29 de julio de 2015

WÜSTEKANTATE

Al alcanzar el cráter del Licancabur el Gato sintió que estaba ante el somero abismo. Vio un enorme agujero negro -la boca del volcán y del averno- en lo que en realidad no era más que una laguna. De haber estado con las manos libres se hubiera arrojado de cabeza. No podía más. En el mismo momento que desarmó el dispositivo del trompe-l’œil sintió que el pibe que llevaba en los brazos se le estaba muriendo. Miró por última vez hacia atrás, es decir, hacia abajo. Innumerables robotitos blancos subían ya por la ladera norte. Otros cientos se agrupaban al pie del volcán. Un poco más allá el fulgor esmeralda de la laguna Verde parecía querer derramarse en dirección al Viscachillo. La sensación, comprobó luego, era consecuencia del hormigueo blanco sobre blanco que rebullía hacia el sur. El ofuscado movimiento de más y más tropas de juguete, una exageración de refuerzos, pensó. Pólvora en chimangos, diría Benicia. Pólvora en chimangos enjaulados. La retaguardia autómata crecía como una micosis de los confines. Eran cientos de miles. Imposible saber cuántos. Parecían inquietos botones de baquelita nívea sobre la vasta nieve. Una orgía de escarabajos albinos. Había que hacer algo urgente. Morir: eso es lo que había que hacer, morir como estos pibes es lo más sabio, se dijo mirando el pequeño cadáver del Roquito en su copiosa mortaja de lana. No había ninguna posibilidad de salir con vida del Licancabur. Además ya no se podía seguir subiendo.
Animados por un gesto de René rodearon la lagunita negra del cráter. Al rato ya estaban bajando por la ladera sur, por una quebrada que René conocía y que según él, era camino seguro hacia Chile. Hay que llegar a San Pedro de Atacama, dijo, si llegamos estamos a salvo. El Gato conocía San Pedro. Recordaba sobretodo la voz de Benicia, la pitonisa de sus recuerdos, deshilvanando en frases cortas un relato según el cual él había pasado unos días en San Pedro de Atacama, en su viaje de ida, aprovechando precisamente una de las mayores atracciones del lugar: el Sampedrito, un cactus alto y elegante con la cabeza verde llena de mezcalina. Eso fue… ¿cuándo? ¡haría unos tres años! Ahora le parecía una eternidad. Ahora era una eternidad. Acaso debido a los recuerdos deformes de su estadía alucinógena pasados por el tamiz de la voz de Benicia el mero nombre del lugar le parecía menos lejano que irreal. No, tampoco era su memoria enclenque perdida a los golpes y recuperada gracias a una sibila aimara. Claro que no. La verdad era mucho más simple. Más bestia. La certeza monumental de estar a segundos de una muerte horrible. Cualquier muerte violenta es horrible pero ésta, dilatándose en otras más atroces, las de sus queridos 
niños, ya pasaba de la raya. Me cago en la esperanza, pronunció con voz sofocada por los trapos que le envolvían la cara. No había ni siquiera una chance entre un millón de librarse de la implacable persecución de las máquinas blancas del Guoanbu y llegar a Atacama.

Sin embargo lo consiguieron. Al menos René, Benicia y el Gato. De los niños sólo sobrevivieron siete. El plan de René funcionó tan bien que, visto desde San Pedro, días más tarde, tanto los detalles de la evasión del Licancabur como la eficacia de su puesta en escena le resultaban al Gato sospechosamente sencillos. Pensándolo mejor había sido todo demasiado fácil. A menos que se estuviera precipitando, quizás su apreciación era un error de perspectiva. El plan de René parecía simple por ser apenas un detalle de un proyecto mayor. Seguramente el propósito no se limitaba a llegar a San Pedro: incluía una porción mayor de futuro: un día de descanso en Machuca en casa de un amigo y, con la ayuda de éste, la fuga posterior a Iquique. Era un plan encriptado que sólo podría desplegarse mucho más tarde, una vez completada su ejecución. Característica de René-san esa tendencia a no dejar salir ni una palabra ni un gesto que expusieran a la luz sus intenciones. Por lo tanto qué harían en Iquique o qué camino tomarían o cualquier otro detalle fueron para el Gato pequeñas bombas de suspenso. También era típico del Gato ese movimiento de tira y afloje con el carretel de la sospecha. Meses después, instalado en otra realidad y bajo la amenaza de otros peligros, llegará a lucubrar que su amigo y maestro no sólo había planeado la salida sino todo el laberinto.
Una vez en Iquique el complejo sistema de contactos de René -trabajadores chinos del puerto 
en su mayoría- los ayudaron “a desaparecer sin dejar huellas”. El caminó a Iquique fue durísimo, casi una prolongación del calvario pero a la vez, por haber ya sufrido lo indecible, cualquier penuria posterior al volcán era casi un alivio. 
Pocas horas antes de llegar al mar y sólo en respuesta a la molesta insistencia del Gato, René aclaró que una vez en Iquique lo primero de todo sería separarse. Benicia y los niños subirían a Arequipa por el Pacífico. Allí los esperaba Lupe, la hermana monja de Benicia. Gato podría irse adonde quisiera con un dinero que él mismo le habría de conseguir, no dijo cómo. Tampoco dijo qué era lo que él iba a hacer. Después de otra tanda de molestas preguntas masculló que lo mejor para todos era que ni Beni ni él supieran adónde se dirigía.

