cifras no sienten frío ni calor. En un país que se divide entre católicos al sur y protestantes al norte el único dios que los aglutina es el dinero. Este demiurgo exige una carrera rectilínea hacia el éxito individual que si bien no se caga del todo en el otro como un Maccry castiga con la caída en la asignación universal -gravamen que paga la burguesía para evitar la desagradable lucha de clases- y te descarta igual que la madre naturaleza o el nacionalsocialismo si sos débil o enfermo. Ojo, yo ya sabía que ser pobre es carísimo. Lo que indigna es el castigo. Pobre Bea, que creyó tímidamente en el gran dios o al menos le fue tan obediente. Sin mencionar lo jodido que resulta que ante una enfermedad cuyas causas se desconocen pero cuya cura, aseguran, depende de la voluntad y el buen ánimo el sistema te tire a matar, te meta más miedo sobre el ya tremendo miedo a morirte que traés. Por ejemplo: casi desde la llegada del último diagnóstico estábamos recibiendo, como ya te dije, ayuda del estado. La ayuda era digamos de menos del 20% del monto que se necesita para vivir, es decir, nos completaba el faltante (unos 300 euros al mes, digamos). Al segundo mes de recibir la ayuda ya nos llegó una carta en la que nos instaban a ir pensando en mudarnos. La casa -de dos ambientes y medio- es demasiado grande y/o demasiado cara, detallaba la carta en ese alemán paralelo que se cocina en los ministerios. El ½ ambiente de más es mi estudio que teóricamente como trabajador independiente tengo derecho a tener. Un cuarto para Bea, otro para Kai y pará de contar (la cocina, por suerte, tiene lugar suficiente para oficiar de comedor diario). Pero sumado al resto, la enfermedad y su posible reducción o control -la cura definitiva, lo sabíamos, era imposible- el castigo del ingreso sumado a la intranquilidad causada por la posible pérdida del espacio mínimo vital... Lo sé, sudor sudaka no chiya, pero esto es Alemania, carajo, un país alfa. Afuera, a cien metros de casa, están las nuevas propagandas del ejército. La campaña tiene ya más de un año y no para. ¿Porqué el ejercito alemán -no se llama más Wehrmacht sino Bundeswehr- habría de competir con las grandes marcas en los nutridos espacios publicitarios callejeros? Porque el ejército es la salida laboral más interesante, permite formarte en el oficio que quieras (podés ser médico si querés) y todavía te pagan. Vení y ganá, dice el cartel de al lado. La estética de los carteles del la Bundeswehr es extremadamente cool, combina las manchas de combate con los brillos de un war-video-game. Somos güiners bien pistola -las armas alemanas vuelven a ser vanguardia, no es un dato menor- y te invitamos al clú del güiner. La producción y el máximo rendimiento son más importantes que todo lo demás por eso... la única cultura válida es la del éxito. El éxito es higiénico, produce ciudadanos obedientes, temerosos, pusilánimes, moderadamente mentirosos. ¿Porqué? Entre otras cosas porque nadie en su sano juicio puede salir inerme a la presión de desear ser otro, es decir, a tanta alienación, a tanto ir en contra del propio deseo. Basta charlar con un adolescente. Van a elegir una carrera que prometa un éxito económico seguro aunque les guste más dibujar o tocar el banjo o tejer mañanitas. Lo hacen a sabiendas. Tienen que hacerlo. Se considera lógico. Es el muss. El muss es el virus germano por excelencia. Lo inoculan ya en la escuela, sobretodo a partir de la secundaría. Lo observé en Miko y pronto lo voy a ver en Kai. Los preparativos para la faquin carrera. Se empeñan en ver la vida como una carrera. El ganador o los ganadores son tres, digamos. No pueden ser muchos porque sinó no sería tal. Uno primero, el otro segundo y allá viene un tercero. Después, ponele, los siete que completan los diez más mejores. El resto es bulto. Los diez primeros van a afirmar que el éxito obtenido es producto del esfuerzo. Ganaron porque se esforzaron más. Ésta. Esforzar, se esforzaron todos. Lo que el güiner hizo es esforzarse con la eficacia requerida, es decir, siguiendo una determinada lista ya rumiada por las leyes de la competencia. Y claro, la lista es caprichosa, es toda una visión del mundo. La mayoría de los requisitos que esa lista predica no guardan relación alguna con el esfuerzo sino con la pleitesía del esbirro a los extraños deseos de los organizadores. En ese sentido ofrecer una salida milica es bastante coherente, si