8 de febrero de 2014

X-MAL

Ale fue el primero del Coro. Pero no se llamaba así. Durante muchos años no tuvo nombre. Lo hicimos de madera de abeto bien torneada, sin pretensiones estéticas, según las proporciones anotadas en el Canon de los Caracoles del Mar Dulce. Debía cumplir la función de modelo articulado, de tal forma que fuese fácilmente maleable y pudiera adoptar y sostener cualquier posición que se le impusiera manualmente, con el fin de que Pil aprendiera a dibujar la figura humana y a la vez le sirviera de juguete didáctico.
Algunos años más tarde, para cuando Pil ya nos admiraba a todos con sus murales tridimensionales, lo reconocí al abrir el escotillón: más anónimo aún, arrumbado entre prototipos y trastos. Al reencontrarlo, su aspecto deslucido –el rostro plano, como erosionado, sin rasgo alguno– me inspiró una ternura que no había advertido al darle forma. Decidí repararlo. Mientras me dedicaba a esa tarea –una buena mano de cera, un ajuste en las bandas elásticas, un poco de lubricante en las articulaciones– me visitaron los primeros párrafos de su futuro parlamento. Los repetí una y otra vez buscando el timbre, la textura, la dicción posible de su voz verdadera. Cuando di con el tono justo, sin dejar de repetir el texto, le serré en la base del rostro una boca para que lo aprendiera de memoria.
Esa misma noche estuvo listo. El texto completo en cambio nos llevó semanas. Se trataba de un largo monólogo, un unipersonal para muñeco articulado. A la obra, después de agotadoras disputas, la llamamos La Aleida y en su primera versión duraría trescientos sesenta y seis días, el tiempo que dura la Fiesta del Bisiesto.
Salvo el tajo de la boca al títere no le hicimos modificaciones. Lo dejamos así, como siguen todos los de su raza, clavado por el culo a su base de hierro.
Le pusimos un ritmo, es decir, se le insufló movilidad propia. Para no tener que operarlo a distancia le ahuecamos el pecho y lo dotamos de un péndulo interno que una vez puesto en movimiento, inicia un continuo, un perpetum mobibili de compás regulable. Nos esforzamos para que tuviera un repertorio expresivo bastante variado y una gestualidad sensible al texto. Obviamente las combinaciones son finitas, numerables: una combinatoria adscripta a las tres primeras letras del Adam Kadmon.
Para la segunda temporada, cuatro años después, se nos ocurrió construir una copia que bautizamos Beto. Le escribimos otro monólogo de longitud 
similar y lo incorporamos a la escena, al lado de su gemelo arquetípico, no como interlocutor sino en discurso simultáneo.
La voz apenas más grave. La dicción levemente otra. En una dimensión contrapuntística que acabaría recalando, trescientos sesenta y seis días después, en las mismas orillas melódicas y conceptuales que Ale, pero con una dialéctica prácticamente opuesta.
Ale y Beto quedaron actuando en continuado desde entonces. Instituimos la costumbre de agregar un nuevo muñeco para cada nueva representación, es decir, cada cuatro años. La Aleida se volvió una auténtica tradición -para algunos un culto- que obligó a mudar la escena a un lugar mucho más grande.
Construimos la Sala Piñón Fijo, que es prácticamente sólo escenario; el escenario más grande del Teatral Nandí. Dicen que quedó hermosa.
Con el tiempo los muchachos se hicieron cargo del Coral de La Aleida. Me cuentan que el número de coreutas simultáneos articulados ha superado la veintena. Tampoco quise participar en la redacción de los nuevos soliloquios. Suele sobreentenderse que los superviso personalmente pero no es cierto. Desde que el Ale y el Beto eran un trío que no los veo.






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