El trajín comenzaba con los primeros soles. Se pasaban todo el día boyando, en la isla o en el caballito de totora, pescando con red o cortando totora verde para vender o para hacer reparaciones –el junco sobrante se iba acopiando, la cría no paraba de crecer y pronto habría que ampliar el caserío–. Una o dos veces por semana salían a hacer de cuenta que pescaban con caña. A esas salidas de zafarrancho de pesca René les daba especial preponderancia. Había una manera de no pescar en la hacía hincapié, si bien no abundaba en comentarios. Al Gato le llevó mucho tiempo comprender las leyes de ese deporte que René llamaba Samacaña Uma, algo así como “respiración del agua”. La Samacaña consistía en observar la piel del lago, las corrientes, el pulso. Se trataba de una contemplación activa y atenta para lo cual era necesario que el abdomen tomara el mando del pensamiento. Había que conseguir una consonancia entre el movimiento del agua y el de la panza. Una vez que se lograba acompasar el flujo con la respiración, llegaba la segunda instancia: Achuraña (morder-el-anzuelo.) Es probable que hubiera una tercera fase, la parte más difícil, según René, llamada Taniña (bajar-al-fondo). El Gato no llegó a saber si esa tercera fase era el objetivo final de la disciplina, una sombría metáfora o una broma. En parte porque nunca consiguió hacer bien la primera. Tal vez ni siquiera llegó a entender qué era exactamente hacerlo bien. René, como siempre, ahorraba las palabras. Era difícil seguirlo. Cuando el Gato creía haber comprendido, un golpecito en la cabeza le hacía saber que no, que era otra cosa. Con exiguas parábolas le daba a entender que confundía el no pescar con el ocio de la misma forma que confundía la pesca con el trabajo. Si insistía en preguntar cuál era la diferencia, recibía un elocuente chasquido de lengua a modo de advertencia o de no es por ahí, el puerto está para otro lado, constantemente a flote, derivando. El Gato perdía la paciencia con facilidad. Una mañana le dijo que creía haber entendido todo. Iban en qaqilo, en el caballo grande, buscando un buen lugar donde tirar la red. René ni siquiera lo miró. El Gato evitó mencionar que le había contado a Benicia lo de la Samacaña, que le había pedido a ella las explicaciones que él no le daba. Directamente expuso la conclusión oída la noche anterior, como si fuera propia:
–Ahora sí lo entiendo: Benicia lee el pasado y vos leés el presente.
René no dijo ni una palabra. Recién cuando volvían a la casa, mientras desenrollaba la soga para amarrar, murmuró:
–Más le vale que aprendas a leer y a escribir solito. Si sigue oyendo a la warmi, te vas a chingar...
Volver a la casa al caer la tarde era seguir sobre el agua. Sin embargo nunca nadaban; nadar era casi tan raro como salir volando. A la noche se sentaban a matear, coqueando en silencio a la orilla del patio, mirando el chisporroteo de las luces del puerto o los resplandores de los mundos lejanos. Después, cuando esa densa felicidad los atiborraba de aburrimiento, entraban al rancho.
Una noche Benicia le contó una historia que al Gato se le quedó abierta como una herida. Le explicó que esas luces que se veían hacia el sur provenían del Poopó, otro lago más pequeño pero mucho más indescifrable, en la región de Oruro. Dijo que esas luces no eran movimientos de tropas aliadas al gobierno ni fanfarrias lumínicas del carnaval ni resplandores de la Salamanca, como solía argumentar René cada vez que se le consultaba.
–¿Y qué son entonces?
Se quedó callada mirándole a los ojos, como amagando, quién sabe si atizando la intriga o preguntándose si debía o no contarle.
–Son naves– dijo por fin.
–¿Totoritas?
–No pavote, naves espaciales. Hace ya varios años que van y vienen del Poopó a su planeta y de su planeta al Poopó. Visita interiora terrae, rectificando invenies occultum lapidem...
–No entiendo aymara.
–No le diga al René lo que te dije.
En cierta forma fue a partir de aquella charla que las cosas empezaron a descarriarse. En parte todo fue un malentendido. El Gato, que para entonces creía que cada cosa que sus amigos le decían era una alegoría –estaba convencido de que se complotaban para hacer de él un bienaventurado– al tratar de entender la parábola de los extraterrestres comenzó inmediatamente a tramar una expedición al Poopó, alucinando que era una especie de misión que se le encomendaba. Había aprendido que por más que el universo entero fuera de una exacta literalidad tomar las cosas al pie de la letra era un camino allanado hacia el error. Además, tal vez no era mala idea ausentarse un tiempo. El ambiente estaba enrarecido. Su amigo parecía furioso con la mujer. Difícil saberlo. René podría estar planeando muertes o resurrecciones o asaltos al cielo. Los signos exteriores eran siempre los mismos. Al principio creyó saber cuál era el problema: su incierta relación con la warmi –no quedaba claro si era amiga, madre, amante o enfermera–. Si embargo los celos no eran una emoción reconocida en esa casa, el asunto no iba por ahí. Pensándolo bien, los celos eran un producto exótico que él mismo había introducido. Quién sino él era el celoso. La malquerencia, la mala onda que empezaba a respirarse lo dejaba fuera: era un asunto de pareja. Intentar comprender todo esto le consumía toda la energía y lo dejaba más confuso que antes. Para colmo todos en la casa hablaban aymara, una lengua cada vez más impenetrable. Trató de consultar a su amigo por el tema de las naves espaciales pero fue más estéril que preguntar acerca de la Samacaña. No recibió respuesta. Al otro día insistió. Llevándose el índice a la sien, René le respondió que a su mujer le faltaban algunas piezas importantes.