no entraste por el embudo careta de las universidades vení acá que te vamos a dar para que tengas. En fin, ponerse a discutir la sensatez de estas reglas o requerimientos te convierte inmediatamente no sólo en un sofista molesto sino en un perdedor nato camino al lumpenaje. La cultura de la producción y el rendimiento a mansalva corroe el alma. Atenta contra la imaginación, contra todo amague de especulación ociosa, contra la capacidad contemplativa, contra el divino error que sirve para espiar en lo invisible, contra todos los ingredientes con que se cuece la poesía y el libre pensar. Es güiner tine una mente sana en un cuerpo más sano todavía. De hecho su mente y su cuerpo, trabajado como una tabla de lavar, se confunden. Es un deportista múltiple. Pero sobretodo es un físico-culturista que estimula y esculpe sólo un músculo: la astucia. Que alguien le diga a estos chicos que las partículas atómicas están juntándose y separándose sin ton ni son; que toda esta máquina perfecta no va a ninguna parte y que la casita en Mallorca a los setenta años no es una utopía digna. Sí, pero y qué. Qué. A quien le endoso todo esto sino a mi sombra. Si la verdad, o lo más cercano a la verdad, es que me arrepiento profundamente haberle recitado este discurso, u otro parecido, tantas veces todos estos años. Me arrepiento de haber despotricado contra todo esto mientras ella vivía y quería ser feliz... Boludo, quería ser feliz, quería ser feliz según esas mismas reglas, irse de vacaciones lo más posible; tener días feriados y días laborales perfectamente reconocibles en el almanaque. Me arrepiento de no haberla acompañado como merecía. Me digo que bueno, que sigo detrás del Dharma, el camino de mi corazón, el sutra de diamante, la pindonga de Sun Wu-Kung, el rey mono. Me acaricio el lomo y me tiró un hueso y me lo re cojo en el aire como un perro disfrazado de Gato. Lo que no entiendo es porqué la desilusión. Si ella lo sabía. Me amó y a la vez me odió, o me terminó odiando, por la misma causa. Le habrá dado bronca llegar a ese callejón sin salida teniendo al lado un vago mal ocupado con ínfulas de poeta. Le costó mucho dar el brazo a torcer. Aceptar que se iba. Recién los últimos días se preocupó con visible disgusto por imaginar qué sería del mundo sin ella. Firmó un poder (que ahora resulta que no sirve para nada porque no era notarial, digamos... esta historia corresponde al presente que fluye al lado mío o en que estoy inmerso y a punto de ahogarme y te la cuento otro día). Expresó el deseo de ser enterrada. Pidió un cementerio que estuviera cerca de casa y pidió un banco, un banco al lado de la tumba. Cumplimos. Igual, yo te estaba contando otra cosa, te estaba contando de esos 8 o 9 días en el Havelhöhe, el hospital hospitalario. Paseamos mucho. Ella ya en silla de ruedas y con un equipo de oxígeno portátil amochilado a la silla. En algún momento empezó a preguntarme por los árboles. Bea conocía el nombre de todos e incluso distinguía las diferentes especies de cada uno. Que el roble tal o el haya cual. ¿Te dije que era maestra? Siempre admiré ese conocimiento porque aparte de trascendente era un verdadero conocimiento, es decir, era amor. Volvió a comprobar que conmigo no había caso. A pesar de sus lecciones, después de tantos años, apenas reconozco el roble, el álamo, el abedul, los más fáciles. Sin ningún tipo de dramatismo en la voz -no podía verle la cara porque empujaba la silla- me dijo que nadie le iba a enseñar a Kai a llamar a los árboles por sus nombres. Esa tarde me dijo también que me cuidara de mis suegros. Que si no les imponía una distancia, un freno, me iban a volver loco con Kai. En ese momento me pareció una exageración. Una muestra más de la extraña relación que tienen los hijos únicos con sus viejos, ese oscilar constante entre la tilinguería y la paranoia. Recién ahora entiendo. Empiezo a no saber cómo manejarme con ellos. Mis suegros son probablemente las personas más buenas que conozco. Me atosigan con su bondad, con su enorme y auténtica bondad y siento que me la cobran con más bondad aún. Es mucho más fácil luchar contra los malos que contra los buenos. Es lo primero que aprende el paladín mestizo. El paladín mestizo es aquel que no siendo bueno del todo ni malo declarado lucha por mantenerse gris en el caos, gris en estado de caos, es el que pelea por demorar la polarización del Qui. Después de Havelhöhe fueron ocho