Jamás volvieron a verse. El Gato voló a Santiago. El dinero que René le había dado no dio para más. Mientras trataba de encontrar el modo de llegar a Buenos Aires se fue quedando, casi sin darse cuenta. Eran los primeros meses de una pseudo democracia que seguía controlando Pinochet desde las sombras. Se vivía un clima esquizofrénico. Chile se acababa de liberar de una dictadura sin salir de ella. La vida en las calles parecía recién nacida y a la vez moribunda. Un bebé hermoso pero muy enfermo. Lo primero que descubrió al llegar es que él era otra persona. Podía hablar inglés, por ejemplo. Fue pura casualidad. Unos turistas le preguntaron algo en la estación de buses y el se descubrió a sí mismo respondiendo en un inglés muy fluido. Algo similar le pasó unos días después con el francés. Le dio miedo probar con otros idiomas a ver si también salían de taquito. Era otro. Es decir, ni su nueva condición de políglota ni su recién nacido talento para sobrevivir en la gran ciudad coincidían con su pasado, su pasado según Benicia, la memoria que ella le había ido revelando, leyendo en su propia frente muy de a poco, en cientos de noches que a esta altura ya eran para él míticas. 
Retrasaba la hora de tomar la decisión de cruzar la cordillera. Hizo algunos intentos de ganarse la vida. Todos funcionaban de alguna manera. Rápidamente descubrió que dar clases de inglés a domicilio era la solución más rentable. Vivía en una pensión de estudiantes de la avenida Mapocho, en Cerro Navía. Un lugar sórdido y según su parecer -o su paranoia- lleno de alcahuetes. Afortunadamente no tuvo que quedarse mucho. Una de sus alumnas, una mujer algo mayor que él, le abrió de par en par su casa y su corazón. Prácticamente lo adoptó. Se llamaba Celia o Celmira o Celinda. Con su ayuda consiguió un empleo estable en la empresa de la familia. No hacía prácticamente nada pero ganaba muy bien. De vez en cuando redactaba alguna carta en inglés o francés. Se aburría tanto que no se dio cuenta que estaba por casarse. Los padres de Celina lo habían preparado todo con fervoroso entusiasmo. Les regalaron, entre otras cosas, una casa, un auto y un viaje de bodas a la Isla de Pascua. El día que el Gato tenía que pasar por la agencia de viajes para retirar los pasajes y acabar de ajustar los detalles era un martes, tres días antes del casorio. No te cases ni te embarques, pensó mientras entraba en la galería comercial. Los motivos navideños parecían brotar de las paredes y lanzarse al espacio florecidos, cruzaban ubérrimos de frutos y flequillos dorados de un lado a otro del ancho pasaje con aroma a muérdago y telgopor. Qué estupidez volar a Pascua en navidad, pensó mirando al pobre y falso gordo sudoroso disfrazado de Papá Noel que repartía propagandas disimuladas en golosinas. La agencia estaba al fondo. Unos pocos locales antes, en la vidriera de una tienda de artesanías regionales reconoció a uno de los Ekekos que Benicia hacía y vendía en la feria de Copacabana. Pensó que el aire acondicionado estaba demasiado bajo pero era la tristeza. Entró y compró los tres ejemplares que había. La empleada, alentada por el aguinaldo de su comisión, le ofreció otros modelos pero al Gato sólo le interesaban los de Benicia. Levantando un poco más la voz mientras desenfundaba su afilada codicia la chica siguió argumentando que los otros eran incluso mejores, la prueba estaba en la calidad de las ofrendas; en la hechura del traje; en la expresión del Dios de la Boca Abierta. El Gato, abrazado a sus tres deidades gemelas, negaba con la cabeza. Finalmente, como si hiciera la última jugada del tahúr, la del todo o nada, la vendedora puso cinco o seis ekekos sobre el mostrador y dijo una cifra que ella misma calificó de irrisoria. Fue entonces cuando el Gato practicó el pase que René le había enseñado: el golpe de mano al aire del Ziji Moguang seguido del gesto táctil del Zuanshi- y la muchacha entró en su cápsula de silencio embelesada por su propia concupiscencia y allí quedó boyando, a escasos centímetros del suelo. Unos cuantos metros más allá entró a la agencia de viajes, canceló las reservas de luna de miel y compró un pasaje a Buenos Aires para esa misma noche.




Ilustra: Afro Basaldella (óleo, 1974)

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