10 de enero de 2014

KATZENSPRUNG

Es prohibido volver a leer. Mi taikali lo dice. Las cosas que se leen hoy se escriben hoy y desaparecen. Hay mucha forma de leer una hojita de coca pero historia hay una. Estos días pasados leímos tus primeros años. Lo que escuchaste es todo lo que hubo. Es todo lo que hay para decir. No se puede volver a leer una infancia. Hoy vamos a otra parte de usté y mañana a otra.
El Gato estaba fascinado y perplejo. Bebía sus palabras con toda la sed, esforzándose por atesorarlas. No podía permitirse olvidar una sola. Y aunque tampoco podía cotejar el relato de Benicia con la realidad, tenía la sensación, al escucharla, de que su pasado era tal cual sus palabras lo pintaban; que esos relatos eran exactamente lo que él había vivido. Con el correr del tiempo esa sensación no hizo más que fortalecerse hasta fraguar en absoluta certeza: su vida, quizás apenas maquillada por la poética de Benicia, era el recuerdo de cada palabra que ella había pronunciado. Incluso cuando mucho más tarde su mente logró recuperar algunos recuerdos, todos ellos juntos le resultaban -le resultan hasta el día de hoy- menos reales que las historias que Benicia, en incontables sesiones, entrevió en la hojarasca y leyó en su frente. Con el tiempo esa maravilla, ese milagro de la hermenéutica, le pareció no sólo lo más concreto que había vivido sino también lo más trascendente.
Bueno, Gato, le voy a leer la huella de hoy, a ver qué ha sido. La infancia ya pasó. No olvide igual los vericuetos porque están conectados. Fijate que tenés el amuyu entreverado ya desde chico. Bueno, acá hay una vuelta. Acá tenés otra pero no tiene rumbo. ¿Querés que veamos cómo llegaste al wasi? Vamos por ahí, entonces. Cuando empezás el cole fumás como ekeko. Y te empieza ese asunto con las drogas. Cómo te gusta, Gato. Pastilla, maría, jarabe, potaje de cuanta porquería... Mirá que te encanta la quietud de las cosas. Mirá cómo le hacés fiesta a lo inmóvil, al dejarse estar. Para usté un viaje no es un movimiento. Un viaje es el colmo de la quietud. Hasta los dieciocho, hasta los diecinueve... Se ve que se te hacía antinatural moverte. Te resultaba un barro salirte del esquema, del circuito perfecto entre tu casa, la escuela, el parque. Tu cariño siempre ha sido quedarte cerca. Pero fijate acá, un día te fuiste. Acá veo al sanpedro. Las mismas drogas que te tenían quieto, que te habían mantenido a salvo de la movilidad, te escupieron al puririy. Estudiaste un oficio. Estudiabas dibujos y esas cosas. En el último año de la escuela, con un amigo le hicieron al san pedro. Lo empezaron a tomar porque era gratis, pero después les gustó. Les gustó es un decir, es horrible el sanpedrito... Se entusiasmaron. No era sólo el viaje. Era otra cosa. Una fe le tenían. El amigo es un barbudito que vive lejos de tu casa, en un lugar lleno de quintas. Acá lo dice. Tenía un auto... Salían a dar vueltas, a fumar yerba. Cuando se encuentran con un sanpedrito casi se santiguan, lo mismo que un cristiano ante una cruz. Anotan y esperan a la noche. A las tantas de la madrugada lo van a buscar. Así es como se agencian los sanpedritos. Los salen a cazar por los jardines. Porque a la gente con los ranchos más lindos les gusta adornar con sanpedritos. Hay un riesgo jacha, se ve. La policía es medio bestia. Ustedes van de madrugada, con un machete y zas, le rebanan la cabeza y al baúl del auto. Después hay que pelarlo y hervir la corteza. Horas de esa sopa. Un caldo intragable. Hay que ayudar con azúcar y fruta la ingesta. Son varios ustedes. Después el grupo se va limpiando. De cinco quedan tres. Poco después el flaco se enamora. Quedan dos. El barbudito y usté, los más devotos. La verdad es que para los dos el culto es misa. Se meten tanta sopa que conseguir los cactus para la próxima eucaristía se pone difícil. No hay tantos. Y en eso la policía ya está al tiro. Cada vez hay más falcones entre los jardines. Mientras el sanpedrito se les extingue ustedes como si nada. Se inventan un tai-chi de lo más lento y después se van de caminata. Están convencidos que no hay un deambular sin rumbo, el rumbo y el ritmo lo impone el sanpedrito desde la sangre. Se dejan dirigir los pasos hacia la próxima plantita. Así, en estado de gracia mescalínica, dan con el cardón para la próxima sopa. Cuando se van acercando al nuevo ya desde lejos ven un resplandor verdoso. La cosa no va a seguir así. No puede. Hay una última vez. Aquella vez el aura es más fuerte. A usté le parece escuchar que su amigo quiere hablar, qué te está diciendo algo. Lo mira como si fuera a leerle los labios. Pero la voz que escucha no es la del amigo. No es del todo un sonido. Es un clamor en la cabeza. Los dos lo oyen. Viene del propio sanpedrito. Es como si les platicara en aire, en signos ilegibles. Los dos de igual comprenden. El mensaje es simple. Es una orden: hay que salir rajando, hay que venir pacá, pal norte. No dice porqué. No dice para qué. Y ustedes que tiene tanto libro encima, creen que van en busca de un maestro. Dos semanas más y están en camino. Se llevan poco, una ropa, el mate y mucha pitaña. El de barba trabaja con el padre, el dueño del auto. Venden seguros. Con el cuento de que tienen que ir a inspeccionar un siniestro, salen una mañana rumbo norte. Mirá qué lindo, chalay, qué contentos. Hablan sin parar, a coro. Se les llena la boca diciendo, una y otra vez, que van a inspeccionar un siniestro. Hasta el Tucumán todo va bien, meta pitaña. Van a cruzar los Calchaquíes. En Amaicha se les rompe el coche. Nada grave. Pero se complica y se van quedando. A tu amigo le ha ido cambiando el humor. Para cuando el problema se ha solucionado ya es otro amigo. Pone excusas medio bobas para llegar a Salta cuanto antes. Ahí mismito se despiden. Te dice que no puede, que su padre, que la culpa es dél, te pide los perdones y se vuelve. Te deja la hierba para la jakasiña. Te quedas mirando el auto que ya es pura polvadera. Te quedas mirando cómo el auto se convierte en polvo. El polvo val sur y usté al norte.







Ilustra: Ekeko, cerámica fría pintada, ca. 20cm, Sergio Gobi, 2003





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