días. Se nos vino en picada. Pudimos verla una última vez. Fuimos los tres: Miko, Kai y yo. Nos reconoció -sonrió con una cara que apenas le pertenecía- y nos habló desde la máscara. Veinte minutos después estaba muerta. La vi cuando la desconectaban. Sentí alivio. Hablé con el médico de guardia en una salita atestada de archivos clínicos. Las frases que pronunció habían sido usadas miles de veces. Al rato la volvimos a ver. Parecía otra y a la vez era la misma. El hospital era otro: el de Friedrichshain. La habían puesto sobre una camilla, en un cuarto libre que les había quedado, al lado del cuarto donde se fue, en la estación intensiva. En la intolerable tensión de la salita me agarré de ella: su carne marchita ya empezaba a enfriarse. En su rostro el haber dejado de ser y el seguir siendo coincidían y esa sincronía es la transparencia más dolorosa que he visto en mi vida. Después de la muerte no hay nada. Nada. Al menos eso es lo que se siente en casa. A veces fantaseo con ella, con la muerte. La tentación de no estar, de desaparecer, juguetona, histérica, la tuve siempre. Ayer me imaginé, mientras preparaba el mate a las 6 y media de la mañana, que me mataba y que había una especie de vida mental después: Bea estaba furiosa -¡Du Arschloch... Lo dejaste solo! Yo le explicaba que no era mi culpa, que la depresión, que la nada. Ella no me creía porque, lo sabíamos de pronto los dos sin tener que decirlo, después de la vida se sabe todo. Yo pensaba: así que después de morir no se puede seguir mintiendo. Me dio vergüenza. El diálogo que estaba teniendo lugar en mi cabeza me dio vergüenza. Se lo adjudiqué inmediatamente al sueco porque todavía no había tomado mi dosis de aceite. El sueco es un escritor que inventé en los primeros meses de la metástasis. Me sentía tremendamente culpable frente a Bea y me hizo bien inventar al sueco, endosarle mis cuitas a otro. Para poder darle entidad le di un nombre, le armé una vida. Por esos días, gracias a vos, gracias a una cita inapelable en una carta tuya, había descubierto a Stig Dagerman; él me ayudó a darle un rostro. Tengo la sensación de que ya te lo conté pero no puede ser, no te escribo nunca. Mi sueco se llama Sven Wharenson (Gottenburg, 1960). Es un escritor de policiales bastante conocido en su país. Apareció tímidamente con El hombre clave (1995), una novela corta sin mucho más que un exhaustivo mecanismo de relojería que suena donde tiene que sonar. Tuvo un éxito moderado y prometedor. Buenas críticas y pocas ventas. Con su segunda novela (Vuelo a Sondermanland, 1997) el entusiasmo de la crítica esta vez coincidió con un notable éxito en las librerías que le permitió al autor renunciar a su puesto de profesor en una escuela secundaria y vivir de la literatura. Siguieron cuatro novelas a razón de una por año, que no hicieron más que reforzar su nombre en la lista de los autores más importantes de su país. Sus obras empezaron a traducirse. Diez años después del Hombre clave, cuando ya su reputación es del todo indiscutida, llega Las manos, su última novela. Con Las manos sucede algo extraño. No es del todo un fracaso de ventas porque para ese entonces Wharenson cuenta con un buen número de adeptos que no iban a dejan de comprar el mamotreto por más que la crítica fuera unánime y demoledora. El primer problema de Las manos es que no es un policial. El segundo es que empieza “bien” y morosamente se va oscureciendo hasta lo insoportable. Nadie debe de haber pasado de la página cincuenta; nadie parece haber advertido que no sólo es su mejor libro, es probablemente el libro sueco más interesante de las últimas décadas. Lo único que emparienta a Las manos con los anteriores de Wharenson, aparte del protagonista, es su estilo seco y despojado, la escasez de adjetivos. El comienzo es similar al de las otras novelas: una serie de delitos económicos que desembocan en un crimen. Otro caso para el inspector Olaf Juholt. A partir del tercer capítulo la vida personal de Juholt, de la que hasta entonces el lector entusiasta de Wharenson lo ignora casi todo, empieza a mezclarse con su trabajo de inspector, con el caso, con la investigación policial, de forma gradual y molesta. Para el séptimo el policial no es más que un telón de fondo. La vida personal del inspector lo abarca todo. Lo primero que sabremos es que su matrimonio naufraga y que el inspector, fuera de la esfera pública, es un fiasco. En