13 de febrero de 2014

GAUKELWERK

Bruna fue dejando de actuar sin que nos diéramos cuenta. En la medida en que el Teatral fue creciendo ella, motor y combustible del Nandí, se fue ocupando de la producción y poco a poco, cuando el deterioro me fue acorralando, de la dirección general. Gauchesca fue la última obra que hizo Bruna. Uno de nuestros más sonados fracasos. Era una suite para trío; había más personajes pero eran meros desdoblamientos de esos tres. Nunca fue escrita del todo. Surgió. Surgió uniendo fragmentos de improvisaciones. Primero apareció Teo Glauben, que lo hacía Dixon. A Dixon le tocó componer un viejo traficante de imágenes religiosas porque es viejo –lo hicimos para que hiciera de Vizcacha en una versión musical del Martín Fierro– y porque la escena ya se venía jugando en una santería desde mucho antes. De a poco se nos fue revelando el asunto; de a poco fuimos sabiendo que la atención de la santería lo tenía sin cuidado; que lo único que parecía importarle era su propio santuario, levantado en un rincón de su oficina (que a su vez era el único rincón del escenario). Una tarde nos pareció evidente que lo que realizaba o intentaba realizar, manoseando una y otra vez las imágenes y cambiándolas de lugar o de ropa, era una manipulación metafísica: trataba de predisponer, de inclinar a cada divinidad en una u otra dirección; hacia una u otra suerte. Teo era un hombre de bien así que suponíamos que no utilizaba su arte en contra de nadie sino a favor... ¿pero a favor de qué? ¿en su propio beneficio o en el de la humanidad toda? Eso nunca lo supimos con certeza.
Casi como por partenogénesis de Teo nació Albert, su hermano y ayudante. Necesitábamos un contrapunto. A Albert lo hicimos de cero. Buscamos un parecido con Teo (Dixon) no por cuestiones de naturalismo sino porque nos pareció importante la simetría. Sólo que Albert (Nox, así lo bautizó Bruna) es notoriamente más joven. Visualmente funcionaban muy bien en escena. Creímos que era una jugada maestra. Sin embargo el conflicto no apareció. Ambos son muy devotos. Teo, de una manera racional, científica si se quiere, mientras que Albert es pasional, intuitivo, temeroso y crédulo: un supersticioso. Están en escena y conviven. Podrían seguir conversando boludeces durante un siglo.
La acción en sí comienza con la llegada de Gauchesca. Gauchesca es una niña moribunda que recoge de la calle Albert Glauben. En tres de los cuatro planos en que transcurre la acción los hermanos van a enamorarse de la chica. Albert de una manera más inocente, más pura, incestuosa, fraterna. Lo de Teo, en cambio, es más complejo. Por momentos parece vivir su amor como un dolor injusto y otras como un premio a su larga vida solitaria –un derecho feudal del que hará uso casi sin darse cuenta–. En otro cuadro paralelo y simultáneo el viejo sigue en la suya y entiende que la niña no es más que otra representación, aunque carísima, de la misma deidad: una imagen sublime, con un nivel tal de ejecución que alcanza la epifanía. Muy pronto va a intentar incorporarla a su altar, y en algunos de los momentos del transcurso total de la obra, va a lograrlo.
En ocasiones hay indicios de un colosal enfrentamiento, una Troya eminente para la cual cada uno de los rivales pareciera trazar una estrategia. Aunque eso no es del todo seguro. En Albert sí, Albert es fácil de leer. En un momento todo parece indicar que espera familia de Gauchesca. En otro, tienen dos criaturas, pero poco después sólo están criando animales o pintando soldaditos o armando un pesebre. En una escena posterior vuelve a ser evidente que Gauchesca está por parir su primer hijo. Albert está dispuesto a todo para conservar a la chica y a su cría. Ya no confía en su hermano. Con el viejo Glauben nunca se sabe. Si se sienta en su poltrona, en su angosta y alta mesa -que más bien parece un púlpito- y se pone impulsivamente a trabajar, no se llega a distinguir si esos leves movimientos son de alguien que no puede dejar de escribir o de quien no puede parar de tachar lo ya escrito. Está por ejemplo esa escena casi fáustica a la luz de una veintena de velas, donde sobre el cuerpo desnudo de Gauchesca, boca arriba sobre la mesa –vientre de mármol / seno de porcelana–, pareciera estar deslizando tropas de asalto y columnas de caballería mientras ella, hipnotizada, relata una infancia feliz que no ha tenido.
