3 de febrero de 2014

KIMMUNG

El Gato quedó medio tocado. Estaba raro. Iba de un lado a otro, diligente como de costumbre, pero con un andar extravagante, como si el trabajo cotidiano, los niños y los quehaceres de la casa fueran el contrapeso necesario que le impedía salir volando. Se sentía santificado. Por momentos pensaba que no iba a poder soportar tanta extática alegría. Había escuchado con atención la explicación de René, las peripecias del Comando Tiwanacu y los detalles yóguicos de la técnica de su amigo para provocar visiones celestiales. Pero no conseguía relacionar toda esa historia, la prehistoria china de René, sus artes científico-esotéricas, con la experiencia que él había vivido en carne propia en un cobertizo cercano al estadio. Toda esa detallada explicación racional, esa enumeración de detalles empíricos que, se suponía, deberían desarticular la máquina que inoculara en su retina los deliciosos contornos de un paraíso de neón: ¿era sólo pensar en ello y zas, comprehender? ¿era como sumar dos más dos? La verdad es que en lo más profundo de su entendimiento no llegaba a concebir porqué una historia debía explicar y menos aún anular a la otra. Por supuesto que los secretos saberes de su amigo habían colaborado en el suceso metafísico. Pero ¿y qué?. Qué tenía que ver una cosa con la otra. Qué podían importarle los secretos del Ziji Moguang o como se llamase si él sabía muy bien lo que había visto. Había tenido nada menos que una experiencia supratrascendental, había estado en presencia de Dios (o al menos de uno de ellos); era EL testigo; ¡se había encontrado a sí mismo! Y sobretodo, y aunque no se animara a expresarlo, a decírselo con todas las letras, había sido él, era él y sólo él el elegido. Esta algarabía egótica subía tan veloz a la cabeza que se convertía al toque en otra cosa, en una sensación de vergüenza súbita que lo escandalizaba y de golpe se daba cuenta que era por lo menos estúpida esa autocomplacencia y ridículo ese orgullo. Entonces se sentía abyecto, culpable, indigno por un rato. Pero cualquier detalle, cualquier cosa -un cambio de luz, un sonido lejano- le traía el recuerdo de su yegua suprema y el éxtasis volvía. Se dedicaba a sus tareas con empeño, se lo veía más solícito y activo que nunca pero a la vez no paraba de pensar, en varias capas a la vez. Una de ellas se centraba en esa especie de Deméter estelar entrevista, su posible significación, el inefable encuentro con la mismísima esencia del propio ser es el acontecimiento más importante de la vida -o al menos eso creía- el acontecimiento por excelencia, el instante en que se sabe por fin y para siempre quién carajo es uno. Probablemente sea cierto, se decía, es cierto, tiene que ser cierto. Pero llegado el momento de arrojar a los cuatro vientos esos ramos fragantes de la flor mística, de piropear hasta la demagogia lo trascendente de la experiencia transpersonal, empezaba a quedarle claro que el asunto tenía sus bemoles. No es que se quejara de haber encontrado lo que todo ser consciente busca -a veces vanamente, fatigando una tras otras las encarnaciones- pero pensaba que en honor a la verdad debía confesarse que a partir del momento que le había sido develado su propio misterio, el misterio de su yo interior, inmediatamente después había empezado a perder, a perder para siempre algo que, ay, en su caso personal al menos, era tal vez lo mejor que tenía: su ignorancia... Esa sensación que había experimentado sobretodo a partir de la pérdida de la memoria; la capacidad de ser o de creerse otro, de ficcionalizar acerca de sí mismo, de su origen, presente y destino con la inimputable inocencia del idiota; la capacidad de boludear, de mentirse, de perder el tiempo dejándose llevar por los divertidos caminos del error y el autoengaño... En resumen, una nueva y más poderosa nostalgia se le sumaba a las ya acumuladas durante su cortísima vida... Era como si al sentirse iluminado anhelara la perdida belleza de lo oscuro. René lo observaba con preocupación. A veces esa preocupación era compasiva, otras impaciente. No quedaba mucho tiempo. Una noche anunció solemnemente que había que darle de fumar al Ekeko y que él esa tarde había conseguido algo de pitaña. Después de comer fumaron todos en silencio hasta que el Ekeko acabó de consumir su cigarrito. Los niños, con los ojitos como puñaladas en el barro, se durmieron enseguida. Benicia yacía abstraída y sonriente mirando las vigas de cardón del forjado del techo. René y el Gato empezaron a charlar muy bajito. Hablaron de planes inmediatos; reparar el atrapasuche; ir a cortar totora y si la cosecha y el acopio lo permitían, agrandar el islote. Después de un chiste -las risas en sordina- se quedaron como sonsos mirando a Benicia que, con los ojos entrecerrados perdidos en la filigrana de los cardones, parecía cantar sin volumen. René se pasó lentamente la mano por la boca mientras sus pupilas iban de derecha a izquierda, como si leyera algo en el aire. Habló aún más bajo. Dijo que estaba asombrado de que el Gato nunca se hubiera preguntado porqué Benicia lo recibía siempre boca arriba y nunca jamás de otra manera. Dijo, mirándolo fijamente a los ojos, estar más sorprendido todavía de que no hubiera intentado disfrutar de ella de otro modo. El Gato se puso tan colorado como paranoico. Argumentó a su favor sin ton ni son, tartamudeó razones infantiles, hasta declaró su felicidad sin mácula, enumeró después su falta de imaginación, su costumbre inveterada de aceptar siempre lo que le era dado tal cual lo recibía. ¿Porqué habría que intentar cambiarlo? Alargando la mano hacia su hombro y acompañando el apretón con un gesto de comprensión muy calmo, René le aclaró que sólo quería prevenirlo, por el bien de todos, de que si al Gato le fuera dado concebir y desear otras maneras de goce, otras posiciones, para llevarlas a la práctica tenía que aprender primero a contener el micromundo: tenía la obligación no sólo de aprender sino también de perfeccionar hasta la maestría el arte de contener el micromundo, el arte de no derramar la miniatura... Al ver la expresión de desahucio en la cara su amigo, repitió: 
–La miniatura, te entiendes, la miniatura... la miniatura que sostiene la akapacha.
El Gato seguía en ascuas. René levantó entonces una a una las múltiples polleras de Benicia y le pidió que se acercara y observara el ombligo. El Gato no vio entonces casi nada, tan sólo un ombligo con un poco de agua, una agüita, un ombligo con una agüita ahí empozada... René le dio un golpecito en la cabeza, insistió en que observara con la debida atención para lo cual extrajo una lente -como una lupa del tamaño de una sartén pequeña- y se la alcanzó para que enfocara el fenómeno mientras él acercaba una vela. Esta vez el asombro le hizo reír mientras empezaba a llorar a moco tendido.
–Es... ni más ni menos... ¡El Poopó!– sentenció emocionado.
–No, Gato, mirá como es debido: es el Titicaca.
Las lágrimas le nublaban la vista. El asombro de el Gato se convirtió en estupor. En la costa sureste, no muy lejos de los primeros asomos de pelitos que luego bajan hacia el pubis, vio con todo detalle la pequeña isla boyando y en el centro, un puntito de luz casi invisible, la ventanita de la choza que les daba cobijo.

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