Después de aquella tarde ya no le dio ni cinco de pelota. Desaparecía por la madrugada en la totora grande sin esperarlo como antes. Ya ni siquiera los llevaba a bailar los domingos al pueblo. A cambio, Benicia se aficionaba cada vez más a su compañía. Se sentía dividido entre una especie de tortuosa felicidad y de dichoso perjurio. Para el Gato las largas charlas de las noches –la voz ronca saliendo de su boca apenas entreabierta, como un tajo en la sombra, en firme contraste con el paisaje de su risa enorme (ese colmillo zurdo medio chueco)– los arrumacos, los húmedos juguetes de la oscuridad, todo parecía confluir en la misma fuente de inquietud y gozo. Sus ancas generosas, sus pechos bizcos, los labios rojos de su sexo que había que bucear en un frondoso estuche... Todo olía a totora. Su pelo, en cambio, su cuello y sus manos, tenían el mismo aroma que irradiaba su aliento: olían a acullico.
Pocos días más tarde René se fue sin aviso. Benicia le dijo que su marido estaba muy ocupado, que ese asunto en Puno lo iba a tener quién sabe cuántos tiempo lejos de casa. Una noche, mientras recogía los cuencos de la mesa después de la cena, una figura oscura y a la vez resplandeciente cruzó el ventanuco. Fue tan fugaz que es posible que ni siquiera haya sucedido. No dijo nada. Estaba seguro de que nadie más que él lo había visto. Sin embargo, a su lado, Benicia murmuraba intranquila. El Gato, demasiado absorto en sus cálculos espirituales, no se dio cuenta. Quiso salir a fumar pero ella le pidió que se quedara. No le hizo caso. Afuera flotaban las constelaciones. Encendió un faso con la proa hacia el sur. Le pareció que un tenue fulgor detrás de los cerros le hacía un guiño familiar, que lo llamaba un signo venturoso con una voz querida hecha de luces. La visión no duró un instante. Ayudado por el humo dulce de la pitaña llegó a la conclusión de que eso que había visto no sólo era un auspicio sino una invitación. Volvió al rancho.
–Mañana mismo voy a bajar al Poopó.
Benicia seguía quieta y expectante. Con los ojos muy abiertos oteaba la puerta. Bajó la cabeza. La larga trenza que le sujetaba el pelo estaba floja y dos alas de cuervo le ocultaban la cara. Le pareció que lloraba y se enterneció. Era la primera vez que la veía llorar. Pensó que la amenaza de su partida le rompía el corazón. Se sintió amado, necesario. Benicia, permanecía inmóvil y tensada como un arco. El Gato la miró como si recién la descubriera. Se permitió una duda: ¿lloraba en realidad? No podía verle bien la cara. ¿No sería más que otra apariencia; una nueva distorsión suscitada por la altura o por el equivocado ángulo de mira? Ese pájaro listo para el vuelo otra parábola de qué, pensaría minutos más tarde, cuando se quedara solo, después de que Benicia saliera corriendo, se subiera a la totora chica y se alejara hacia el norte, en dirección al pueblo.
Pasó varias semanas sin noticias. Ni de Benicia ni de René. No tenía mucho tiempo para preocuparse. Cuidar decenas de niños en un espacio tan reducido –la isla debía de tener unos veinte metros de diámetro– ocupaba hasta el último de sus suspiros. Un día se le cayó uno de los changuitos y tuvo que zambullirse en el agua helada y bucear un rato hasta recuperarlo. Era Jairito, el más chico, que a pesar de los largos minutos que permaneció sumergido, estaba perfectamente.
