23 de enero de 2014

KAVALKADE

Dos semanas después, una mañana muy temprano, Benicia y René regresaron.
–Linda hora de llegar –dijo el Gato medio dormido, haciéndose el enojado, sin poder disimular la alegría– mientras tanto me he vuelto madre y padre de todo el Titicaca.
Venían cargados de bultos. Intercambiaron frases en aymara sin la más mínima naturalidad, afectados, hermosos, como si ensayaran para un acto escolar. Habían traído otro bebé, además de comida y regalos para todos. Al Gato le dieron un ekeko cargado de hombrecitos en miniatura. No supo con qué mano recibirlo porque ya tenía en los brazos a la nueva wawa, toda cagada. Benicia, tentada ante la escena, le pidió riendo que la bautizara ya mismo, sin pensar, como se le ocurriera. El Gato levantó la cabeza lenta, ceremoniosamente y cerrando los ojos dijo: se va a llamar Maicha. Miró a la wawa como si pudiera constatar que el nombre le gustaba. Mientras la miraba comprendió que también era para él. Al terminar el almuerzo René lo invitó a caminar por la isla. Caminar por la isla es un decir, era como dar la vuelta al perro alrededor del rancho. El Gato propuso que salieran en totora. Cuando empezaban a alejarse, René lo felicitó, le dio un apretón en el hombro, le ofreció tabaco, parecía contento. Al darse cuenta que el Gato no entendía, le informó que la wawa era varón y que era suya. El Gato preguntó si Benicia se lo había dicho.
–Dicho y hecho. Fui yo que la saqué... le vi la marca cuando corté el ombligo.
Al Gato le dio vergüenza. La verdad es que no sabía bien si era vergüenza o miedo. Se apresuró a cambiar de tema, se puso a contarle la visita de los muñecos blancos de baquelita; la pesquisa violenta; la foto de René con gorra bolchevique. No pareció importarle. Al menos no demostró ningún signo de preocupación. Hizo algún chiste de los suyos, incomprensible, después le preguntó si los niños le habían dado problemas, si se sentía a gusto; comentó que el nombre Maicha le sonaba a niña, que tendrían que buscarle otro. Aprovechando el buen humor de su amigo, el Gato se apresuró a anunciar que ahora que habían vuelto, él tenía que irse cuanto antes, al menos por un tiempo. No iría muy lejos y sin embargo, quién sabe, sería el viaje de su vida. A René no pareció alegrarle su plan de mochilero. Usó pocas palabras y se las arregló para que bastasen. Que le necesitaban en la casa más que nunca. Que las responsabilidades familiares. Que los niños sin él serían como guachos. Hubo un largo e incómodo silencio. Luego, aunque mucho menos convencido, el Gato volvió a la carga: insistió con su plan de bajar al Poopó. René no lo dejó terminar. Asumió un aire académico y empezó a hablar de los tejidos antiguos, de una suerte de escritura textil llamada Khipu en la que están cifrados los arcanos mágicos de una civilización desaparecida. Saltaba de un tema a otro como un ministro de turismo. Habló del otro lado del lago, de la isla de Amantaní, de Capachica y Taquile y alguito más allá está Puno que es tan linda y de ahí usté nomás de un salto estás en el Pacífico... Entonces fue el Gato el que lo interrumpió, parándose de golpe en el angosto caballito de totora, perdiendo los estribos.
–¿Así que si me voy al norte... entonces sí?
–Si quiere vamos todos... derivando.
–Oíme bien René: digas lo que digas y hagas lo que hagas, voy a bajar al Poopó mañana mismo.
René inició otro silencio vigoroso. Silencio que sabía acompañar de una quietud estatuaria. Al fin lió un cigarrito, le pasó el paquete; se metió unas hojitas de coca en la boca y le ofreció la chuspa.
–No diré que son mentiras de la warmi... Pero es que ya se han ido. Y si es que ha quedado alguno, no lo vai encontrar en el Poopó– sonrió. Pegó una pitada profunda y fue dejando salir el humo de a poco, ahumando las palabras –Mire, si me promete que se queda a cuidarnos, yo te presento al tiro un extraterrestre desos, ya que tanto te gusta.

Esa misma tarde lo llevó al caserío de caña y adobe que quedaba detrás del estadio, donde solían guardar el acopio de junco. Lo invitó a que se sentara en una silla desvencijada, de espaldas a la puerta, casi contra la pared. Le pidió que no se moviera, que esperara ejercitando el mantra que le había pasado, respirando profundo con el vientre como en la Samacaña, mientras él se tomaba el trabajo de ir a llamar al alienígena. Pasaron horas de absoluta quietud en la completa oscuridad del cuarto. A veces se escuchaba algo, una música, una cumbia lejana. El día regresó y volvió a marcharse con la usual lentitud de las cosas del Collao. El Gato seguía concentrado en el ejercicio. A veces se quedaba dormido unos segundos pero de golpe reaccionaba y regresaba a su vientre, a su ritmo y al mantra. La espalda derecha. Detrás de ese rebaño de horas siguieron otras iguales. Se estaba quedando otra vez dormido cuando oyó su nombre. Al darse la vuelta lo que vio lo dejó sin aire. Era un ser luminoso, una hembra, indudablemente. Tenía las piernas muy largas y fuertes terminadas en sólidas caderas. No se le veían hombros ni brazos. Quizá estaba todavía en formación o se iría volviendo visible de a poco. Se movía muy pero muy lentamente, hacia un costado, tal vez hacia el centro del cuarto... Entonces pudo ver mejor: tenía cuatro patas, era una deidad cuadrúpeda de neón ambarino verdoso. Imposible de describir... y de olvidar. La sensación de terror desapareció rápidamente. La visión le produjo una enorme alegría, una felicidad infantil, primaria. Un formidable alivio. Pensó inmediatamente en Lola, su hermana. Por un momento estuvo absolutamente seguro de que era Lola disfrazada de estrella, disfrazada de Dios. No podía quitarle los ojos de encima. Los ojos eran racimos de brazas –o de ojos e
n ascuas–; en esa mirada no había una mirada, lo que se entiende por mirada, sino una conjunción de sentidos que parecía incluir también el tacto. Su «contacto» le pareció de golpe emocionalmente intolerable. Se puso a llorar. Esto lo alivió un segundo pero en seguida volvió la sensación de lesivo calor, de abraso. Hizo acopio de fuerzas para intentar zafarse de esa suerte de campo magnético, de ese aura omnímodo... Tomó envión y aliento como si fuera a saltar a un abismo. Sin embargo, bajar la cabeza no le costó ningún esfuerzo, no le costó esfuerzo alguno dejar de mirarle… 
Es difícil saber lo que pasó entonces. A pesar de que seguía experimentando esa presencia, de alguna manera –incluso su calor, su luminosidad–, sintió de pronto una profunda nostalgia; una saudade atlántica; una añoranza hacia atrás y hacia adelante en el tiempo y en el espacio; una especie de desgarramiento. Pánico de perderla, de no volver a verla nunca más. Ese miedo se transformó rápidamente en dolor físico y en vez de levantar otra vez la mirada para recuperar la visión, se tomó la cara con las manos y se largó a llorar a gritos. Lloró y lloró un rato largo, desconsoladamente, sin atreverse a apartar las manos de la cara. Lloró hasta que la voz de René y casi al mismo tiempo su mano en el hombro, pronto su abrazo, le devolvieron, aunque lentamente, como suele decirse, el alma al cuerpo.






Ilustra: Demeter, Sergio Gobi, Berlín, 2008

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