18 de marzo de 2014

ZWANGSRÄUMUNG

Éramos un pueblo de gusanos ciegos. Estábamos en una especie de galpón enorme. Había un roce lúbrico constante. Éramos demasiados o estábamos demasiado cerca. Me miraban feo. Quería esconderme, disolverme en la masa. Pero no sólo no dejaban de mirarme sino que la expresión de sus caras era de manifiesta desaprobación. Caras al borde del escándalo. No entendía porqué. Una voz me decía: mirate. Me miraba las manos, los brazos... el cuerpo todo era una masa mutante, un algo que cambiaba de forma constantemente. Mis pares me miraban atónitos porque mi cuerpo de gusano no podía parar de transmutarse en otras cosas. Un clan silencioso y pálido en medio de una oscuridad traslúcida me examinaba azorado. Era evidente su vergüenza, yo era su vergüenza ¿Soy esto, soy así, un gusano mutante o precisamente cambio de forma porque no dejan de mirarme? me preguntaba. Podía ver –aún lo veo– mi proprio cuerpo transformarse sin pausa, pasando de un estadio al otro, cambiando de tamaño, color y forma –conservando siempre un aire helmíntico, un aire de familia– ¿como un actor que intenta cubrir todos los roles posibles o como uno que no sabe cuál le ha sido asignado? ¡Cómo hubiera querido –cómo quería– contentarlos a todos! La angustia iba en aumento a medida que el ritmo de la metamorfosis se aceleraba. ¿La fuente de mi desesperación era ignorar porqué cambiaba de forma sin parar o el no saber cuál de todas esas formas debía conservar para ser aceptado? Ahí estaba mi madre. Era un gusano gordo a mi lado; una masa casi inmóvil, ciega. Parecía querer decirme algo. Me estaba diciendo algo. Y yo entendía claramente qué. La telepatía dependía de los ojos, creo, de un gesto de los ojos. Me decía algo acerca del tiempo o de la falta de tiempo. ¿Intentaba precaverme o amonestarme? Eso mismo empezaba a preguntarle pero no llegaba a hacerlo o no llegaba a ver la respuesta porque en ese momento mi madre me abrazaba. Me abrazó entero, como un ectoplasma. Me consoló. Sentí un gran alivio. Cerré los ojos. Al abrirlos de nuevo era Bruna. Me sostenía en brazos como una Piedad. Tenía su cara junto a la mía y era Bruna, doliente: mi muñeca, mi alivio, mi consuelo. 
Me despierto. Me despierta el goteo del samovar. Lo primero que hago es manotear a tientas el grabador para anotar la pesadilla. Pero mientras trato de ordenar las imágenes voy y pronuncio:

al pie del bó la gota cenicienta
que es exequia de mirra
conspira con el viento
para atraer sobre la llama del instante
la única sustancia vertida en esta arcilla
cuidada miel de clorofila


Por un momento me visita la alegría del parto, la novedad de volver a escribir. Pero enseguida los reconozco. Reconozco cada uno de los versos que a su vez disparan, en mi memoria senil, los otros versos que le siguen. Es inútil. No paran de sonar los viejos discos. Parece que el silencio exterior aumenta el volumen de las voces internas. Desde que dejé de hablar, si no es por estas notas que el grabador traduce, la única sensación vital que subyace es acústica. En mi cabeza resuenan las voces jóvenes y viejas de pensamientos, diálogos, rumores, sentencias, recuerdos… Más su incontrolable y discontinua casuística. Trato de abrir los ojos pero la oscuridad porfía. Me pregunto porqué habría de importarle tanto la forma a un gusano ciego. Comprendo que llevo puesto el antifaz de dormir. Me cuesta quitármelo. Alguien entra. Bruna. Bruna llega en mi ayuda. Dice que viene a consultarme por el Proyecto Espectadores. Con la vehemente alegría que irradia desde que lo controla todo, un fervor que apenas si sonrosa la porcelana de sus labios, me explica –como si yo opusiera alguna resistencia, como si yo pudiera estar a favor o en contra– que el número de muñecos “público” es muy importante; que no hay que escatimar; que cuando estén listos en número suficiente “ahora sí que al Teatral Nandí no va a faltarle nada”. Se arrodilla frente a mí. Me sirve un té ambarino –arroja al cantero el que me sirviera esta mañana. Enciende otra vela pequeña y un sahumerio al borde del tatami. Me aclara que el mecanismo es sencillo, que lo desarrolló ella misma a partir de los planos del bailarín de malambo; que se trata de marionetas más simples todavía que los Acomodadores, con movilidad limitada a transporte, aplauso y pestañeo y que el secreto está en los materiales; que lo más importante son las manos; que estuvieron probando varias cañas; que hay que hacerlas de tacuara articulada “el material más idóneo no solo por su increíble resistencia sino por su sonoridad... El chasquido exacto que necesitamos”; “un aplauso de cuatrocientas palmas de tacuara suena como un chubasco en un techo de chapa”.
La miro embelesado. Babeo y sonrío. La miro y la bebo y dejo que desagüen los minutos. La miro mirarme sin pestañear. No hay asombro alguno en el óvalo perfecto de su rostro; ni en los arcos esmaltados de sus cejas ni en el blanco craquéele de su frente. Yo mismo urdí ese rostro, me repito, pero no me basta. No acabo de creerlo. Si se la embellece demasiado cualquier verdad parece mentira. Si ella lo dijera –soy tu obra, soy tuya– su voz –mi voz alguna vez ahí encriptada– segaría el poco pavilo que me queda. El público es crucial – interrumpe– es el comercio con el mundo, el público es el trueque. Ya sé que el disfrute más grande es a puro ensayo; encerrarse, sumergirse en la marea de la acción pura... Pero para encontrar un final se necesita público... Tiene que estar ahí desde el vamos, tiene que estar ahí desde el principio. El final es social– concluye. Sonríe. Respiro. Cierro los ojos y respiro. Todos estos pensamientos seniles quedan sonando solos mientras respiro. En la respiración, por fin, no queda en pie ni un solo fantasma. Mis párpados perciben un calor luminoso. Una luz tibia que los adelgaza. De una forma casi visible, revelada, comprendo que mi ahora ya absoluta quietud, junto con el humito del incienso, se vuelve transparencia.








Ilustra: «La trituradora de recuerdos», dibujo de Hernán Sansone, 2014

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