Si la historia fuera a contarse debería comenzar en la ciudad de Copacabana, donde se produjo, la última noche de la Fiesta del Mar, la desgracia. En realidad la fiesta ya había terminado. A pocos pasos de la puerta del boliche recién cerrado de la calle Santivañez, casi llegando al sendero del Calvario, cinco músicos intentaban sostener unos cuantos sonidos entrelazados, uno de ellos pretendía cantar o quejarse. Estaban dispuestos en círculo, de espaldas al mundo. Recién empezaba a clarear y la luz, como suele suceder en los lugares muy altos, se apuraba en trepar el cielo. Los últimos miembros de la última comparsa de la Fiesta del Mar de Copacabana tocaban como dormidos, completamente borrachos. El akuyiko, el bolo de hojas de coca que llevaban desde hacía horas bajo el carrillo, los mantenía en pie. A pocos metros, un niño observaba la escena. Cada tanto llamaba a su padre, tímidamente, como avergonzado, con el propósito de llevarlo a casa. A pesar de la escasa eficacia del método no se acercaba ni levantaba la voz. Tenía las manitos en los bolsillos y miraba a un punto intermedio entre sus pies y el cordón de la vereda. Cada tanto daba una vueltita, como si tuviera frío o se aburriera. En una de estas vueltas, ayudado por la claridad recién nacida descubrió, en la vereda de enfrente, un bulto en el piso. Se acercó lentamente. El bulto era un hombre muy joven, golpeado, con la cabeza ensangrentada. Corrió hacia el grupo y empezó a tironear el brazo del padre. El hombre se desprendió del corro y cruzó la calle. No había en su manera de caminar ninguna señal de ebriedad o cansancio. Se arrodilló y extrajo un ungüento de la chuspa. Llevaba un sikus colgando del cuello. Sus movimientos eran seguros y rápidos. Pasó el dedo medio por debajo de la nariz del herido que en pocos segundos reaccionó al estímulo. El sikuri se acomodó entonces la cabeza del muchacho sobre las piernas y masajeó las cienes. Se acercó más aún y le preguntó algo. No recibió respuesta. En voz muy baja dijo, como para sí mismo, que no había porqué preocuparse, que sólo estaba deshidratado y abombado por el golpe. Lo levantó con firmeza. Mientras lo llevaba a upa le preguntó el nombre. El muchacho dijo que no sabía. No se acordaba de nada. Éste es Enzo, dijo el sikuri, señalando al niño que se afanaba en seguirle el paso. El hombre siguió hablando, como si llevarlo a upa fuese una cuestión de plática; le habló del lugar, de su familia, de la pesca. Mezclaba el tú, el vos, el usted según le venía en gana, con los errores y la elegancia de los que hablan el español como segunda lengua. Le describió Copacabana como si le hablara a un ciego. Le explicó el trayecto como si desatara un nudo. Iban bajando hacia el lago: barcas de paja; luz de la mañana casi entera; seres mitológicos en plena faena; algún pájaro que resultaba al final ser un pez o una nube. Las cosas parecían estar ahí nomás, del otro lado del lago, y sin embargo galopaban a cientos de kilómetros. O todo lo contrario. Esas Montañas lejanas de cobalto, sin ir más lejos. La altura reduce o exagera las distancias, comentó el sikuri. Según el aire. El aire es tan diáfano que hay que tener cuidado: respirar con demasiada fruición puede asfixiarte. Una vez alcanzado el lago lo fue bordeando dos o tres kilómetros hasta llegar a la casa. Un cofre de tierra negra con brotes de cebolla flotaba a un lado de la puerta. Ni el cofre ni la puerta ni la casa implicaban un punto geográfico fijo. El rancho era un alivio de la inexactitud. Estaba hecho de totora y se asía al mundo con trenzadas raíces de esparto desde el centro de una isla flotante unida a la costa por una soga del mismo material. Todo era de totora: isla, rancho, embarcaciones, sogas. Techo e intemperie móviles, la vivienda basaba en lo intranquilo su sosiego.
En la casita vivían René, el hombre que lo había recogido, y Benicia junto a una progenie que, al parecer, superaba holgadamente la decena. Alrededor de la isla se apeaban casi siempre al menos tres totoritas, las góndolas del Titicaca.
Lo primero que hizo Benicia al verlo fue protestar en voz baja. Lo segundo fue preguntar de dónde había salido. René le contó.
–El wayna no se acuerda ni cómo se llama.
Benicia siguió indagando. La verdad es que Benicia preguntaba siempre. Era su modo habitual de decir. Sólo afirmaba algo cuando callaba. Al recién llegado le impresionó de entrada esa mujer. No su belleza precisamente. De hecho lo más imponente de Benicia era invisible. Había algo inaudito en su forma de hablar. Daba miedo. Se le acercó bruscamente y le tomó la cara con las dos manos. Le fue tanteando el rostro y revisando la herida de la mollera mientras murmuraba en aymara. Le preguntó el nombre. Cuando el muchacho repitió que no lo sabía ella le explicó que si no había un nombre no podía ni empezar. Insistió. René trató de calmarla.
–No me friegues, siempre trayendo gatos guachos a la casa. Justo el único bicho que no le gusta el agua– y acercando su boca a la herida del joven, le dijo:
–A ver Gato, de dónde vienes.
El Gato insistió, algo amedrentado. Le dijo que francamente no lo sabía, que le parecía que acababa de nacer; que seguramente no vendría de muy lejos; que las cosas tienden a la quietud; que nada se mueve mucho que digamos. Benicia sonrió.
–Macanas. Con esa cara tuya vienes de muy al sur o de muy al norte.
Le dijo que no se preocupara, ella podía ayudarlo. Recitó entonces una suerte de salmo que, traducido al castellano, sería algo así como: El templo de la memoria es una ruina plausible de reconstruirse en tres días.
Pasaron más de tres días, pasaron meses. El Gato se recuperó con rapidez. A pesar de las bajas temperaturas y la altura, el clima era benigno. La comida, simple pero sana y abundante. En la extraña geometría fantástica del Gato, el no recordar ni cómo se llamaba era proporcional al bienestar que Benicia y René le brindaban. La señora de la casa lo tomó a su cuidado. Fue enfermera, amiga y tiempo después, también pitonisa. Un buen día le preguntó si quería que ella le leyese el pasado y el Gato accedió. Eran sesiones casi diarias. Después de la cena René salía a fumar y ya no regresaba. Benicia y el Gato acostaban a los niños y después se quedaban, cerca de la cocina, sentados en el piso. Benicia traía la latita de hojas de coca, metía la mano, extraía un puñado y lo arrojaba al suelo, sobre la estera. Tenía unos ojos negros muy rasgados. Los abría bien grandes y estudiaba las hojas. Luego lo miraba a él, pero no a los ojos, posaba la mirada en algún punto de la frente del Gato y hablaba y hablaba como si leyera un libro en voz alta.
Ilustra: Manos arriba, Sergio Gobi 2009
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