Dar con las palabras adecuadas fue lo que más tiempo nos llevó. Ir suplantando el balbuceo y las galimatías nacidas de la improvisación por un texto sustancioso no fue fácil. La obra estaba ya más o menos resuelta a grandes rasgos pero los diálogos, los parlamentos en general, no nos terminaban de cerrar. Después de haber hecho y desecho los textos de cada una de las escenas –textos que habían nacido en el escenario, no en el escritorio– sin conseguir que funcionaran, decidimos que cada actor dijera líneas de dramas célebres, simplemente las preferidas de cada uno, aquellos racimos de palabras que siempre habían querido pronunciar, esas parrafadas que a un actor le llenan la boca... Y funcionó. Luego, lentamente, fuimos sobrescribiendo esos textos para que se adaptaran a la historia que queríamos contar –o al menos no la contradijeran–. En algunos casos no se trató más que de inclinar apenas ese texto clásico a las necesidades y manías del personaje (a unos famosos versos isabelinos sólo los pasamos a prosa). Habíamos descubierto un método, una especie de técnica que denominamos Palinage –híbrido de palimpsesto y collage– que más tarde usamos en otras puestas. En cuanto al personaje de Bruna –si bien era la protagonista también era la que tenía menos letra–, los textos eran de ella (bueno, nuestros). Gauchesca es una figura aparentemente sin dobleces, un alma ovoide y perfecta, tan unívoca que acababa despertando sospechas. Igual que un perfume que de tan delicioso exhala un borde de inmundicia. Si bien queda claro que Gauchesca es una santa, una víctima perfecta, hacia el final esta condición parece desdibujarse o bien desmembrarse en equívocos. No acaba de entenderse si esa concupiscencia, esa perversidad que insinúa la heroína en el último tramo es algo real o es sólo la mirada del espectador que ha ido empañándose influenciada por la de Teo y Albert Glauben. Porque al final los machos –la razón y la emoción; la fe y la superstición– se han unido para acabar con el poder de la hembra. El final es algo previsible: Gauchesca muere en manos de sus devotos torturadores. Segundos antes de que el telón caiga, mientras Albert se entrega a una celebración desquiciada llorando a carcajadas, vemos a Teo en su rincón terciar en el santuario; como quien consulta el Tarot va repasando santos hasta llegar a Kali: trata de sostener entre sus manos la imagen de la Diosa y la vuelve a dejar caer como si le quemara las manos. En la expresión de Teo, en la mirada herbácea del muñeco, puede leerse su decepción. Acaba de comprender cuán lejos está de haber vencido.
La presentamos en las Jornadas de Talamochita. La crítica la hizo bolsa. La tildaron de pretensiosa, de intelectual, de perversa. Supongo que era básicamente aburrida. La escena más vituperada, la que más molestó, es quizá mi preferida. Promediando el último acto, los Glauben están torturando a Gauchesca (al termino de estas sesiones ella quedará convertida en una imágen más de la santería). Su cuerpo yace sobre una mesa de carpintero. En realidad su cuerpo es ahora un motor de cuatro cilindros sujeto a una morsa. Los hermanos están en plena faena, sudorosos, en camiseta: dos mecánicos concentrados en rectificar la maquinaria. Albert, el más compungido, sin duda atizado por el arrepentimiento, le comenta a su hermano que, por suerte, ésta no es la única.
-¿Hay más Gauchescas? -le pregunta Teo malhumorado. Entonces Albert le explica que existen otras realidades paralelas, vaya a saber cuántas, que ésta no es la única, y que en alguna de ellas, seguramente, ellos nunca la conocieron, o bien sí pero no le dieron ni cinco de pelota o la trataron, aunque sin hacerle daño... Teo lo interrumpe para pedirle que por favor se calle, que no diga más pavadas, que por supuesto no hay tal cosa, que la realidad es singular y es la hembra más solitaria que existe: una pobre Casandra que vemos y oímos siempre deformada. La visión contrahecha que cada uno tiene de ella es la única realidad paralela, o perpendicular u oblicua.
-No quiero discutir con vos, Teo, nunca vamos a ponernos de acuerdo.
-Porque no me escuchás... Estoy seguro que no me escuchás. Al menos yo a vos nunca te escucho.








Ilustra: Musa dormida, Constantin Brancusi, 1910

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