4 de febrero de 2014

KOMMANDOKAPSEL

Durante la última semana que pasaron en casa todos los átomos y moléculas de la meseta del Collao, cada vez más ionizados por la cercanía del invierno, aparentaron regresar a la calma. A René y al Gato se les había dado por pescar a la encandilada con un sol de noche de doble tulipa. El método consiste en deslumbrar al suche con el farol y aprovechando su estupor –se produce una sobrecarga en su sistema nervioso que lo deja inmovilizado– capturarlo con arpón o con mediomundo. Hacía ya un par de madrugadas que venían practicando este método con éxito. Benicia los acompañaba, alcanzando los arpones y cebando mate. Era una de esas noches perfectas de junio. En los descansos, cuando apagaban el farol, las constelaciones bullían a centímetros de sus cabezas y el silencio, apenas salpicado por el ronroneo del lago, se colaba en las grietas de las respiraciones. Fue precisamente en una de esas pausas, en descanso del farol que la cuerda del mediomundo entró a tirar como loca. Se pusieron a jalar y jalar pero el botín era demasiado pesado. René comentó que no podía ser un pan –así es como llamaba a los peces– no hay panes tan grandes en el lago. Tuvieron que usar la roldana. El borde de la isla de totora entró a ceder con el peso. El ruido despertó a varios de los niños que al rato estaban ayudando también en la pulseada. Así, forcejeando de a poco, centímetro a centímetro, pescaron un robotito blanco; un dragoñante de baquelita de la misma runfla que había visitado al Gato hacía unos meses. Ni bien hizo pie en el patio el pálido androide se quitó el barro y las algas con un gesto presuntuoso. Emitió una especie de vaho vaporoso acompañado por un silbido. Dio entonces un giro completo con la cabeza y musitó una transmisión, un estruendo incomprensible, como un anuncio de radio para roedores. Probablemente la frecuencia de la emisión se había visto afectada al contacto con el agua helada del lago. Pero para René el mensaje fue bien claro: Saludo-departe-comandancia.
Luego de emitir extrajo una especie de caño enlozado de la panza que por suerte no consiguió a usar. René lo puso fuera de combate con dos movimientos, dos movimientos imposibles que desató, que desplegó desde la nada, desde la absoluta quietud, como sólo un felino lo haría, como un tigre que pegara de pronto un salto cósmico violando las normas de la causalidad. Dos golpes fueron suficientes. Uno en la mitad del caño, del arma -que voló hacia un costado y cayó cerca de la puerta del rancho-; otro en el pecho de plástico que estampó al playmobil contra la barreta del aljibe partiéndolo al medio, desactivándolo definitivamente. 

El silencio que sobrevino era más denso que la misma noche. La familia en pleno, atónita, observaba el blanco desguace. Al rato los dos hombres se pusieron a revisar los cachivaches sueltos, las partes del fantoche. René parecía querer volver a armarlo y al Gato la sola idea le erizó la piel. Pero su amigo lo tranquilizó:
–Estoy buscando el verbo -dijo y siguió trabajando. Luego, viendo la cara del Gato, se explayó- el verbo es como un... un verbo es es algo así como el control remoto, la proteína genética que anima a estas bestias.
–Y qué hacemos... qué vamos a hacer...
–Lo que hay que hacer es irse. Usté ayudá a la Benicia a prepararlo todo. Ni bien encuentre el verbo y lo desactive, nos vamos.

