8 de febrero de 2014

KREATURÜBERTRAGUNG

E es el primer sonido. Mi nombre es Midoec. Soy un modelo original del Teatral Nandí. Las notas del acorde que me pronuncian son cinco. El bajo alterado es un aliado de potencia. El resto de mis funciones son mecánicas pero el principio es una voz. Me alienta un verso. Mi conjunto es la serie Sigitur Armé. Sigitur es conjunto. Agrupación de muñecos considerada como un objeto en sí. Por eso podemos ser innumerables. La variación de la nota correcta nos clona (…) E es el primer sonido. Mi nombre es Midoec. Soy un modelo original del Teatral Nandí. Voy a ocultar esta memoria en el la glosa de mis criaturas antes de irme. Bruna sabrá porqué; qué hacer con esto. No es que me importe la continuidad del Nandí. Me importa Bruna. Espero que este vector en el registro, esta palabra puesta en el abismo del continuo le sirva para algo. Si la campana es la correcta, la resonancia pronunciada mantendrá sus virtudes. De a poco iré sabiendo lo que quiero decir. Ayer me despertó un chisporroteo de palabras: La urdimbre del mundo rampa sus marionetas. ¿De dónde me llegaban? ¿De la memoria o del vacío? El sueño tiene acceso a todas las fuentes. La urdimbre del mundo rampa sus marionetas. ¿Epifanía, glosolalia o recuerdo? Me llevó un buen rato dar con el rastro –un largo buceo reptando sin olfato mi propio deterioro / oyendo cacareos en la tupida maleza de la memoria / de la memoria chapucera / de la memoria inválida / ese murmullo se va comiendo todo– hasta que de tanto canturrear los versos, la melodía trajo el resto del pasaje, el párrafo final del primer acto, el primer monólogo de La Aleida. Después del alivio llega puntual el desaliento: ¿Y con eso qué? La memoria, de tan lábil, es prodigiosamente mentirosa. Y como el texto también es mío, bien puede que la muy puta lo esté inventando. O me esté inventando a mí. Quién sabe. Tal vez a contramano de la invención haya que hacer un inventario. Adelante. Y si con la ayuda de este aparatito consigo soltar la legua entumecida, la grabación tal vez le sirva a Bruna como verbo generador de nuevas criaturas, me digo.
Mientras todo a mi alrededor se mueve animadamente sin mi ayuda, empiezo por hacer una lista de las partes del cuerpo que aún puedo mover. Renuncio inmediatamente. Quisiera proponerme algo de más largo aliento, si me da el el cuero, el tiempo, iniciar mejor una lista de cualquier cosa, móvil o inerte; una lista de las cosas que quiero hacer durar; de las cosas que quiero que crezcan. Una lista cualquiera que se extienda, que se despliegue simplemente. A pulso de jadeos y estertores devenidos notas incidentales. Música. Una melodía que dure todo el tiempo que quede. Ésta voz –que no es mi voz– me dice, me traduce. Un pez nadando en sangre emite un doblaje sincrónico que queda a la vez esculpido en una cápsula apenas mayor que un guisante. Un rastro digital / mi sombra / mi voz sintética.
Hoy no hay función en el Nandí. No hay nadie. Nunca hay nadie en días así. No siento lástima, ni desdén, ni autocompasión, ni ternura. Uno se acostumbra a todo menos a la caducidad. Y yo me estoy muriendo. Quizá te suene, Bruna, quejumbroso el melodrama, pero no soy yo, es la voz, es esta voz de mierda... Tengo que cambiarla, es patética. O mejor: tengo que suprimir la vanidad de mi tristeza, dejar de regodearme en ella; dejarla imantar el aire para irradiar lo puro y lo fétido de cualquier carne animada. Tengo que suprimir toda vanidad. No me hace bien. Lo difícil es abandonar el monumento, cesar de saberse la medida de todo. Si cada cosa visible es parte de uno -de dos de mil-. Incluso lo que no se ve, lo que se presume, lo que se palpa, lo que se sueña. Lo que tiembla y boquea como un pez eléctrico navegando en sangre. Pero vamos al grano.







Ilustra: Obra del artista japonés Tadanori Yokoo

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