el momento en que decide dejar a su familia a su mujer le diagnostican cáncer. Juholt decide entonces suspender sus planes; quedarse en la casa a cuidar a su mujer y a su hijo pequeño. A partir de allí vamos a saber cada vez menos del Juholt policía (el caso se resuelve sin ninguna grandeza mientras se anuncian otros de los que seremos informados por un subalterno que emite informes de forense). Empieza la segunda parte. Un año y medio más tarde, ya superada la enfermedad, encontramos a Juholt casi en la misma situación. Alquila un departamento cerca de la Rikskriminalpolisen e inicia los trámites de divorcio. Un nuevo diagnóstico suspende todos los trámites y lo regresa finalmente a casa. Esta vez la enfermedad es muy grave. Han encontrado metástasis en dos órganos y en los huesos. Olaf decide entregar todo su tiempo y energía a cuidar de su mujer. Se hace cargo de la casa y del hijo lo que le acarrea innumerables problemas en el trabajo. Pide licencia hasta nuevo aviso. Los dolores de la mujer, a pesar de la fuerte medicación, son horribles. La vida de Olaf es el organizado infierno de un enfermero meticuloso sin esperanza. Descubre que no es malo haciéndolo. Descubre que es un pésimo amo de casa. Se obsesiona con la enfermedad. Paso sus ratos libres leyendo en internet todo tipo de información acerca de células cancerosas; paliativos; curaciones milagrosas, dietas, etc. Deriva hacia el problema de la alimentación. Hace unos intentos desesperados de introducir a su mujer en la macrobiótica. Èl la acompaña pero por alguna extraña razón cocina otra cosa para el niño. El intento es abandonado a las pocas semanas. Se deja crecer la barba. Se deja llevar por la corriente. La corriente es puro presente. Descubre que allí está la única esperanza. En el presente, en su perpetuidad. El relato es desapasionado y exhaustivo. La paulatina aparición del monólogo interno se vuelve cada vez menos intermitente. Hasta el capítulo siete la primera y la tercera persona se alternan. A partir de entonces se confunden. Un día la mujer le pide que le pase una crema analgésica por el cuerpo. Con tanto rayo y tanto fármaco, sumados al avance mismo de la enfermedad, el deterioro de la mujer se acelera. Olaf comienza a masajear el cuerpo de su mujer todas las mañanas. La mujer lo convence con el argumento contundente de que le proporciona un gran alivio. Efectivamente los masajes de Olaf perecieran ser muy eficaces. El mismo no consigue creerlo del todo. Se interesa y lee ávidamente sobre el tema. Reemplaza la crema por un aceite de árnica. Intensifica las sesiones. Ahora son tres veces por día. La mujer cuya dolencia, lo saben, es incurable, parece recuperarse. Los médicos, a regañadientes, acaban aceptando que un factor misterioso está actuando benéficamente. Sin llegar a aceptar el poder curativo de las manos del marido reconocen sin embargo que la mujer ha mejorado mucho y que si bien los tumores siguen allí, han detenido su sostenido crecimiento. Proponen empezar otra quimioterapia que la mujer rechaza. Tanto el proceso de la enfermedad como la novela entran entonces en una vía muerta. Apenas el niño, que ahora va a un colegio de doble turno, sea con su gracia natural o con los numerosos problemas que tiene en la escuela, aporta un poco de color en medio de la monótona vida familiar. Olaf economiza cada vez más las palabras. Casi no habla. Sabemos lo que piensa gracias a la primera persona que se filtra caóticamente en la tercera. Es en su cabeza donde arde el infierno. Al irse persuadiendo de que su mujer jamás va a curarse; de que son sus manos las que la mantienen viva, va gestándose en él una desesperación sorda, un rencor disfrazado de cansancio. Empieza a visitarlo la idea de hacer mal su trabajo, de liberarse. No es algo que piense, más bien es un pensamiento que lo aborda con mayor virulencia cuanto mayor resistencia moral le opone. Escucha sin pestañear, con una mezcla de horror y desidia, mientras sus manos transcurren por el deteriorado cuerpo, sus propios pensamientos, rabiosos, gritándole en la azotea. Para entretener a esos demonios practica invenciones atolondradas; va proyectando un continuado de historias, de listas, de sentencias absurdas. Hace comparaciones sin pies ni cabeza, retratos a partir de las sombras, miradas a partir de los poros... Llegado a este punto el relato seco y notarial de Wharenson se contamina con las normas del