Toda la madrugada la emplearon en juntar sus cosas y en arropar a los niños. Al amanecer iniciaron la marcha. Les llevó nueve días alcanzar la ladera norte del Licancabur. Después otro tanto llegar arriba, hasta el refugio que René les había prometido. Era un refugio ultrasecreto, de los tiempos del Comando Tiwanaku, allí jamás podrían encontrarlos.
Pero los encontraron pocos días después. Una mañana divisaron el pálido ejército al pie de la cuesta. En cualquier momento empezarían a subir. Era difícil distinguirlos de la nieve pero sin duda eran miles. Una implacable ciber-tropa armada hasta los dientes. Los golems blancos de baquelita de la NCIX –mercenarios autómatas al servicio del Guoanbu, la inteligencia china– habían desplegado su fuerza al pie del volcán. La vanguardia ya iba subiendo en pequeños grupos y los demás esperaban lo mas panchos, con la tranquilidad y la certeza de los que aguardan madurar una fruta.
No se podían quedar ahí. Con los hijos más chicos atados a la espalda o colgando en bandolera abandonaron el refugio y siguieron subiendo el Licancabur. Eran también un ejército, pensó el Gato, tres adultos pertrechados de bebés y casi tres docenas de niños. Ayudados por las técnicas de respiración consciente de René-San –y por las chuspas de coquita– trepaban como cabras, más bien como manojos de cabras, a una velocidad de la que ni siquiera se creían capaces. Pero se caían todo el tiempo. Patinaban tanto tratando de remontar la piel arisca del glaciar que al final de la jornada se alegraban si habían logrado subir diez metros. Lo más triste de todo eran los niños. Entre los que se les caían al vacío y los que se congelaban sin una queja... La esperanza es un arma tremenda si está bien aceitada, un arma que puede alcanzar una temible agudeza cuando la desgracia o su amenaza constante se empeña en afilarla. A la noche contaban cuántos niños quedaban. Era como si el número les revelara algo. No hay superstición más exacta que la numerología del linaje, de la descendencia. Los tres amigos no eran más que bultos tercos. Una de los últimas imágenes que el Gato se guardó de aquellos días es la sonrisa de Benicia. Un extraño recuerdo porque todos estaban completamente momificados por cueros, trapos y tiras de lana de vicuña. Haciendo algún esfuerzo sólo podían verse los ojos. Sin embargo el Gato no puede olvidar esa sonrisa, surge en la página de su memoria cada vez que enfoca aquellas horas horribles; su boca de volcán sonriente cubierta por el vendaje y el pasamontañas. La ancha y blanda boca de Benicia. Parecía recién hecha. Más bien parecía estar haciéndose. A horcajadas del cielo, subidos encima de varios miles de metros de planeta, todos parecían recién nacidos. Como acabados de llegar al mundo. Tal vez por eso ya no se hablaban. Durante días no habían dicho palabra. El Gato cayó en esa cuenta en el momento en que le pareció escuchar la voz de René. Lo tenía al lado pero bajo esas condiciones, tanto viento y nevada constantes, medio metro era lejísimo. Lo miró. Ni siquiera se le veían los ojos. Como llevaba tres o cuatro niños amarrados parecía una momia deforme, un yeti. El Ekeko de los hombrecitos.
–Necesito su ayuda, Gato.
Hizo dos o tres extraños movimientos dentro del amasijo, como si un héroe mitológico estuviera luchando por nacer o un bicho canasto tratara de romper el capullo. Por fin alargó la mano y gritó:
–¡Que no se caiga!
Era una capsulita negra. René se le acercó un poco más, todo lo que los bultos le permitieron, hasta lograr acomodarse cerca de su oído.
–Este es el verbo.
–¿El qué?
–El verbo que le quité al muñeco, Gato. No entiendo del todo lo que dice, está en tu idioma.
–Pero cómo... ¿no eran chinos estos?
–¿Chinos? Estos peleles son cordobeses, son del Nandí, del viejo loco... el único loco que consiguió aislar la primera palabra y cultivarla. Lo que le pido a usté es que escuche. Si hay alguna esperanza de salir de ésta, está ahí, en el verbo.
El verbo. Era un pequeño proyectil, una cápsula metálica del tamaño y la forma de un supositorio. Para escuchar su contenido había que abrirlo, separarlo en dos hemisferios e introducir cada uno de ellos en el canal del oído. Una vez completado este paso, presionando el centro del auricular izquierdo, se oía:












Ilustra: Roberto Cromado, dibujo de Hernán Sansone. Del libro de tarjetas postales ALBUMBUM, (elciclopemiope), editorial El miligramo, Bogotá, Colombia, 2010.

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