
al pie del bó la gota cenicienta
que es exequia de mirra
conspira con el viento
para atraer sobre la llama del instante
la única sustancia vertida en esta arcilla
cuidada miel de clorofila
Por un momento me visita la alegría del parto, la novedad de volver a escribir. Pero enseguida los reconozco. Reconozco cada uno de los versos que a su vez disparan, en mi memoria senil, los otros versos que le siguen. Es inútil. No paran de sonar los viejos discos. Parece que el silencio exterior aumenta el volumen de las voces internas. Desde que dejé de hablar, si no es por estas notas que el grabador traduce, la única sensación vital que subyace es acústica. En mi cabeza resuenan las voces jóvenes y viejas de pensamientos, diálogos, rumores, sentencias, recuerdos… Más su incontrolable y discontinua casuística. Trato de abrir los ojos pero la oscuridad porfía. Me pregunto porqué habría de importarle tanto la forma a un gusano ciego. Comprendo que llevo puesto el antifaz de dormir. Me cuesta quitármelo. Alguien entra. Bruna. Bruna llega en mi ayuda. Dice que viene a consultarme por el Proyecto Espectadores. Con la vehemente alegría que irradia desde que lo controla todo, un fervor que apenas si sonrosa la porcelana de sus labios, me explica –como si yo opusiera alguna resistencia, como si yo pudiera estar a favor o en contra– que el número de muñecos “público” es muy importante; que no hay que escatimar; que cuando estén listos en número suficiente “ahora sí que al Teatral Nandí no va a faltarle nada”. Se arrodilla frente a mí. Me sirve un té ambarino –arroja al cantero el que me sirviera esta mañana. Enciende otra vela pequeña y un sahumerio al borde del tatami. Me aclara que el mecanismo es sencillo, que lo desarrolló ella misma a partir de los planos del bailarín de malambo; que se trata de marionetas más simples todavía que los Acomodadores, con movilidad limitada a transporte, aplauso y pestañeo y que el secreto está en los materiales; que lo más importante son las manos; que estuvieron probando varias cañas; que hay que hacerlas de tacuara articulada “el material más idóneo no solo por su increíble resistencia sino por su sonoridad... El chasquido exacto que necesitamos”; “un aplauso de cuatrocientas palmas de tacuara suena como un chubasco en un techo de chapa”.
La miro embelesado. Babeo y sonrío. La miro y la bebo y dejo que desagüen los minutos. La miro mirarme sin pestañear. No hay asombro alguno en el óvalo perfecto de su rostro; ni en los arcos esmaltados de sus cejas ni en el blanco craquéele de su frente. Yo mismo urdí ese rostro, me repito, pero no me basta. No acabo de creerlo. Si se la embellece demasiado cualquier verdad parece mentira. Si ella lo dijera –soy tu obra, soy tuya– su voz –mi voz alguna vez ahí encriptada– segaría el poco pavilo que me queda. El público es crucial – interrumpe– es el comercio con el mundo, el público es el trueque. Ya sé que el disfrute más grande es a puro ensayo; encerrarse, sumergirse en la marea de la acción pura... Pero para encontrar un final se necesita público... Tiene que estar ahí desde el vamos, tiene que estar ahí desde el principio. El final es social– concluye. Sonríe. Respiro. Cierro los ojos y respiro. Todos estos pensamientos seniles quedan sonando solos mientras respiro. En la respiración, por fin, no queda en pie ni un solo fantasma. Mis párpados perciben un calor luminoso. Una luz tibia que los adelgaza. De una forma casi visible, revelada, comprendo que mi ahora ya absoluta quietud, junto con el humito del incienso, se vuelve transparencia.
Ilustra: «La trituradora de recuerdos», dibujo de Hernán Sansone, 2014
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