Nació como un boceto de Desdémona para un Otelo subversivo del injustamente famoso Botequim das Marionetas. Me la quedé, me la fui quedando, no porque pensara que algún día le aguardaría un destino mejor sino porque, ya desde aquel entonces, la creí perfecta y no quise otra cosa que guardarla para mí, para siempre. Apareció como por accidente y con el tiempo se convirtió en el centro de todo. Fue la primera en muchos sentidos. Hasta entonces mis intentos no habían pasado de una porción de títeres y de alguna que otra marioneta de hilo. Ensayos frágiles y torpes urdidos con materiales de vida tan breve que perecían, ni bien les daba la luz, agónicos peleles de saliva y sueño. En el fondo estaba persuadido que lo mío era el texto. Pero aún no sabía que la palabra, además del sonido de un acto, es carne.
Dueña de los ojos morenos más implacables que puedan lapidarse en coral negro, Bruna no tiene realmente una mirada; Bruna mira por la boca. Cuando lee la letra pequeña de un guión nuevo estira la trompa como si besara una vidriera con el objeto de dejar en carmín y aliento su rúbrica estampada. Su única huella. La mirada labial de Bruna.
A veces, con horror y alivio, compruebo que estoy loco y que mi locura consiste en creer que es ella la que me habla, en olvidar que Bruna es también una prolongación de mi propia voz. Un falsete. Es inútil confrontarlo con ella. Me diría –me dice– que mi locura radica en creer que soy Bruna. En creer que soy su obra y gracia. Que toda voz, que todo lo que sale de mi boca, es Bruna. Soy no ser ella.
Me alegra –y a la vez me lastima con un ardor secreto– pensar que será siempre joven. Algunas veces, con taimada digitación, logro mantenerla cerca mío. Durante esos lapsos –que no duran más que algunas horas (hasta que me quedo dormido)– suelo arrullarla: Bruna Bruna / nació María / y está en la cuna / tendrá fortuna mientras introduzco lenta, disimuladamente, mis dedos en su boca (adormilada y ronroneante Bruna no lo percibe hasta que ya es demasiado tarde) con el objeto de tocar el clítoris máximo de su sensibilidad: sus irisados labios ópticos.
Ilustra: musa durmiente, mármol, Constantin Brancusi, 1909/10
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