Una tarde llegaron unos tipos muy raros, blancos de pies a cabeza, muy blancos, completamente blancos y laqueados, como de mica. Hablaban un idioma impracticable y monocorde. Las voces artificiales, como sampleadas. Al principio fueron muy amables. Hicieron varios intentos pero el diálogo era imposible. Al fin lograron entenderse más o menos en inglés. Le mostraron una foto. Se lo veía más joven, tenía el rostro más pálido y una gorra oscura con una estrella en la testa, pero era René. Le costó mucho convencerlos de que jamás lo había visto. Cuando creyó que por fin se iban, el que parecía ser el jefe le arrebató de un manotazo el ojo izquierdo. Fue un movimiento tan rápido que ni siquiera pudo verle el brazo; la acción fue tan vertiginosa que quedaron suspensos, vacíos, los siguientes segundos. Al fin el Gato pegó un grito horrible, aplacado inmediatamente con un contundente cachetazo. El oficial de baquelita se puso entonces una lente de joyero en el ojo y examinó el ojo recién extraído. Mientras el Gato no paraba de llorar a moco tendido comentó dios sabe qué cosa a su lugarteniente. Luego de metérselo en la boca unos segundos, con un gesto brusco pero increíblemente preciso, lo devolvió a su sitio. Antes de irse tomó a su víctima por el cuello y le dijo:
–An-eye-for-an-eye / see-you...
Pocos días más tarde René se fue sin aviso. Benicia le dijo que su marido estaba muy ocupado, que ese asunto en Puno lo iba a tener quién sabe cuántos tiempo lejos de casa. Una noche, mientras recogía los cuencos de la mesa después de la cena, una figura oscura y a la vez resplandeciente cruzó el ventanuco. Fue tan fugaz que es posible que ni siquiera haya sucedido. No dijo nada. Estaba seguro de que nadie más que él lo había visto. Sin embargo, a su lado, Benicia murmuraba intranquila. El Gato, demasiado absorto en sus cálculos espirituales, no se dio cuenta. Quiso salir a fumar pero ella le pidió que se quedara. No le hizo caso. Afuera flotaban las constelaciones. Encendió un faso con la proa hacia el sur. Le pareció que un tenue fulgor detrás de los cerros le hacía un guiño familiar, que lo llamaba un signo venturoso con una voz querida hecha de luces. La visión no duró un instante. Ayudado por el humo dulce de la pitaña llegó a la conclusión de que eso que había visto no sólo era un auspicio sino una invitación. Volvió al rancho.
–Mañana mismo voy a bajar al Poopó.
Benicia seguía quieta y expectante. Con los ojos muy abiertos oteaba la puerta. Bajó la cabeza. La larga trenza que le sujetaba el pelo estaba floja y dos alas de cuervo le ocultaban la cara. Le pareció que lloraba y se enterneció. Era la primera vez que la veía llorar. Pensó que la amenaza de su partida le rompía el corazón. Se sintió amado, necesario. Benicia, permanecía inmóvil y tensada como un arco. El Gato la miró como si recién la descubriera. Se permitió una duda: ¿lloraba en realidad? No podía verle bien la cara. ¿No sería más que otra apariencia; una nueva distorsión suscitada por la altura o por el equivocado ángulo de mira? Ese pájaro listo para el vuelo otra parábola de qué, pensaría minutos más tarde, cuando se quedara solo, después de que Benicia saliera corriendo, se subiera a la totora chica y se alejara hacia el norte, en dirección al pueblo.
Pasó varias semanas sin noticias. Ni de Benicia ni de René. No tenía mucho tiempo para preocuparse. Cuidar decenas de niños en un espacio tan reducido –la isla debía de tener unos veinte metros de diámetro– ocupaba hasta el último de sus suspiros. Un día se le cayó uno de los changuitos y tuvo que zambullirse en el agua helada y bucear un rato hasta recuperarlo. Era Jairito, el más chico, que a pesar de los largos minutos que permaneció sumergido, estaba perfectamente.
Una tarde llegaron unos tipos muy raros, blancos de pies a cabeza, muy blancos, completamente blancos y laqueados, como de mica. Hablaban un idioma impracticable y monocorde. Las voces artificiales, como sampleadas. Al principio fueron muy amables. Hicieron varios intentos pero el diálogo era imposible. Al fin lograron entenderse más o menos en inglés. Le mostraron una foto. Se lo veía más joven, tenía el rostro más pálido y una gorra oscura con una estrella en la testa, pero era René. Le costó mucho convencerlos de que jamás lo había visto. Cuando creyó que por fin se iban, el que parecía ser el jefe le arrebató de un manotazo el ojo izquierdo. Fue un movimiento tan rápido que ni siquiera pudo verle el brazo; la acción fue tan vertiginosa que quedaron suspensos, vacíos, los siguientes segundos. Al fin el Gato pegó un grito horrible, aplacado inmediatamente con un contundente cachetazo. El oficial de baquelita se puso entonces una lente de joyero en el ojo y examinó el ojo recién extraído. Mientras el Gato no paraba de llorar a moco tendido comentó dios sabe qué cosa a su lugarteniente. Luego de metérselo en la boca unos segundos, con un gesto brusco pero increíblemente preciso, lo devolvió a su sitio. Antes de irse tomó a su víctima por el cuello y le dijo:
–An-eye-for-an-eye / see-you...
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