discurso interno, tan caótico como violento, de Olaf Juholt. En algún momento la mujer, como era de esperarse, muere. Olaf, que para sus suegros y amigos se ha convertido en algo así como un héroe, se sabe el asesino. Los días siguen pasando sin sentido y el otrora inspector descubre que ha dado otra vez con el autor del crimen. Sólo que esta vez nadie va a creerle. El penúltimo capítulo es muy corto. Ha elegido una foto para el velorio. El encargado de la ceremonia se queda mirando la foto. No tiene una más actual, le pregunta. Se da cuenta que en la foto que le ha dado su mujer debe tener unos 20 años. Se siente avergonzado. Él mismo la ha conocido a los 33, es decir, la mujer de la foto no es la suya, apenas se le parece. Sin embargo, está seguro de recordarla también así. Entre sus cosas encuentra los retratos de una niña en blanco y negro y llora ante esas fotos: una muchacha parecida a otras tantas en medio del paisaje de un país desconocido. Le duele el paisaje meridional como si fuera el suyo. Han estado juntos los últimos quince años pero de golpe es toda la vida de ella la que se le viene encima. La ausencia es un lastre insostenible, piensa. Después viene la escena final, rodada en una casa vacía. La excusa es la mudanza: Juholt y su hijo se mudan. No queda claro si la casa vacía es la vieja o la nueva. Wharenson pareciera jugar con la alternancia pero en realidad está despistándonos para que el truco no sea advertido: está armando una pequeña bomba sorpresa y para eso necesita de una casa vacía. Se ha guardado esta carta para el final, una carta que es mucho más que un efecto acústico. La conocida habilidad del autor para confeccionar mecanismos perfectos alcanza esta vez otra escala de la eficacia. Lo que Wharenson nos ha preparado para despedirse es un loop, un loop muy simple que opera con dos elementos vocales -la voz neutra del relato y la otra, la voz interna de Juholt- sonando a perpetuidad gracias a la cáscara hueca de la casa. De esta manera logra que la novela no termine nunca. Lo de la habitación vacía se me ocurrió ayer mientras visitaba una posible casa y pensé que una frase o dos sonando en loop, dos voces sincrónicas en esa caja de resonancia, era el final perfecto para mi pobre sueco. Sí, estoy viendo casas. Encuentro siempre una excusa para no alquilar ninguna. Ni Kai ni yo queremos irnos. Es que se me metió en la cabeza que cuanto antes me quite al JobCenter de encima, mejor. Son buena gente pero están tan cómodos en sus escritorios que terminan creyendo que el dinero es de ellos. En su rutinario afan de ayudarte te humillan, te controlan hasta los calzoncillos. Los “amigos y familiares cercanos” dicen que tengo que tomármelo con calma, que no me doy tregua. Macanas. Me he vuelto tan indulgente conmigo mismo que doy asco. Me perdono todo. Kai está bien. O creo que está bien. Como su nombre lo anuncia, es malecón, es puerto seguro. Porfiado y feliz, es el mismo de siempre. No habla directamente de la mamá pero hace que todas las cosas de las que hablamos pasen de alguna manera por ella. Los caminos que hacemos en bici, por ejemplo, van o vienen de un lugar adonde él y ella hicieron alguna vez alguna cosa. Unos días antes del entierro -acá las costumbres son muy otras también es eso: la enterramos veinte días después de su muerte- mientras cenábamos me preguntó: ¿durante cuánto tiempo la voy a recordar a mamá? Le dije que la iba a recordar siempre. Uuuy, replicó con absoluto desencanto... Entonces entendí adónde iba: dolor y recuerdo son, según Kai, una misma cosa. Le expliqué entonces que el recuerdo de su madre no le iba a doler siempre, que con el tiempo el dolor se iría yendo y que un día de estos la recordaría por fin de otra manera, la recordaría con alegría. Me preguntó cuánto tiempo faltaba para eso y tuve que confesarle mi ignorancia. Anoche, a punto de dormir, me hizo ciertas preguntas. Esta vez le preocupaba qué parte de mamá estaba en la tierra del cementerio y cuál en el cielo. Le dije que no lo sabía pero que me lo podía imaginar. Le pregunté si podía imaginarse qué parte de mamá era cielo y que parte tierra. Me dijo que sí, que podía. Y se quedó pensando. Estábamos a oscuras. Hubiera querido ver su cara en ese momento. De golpe me recordó la charla de semanas atrás. Según él yo le dije que en un mes el recuerdo ya no iba a dolerle. 








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